El realizador de "El pibe Cabeza" afirma que a cada
boom le sucede una crisis —generada precisamente por el
éxito— y que, como contrapartida, a cada situación crítica
le sucede una etapa brillante. Propone un plebiscito para
que el público vote sobre si quiere o no que exista la
censura y dice, además, que las posibilidades fílmicas del
país son enormes
En principio, yo considero que tener un cine, para una
nación, es un lujo. Una comunidad que se puede expresar
cinematográficamente se da, de por sí, un lujo. Por lo
general, los países que cuentan con 25 millones de
habitantes, como el nuestro, no consiguen desarrollar un
fenómeno filmográfico que los exprese. El cine argentino
nace prácticamente con el cine mismo. Y es curioso: quizá
habría que indagar qué cuestión determina que países como
Holanda o Irlanda, por ejemplo, casi no hagan películas y
sí se hagan en la Argentina.
Quizá la razón radique en que nuestro país es muy
Importante dentro del grupo de habla hispana, y esto ya no
significa 25 millones de personas sino bastante más. Así,
puede haberse creado una demanda que se expresa en idioma
castellano, con gran cantidad de público que no lee los
letreros. Acaso esto determinó que a partir de 1935
nosotros empezáramos a filmar abundantemente, que se
crearan muchos laboratorios, estudios y toda una
Infraestructura. Después, ese mercado se fue perdiendo y
pasó a comandarlo México, un país en el que existe una de
las industrias regulares más estables, con un promedio de
cien films anuales con excelentes recaudaciones y
autoabastecimiento industrial. Y su gobierno le crea a esa
producción hasta una distribuidora internacional,
absolutamente estable.
Nosotros, en cambio, más a la criolla, trabajamos sin
dialogar con el gobierno. Mejor dicho, con los gobiernos,
pues en la Argentina no podemos hablar de un gobierno
debido a los sucesivos cambios que se han venido
realizando en los últimos tiempos. Y trabajamos sueltos,
independientemente. Y así no hay entendimiento: cuando el
gobierno argentino crea el IAPI (Instituto Argentino de
Promoción Industrial), nosotros no operamos a través de
él. Cuando desaparece el IAPI, el cine sigue ajeno al
fenómeno. Y así se establece un diálogo intemporal, de
sordos. Y después, cuando el cine nacional empieza a
operar en el mercado exterior —en función de películas de
sexy-comedia que,
no nos engañemos, son las que cosechan más éxitos en
Latinoamérica—, inmediatamente al gobierno se le ocurre
que no debemos hacerlas. Y otra vez tenemos el diálogo de
sordos.
De todas maneras, este lujo, esta situación —al margen de
cuestiones económicas— es la que genera hombres que hacen
cine. Hace algunos años, en un congreso en Italia, un
crítico argentino renegó, acaso con razón, de muchas malas
películas nacionales. Entonces yo me levanté y dije que
quería agradecer a cada una de las malas películas y al
más atroz de los bodrios argentinos, porque quizá gracias
a esos bodrios se había formado una Industria estable y
había laboratorios y técnicos y se compraban cámaras. Y
afirmé que las buenas películas, exquisitas —como decían
ellos— se habían podido hacer en función de que también
habían habido muchas malas, que fueron las que crearon esa
industria. Eso permitió que hombres como yo supieran
canalizar y desarrollar su vocación y no se dedicaran a
escribir poemas, hacer periodismo o a emigrar.
Entonces, el hecho de que este lujo industrial, artesanal
exista, les debe servir a los argentinos que tengan
vocación cinematográfica para que puedan expresarse.
Ahora, ¿qué tendría que ocurrir para que todos los
argentinos con vocación por la imagen la puedan
desarrollar? Bueno, este fenómeno debería ser más rico,
más sólido, más estable. Y eso quizá sea una quimera,
porque acaso nosotros nunca tengamos una industria
cinematográfica rica, sólida y estable en la medida en que
los argentinos no se dediquen a procrear más y en lugar de
25 millones de habitantes tengamos 50 millones. Así sí,
con las sólidas vocaciones que hay, con los buenos
laboratorios y excelentes técnicos, sí podríamos llegar a
esa gran industria y a esa realización. Además habría un
gran mercado.
Los términos boom y crisis son macho y hembra. Uno genera
al otro, y viceversa. Los tres elementos que determinan a
uno y otro son los costos de producción, la censura y el
apoyo estatal. Esto lleva a un razonamiento perfectamente
lógico: creada la industria con una cierta estabilidad,
que produce entre 35 y 40 films por año, se crean
condiciones. Esas condiciones, cuando hacen crisis,
determinan que los costos bajen, que la atención oficial
se reduzca y se torna necesario hacer películas de
cualquier manera. Entonces aparecen medidas arriesgadas,
la aventura intelectual no maldecida, lo nuevo, lo
insólito y así se puede hacer cualquier cine. O sea que,
ante la crisis, los dos controladores —el Estado y el
capital— bajan la guardia. Y es ahí cuando aparece la
aventura imaginativa y la audacia temática. Surge lo que
se llama boom, porque evidentemente el público busca toda
esa novedad que le dan las tres o cuatro obras de
importancia, de trascendencia.
