Edda Díaz
Travesuras en el gallinero


Todas las noches, en un café concert de Buenos Aires, estallan los juegos
escénicos de una actriz que sólo busca, ansiosamente, comunicarse con su
público.

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Conversa, monologa, grita, se sube a un practicable, toca las vigas del techo con los dedos, se burla de Berta Singerman y María Rosa Gallo, envidia a Susana Giménez, se mete con el público, juega, lo agrede, lo acaricia, lo somete durante casi una hora y media a un agotador ejercicio de participación en un espectáculo que, desde hace meses, se mantiene en un lugar privilegiado de la noche porteña. Y lo más curioso de todo es la naturalidad, la soltura con que los espectadores se prestan al experimento, entran en el juego que noche a noche propone Edda Díaz (28, una hija) en el café concert La Gallina Embarazada. Una repercusión que, por supuesto, no es casual. Para obtenerla despliega una actividad y una seducción teatral de la que nadie la creería capaz viéndola inactiva. Como tampoco nadie reconocería en esa niña irrespetuosa y corrosiva que demuele sistemáticamente toda la mitología familiar, a La Petisa de Los Campanelli o a la actriz que delira semanalmente en Musicalísimo.
Egresada del Conservatorio Nacional de Arte Escénico en 1965, al año siguiente debutó en el teatro Caminito, bajo la dirección de Cecilio Madanes, interpretando un gnomo en 'Las alegres comadres de Windsor', de Shakespeare. 'Cosaquiemos la cosaquia' y 'Help Valentino' fueron sus pasos siguientes, hasta que decidió establecer un maridaje artístico con Peter Gilbert —su esposo desde 1968—, del que salieron tres espectáculos pensados especialmente para café concert. Fue al finalizar una de las funciones de 'Orgullosamente humilde' en La Gallina Embarazada que SIETE DÍAS conversó con la Díaz, a principios de esta semana. Mientras devoraba una ensalada de apio y zanahoria en un restaurante de las inmediaciones del teatro, volvió a monologar frente a un grabador. Más tranquila, ya sin actuar, pero igualmente aguda, sorprendente.
—¿Por qué manoseas a la gente en tu espectáculo?
—Porque necesito tocarla, sentirla, comunicarme con ella por todos los medios. El contacto físico es importante. Yo amo a la gente que me rodea.
—¿No pensás que puede molestar esa actitud?
—Vos estuviste en el espectáculo. La gente no se molesta, no se siente agredida. Yo creo que reacciona pero integrándose, entrando a formar parte de lo que estoy haciendo.
—¿Por eso haces café concert?
—Sí. Yo no creo en el divismo. Nunca podría ser una diva de esas que suben a un escenario y dicen lo suyo totalmente distanciadas de la gente, como si pertenecieran a un mundo diferente al de los espectadores.
—¿Por eso hacés café concert?
—Por eso. El espectáculo está planeado especialmente para este lugar, para hacer más íntima la relación entre los que se sientan en las butacas y el actor.
—¿No hay algo de egoísmo en esa actitud? Es cierto que en un teatro de 1.500 localidades no tendrías esta intimidad, pero en cambio no te estarías ciñendo a un grupo tan pequeño, a una élite que puede pagar dos mil pesos la copa.
—Tenés razón. A mí me gustaría hacer esto en una cancha de fútbol pero no sería posible, el resultado sería muy distinto. Supongo que si se me presentara la oportunidad ya se me ocurriría algo.
—Además, tu cuota de masificación la cubrís ampliamente con Los Campanelli. ¿Qué significa para vos hacer esa tira?
—Qué sé yo. Lo importante es lo que significa para la gente.
—¿Y qué significa para la gente?
—Pienso que algo así como integrarse a una familia que la mayoría no tuvo nunca. Y de ahí su éxito. Porque ya no quedan esas familias que se juntan todos los domingos a comer los ravioles de la vieja. O quedan muy pocas.
—Entonces, de alguna forma se está falseando la realidad.
—Yo no diría que ejercitar cierta nostalgia, añorar algo que mucha gente no tuvo nunca es falsear la realidad. Creo que el hecho de que haya muchos que nunca tuvieron una familia como ésa es lo que hace atractivo el programa.
—¿Cómo te sentís siendo La Petisa de los Campanelli?
—Bien, muy bien. Además, el equipo humano es sensacional. Hay una armonía, unas ganas de trabajar que contagian a cualquiera.
—¿Y cómo conciliás dos cosas tan distantes como lo que haces en televisión y en el café concert?
—Antes que nada yo soy una actriz. Y con eso está contestada gran parte de la pregunta. Para mí la televisión es una forma de llegar a mucha gente y de ganarme la vida.
—¿Y si tuvieras que elegir?
—Yo tengo una sola pasión, que es el teatro.
—Pero ahora no estás haciendo teatro.
—Yo estoy haciendo teatro. 'Orgullosamente humilde' es teatro. Y ahí sí hago lo que