De modo que vuelve a hablarse de boom porque el éxito
genera crítica, comentarios y todo un fenómeno del que
nadie quiere dejar de apoderarse. Porque es un fenómeno
operante. El cine argentino, el año pasado, consiguió
titulares en Europa, aspirar a un Oscar, éxitos en España,
gran afluencia en el mercado local, y hasta se asomaron
distribuidores de América latina que vinieron a buscar
productos...
Lo curioso es que esto engendró, a su vez, en otra medida,
altos costos —por lo menos para nuestro mercado, puesto
que si medimos a nuestro cine en el mercado internacional,
es de muy bajo costo— y también una mayor atención por
parte del gobierno, que dice: "Ah, bueno, esto gravita, es
importante, vamos a vigilarlo un poco". Y así aparece la
censura más rígida, un estricto control de la producción y
entonces, seguramente, el boom termina generando una
crisis. Desgraciadamente, como se comprende, ahora no
puedo menos que vaticinarla.
Pero este es un vaticinio escéptico que hago en esta nota;
no lo hago ni ante mi vida ni ante mis compañeros de
trabajo. Es decir: al expresarlo, espero que sirva de
antídoto para que no ocurra. Esto lo afirmo porque veo en
nuestro país un entusiasmo formidable, una vitalidad
cinematográfica tan grande que creo que hasta es capaz de
desafiar a estas situaciones accidentales que desatan las
crisis. Y hay ejemplos: el hecho de que Leonardo Favio se
gaste todo el dinero que tiene —y parte del de sus amigos—
para quedarse siete meses haciendo una película, revela
una gran vocación cinematográfica; o el caso de Juan José
Stagnaro, a quien le iba bien en su laboratorio, y sin
embargo manda todo por la borda y se decide a hacer un
film con empecinamiento, con tesón; el hecho de que
Lautaro Murúa vuelva a hacer una película, o el ejemplo de
Rodolfo Kuhn, que se larga a filmar tras mucho tiempo de
bregar por lo que quería.
Todo esto significa que a nuestro país,
cinematográficamente, no lo para nadie. Ni las críticas,
ni la censura, ni nada.
Por otra parte, y volviendo a los costos de producción,
hay que tener en cuenta que está comprobado que ninguna
industria —en materia de cine— puede producir con
regularidad si no hay un mercado local al que abastecer.
Es decir: cada productor se maneja con una ecuación entre
lo que cuesta su película y el equilibrio de mercado. Y
por eso en la Argentina siempre hubo leyes que en una
época se llamaron de "Fomento por costos", luego de
"Recuperación industrial" y ahora, equivocadamente, se
llaman "subsidios". Esas leyes compensan esa suerte de
desbalance entre los costos y la respuesta del mercado. Y
si digo que el "subsidio" es un error, es porque, casi
inevitablemente, hay favoritismo, preferencias, películas
que caen en desgracia y otras que se benefician. Eso es
malo siempre.
En cuanto a la censura, los "subsidios" de por sí son un
modo de ejercerla. Y si la ejerce un organismo que puede
ser el Ente de Calificación, o el Instituto, o el
Ministerio del Interior, es accidental. Y todo lo
accidental, en un país en el que conseguir inversiones es
tan difícil, es malo. En un país en el que todo el que
tiene veinte pesos prefiere prestarlos al diez por ciento
mensual, nadie tiene muchas ganas de hacer una industria
en la cual se produce una película, se la estrena cinco
meses más tarde y la recuperación de dinero es en moneda
devaluada. Así, armar una producción va a ser cada vez más
difícil, si hay una inflación tan grande como la nuestra.
Máxime si no hay créditos. Y por eso, todo lo que se está
haciendo ahora es el resultado de ese boom que se produjo
el año pasado.
Finalmente, hay que decir que la censura existió siempre.
A veces más velada, a veces más manifiesta. La que tenemos
ahora se publicita mucho, se expresa, sale a la calle y si
bien no es nueva, sí es nuevo su procedimiento, ya no se
vanagloria de ser censura. Dice: "¡Prohibimos!,
¡cortamos!, ¡cuidamos!". Y bueno, yo creo que más que a
los artistas, la censura perjudica a la comunidad. Porque
el artista busca el modo de eludirla y sigue trabajando.
Pero el público no, a él se le cercenan más cosas.
Entonces yo sugiero que se hagan elecciones; yo propongo
un plebiscito, ¿por qué no preguntarle a la comunidad si
quiere que haya censura? De pronto, quizá nos llevemos una
sorpresa. Eso sí: yo sé cómo votaría. No soy partidario de
ella y de ninguna manera estoy de acuerdo con que exista.
Leopoldo Torre Nilsson
Revista Siete Días Ilustrados
02.05.1975
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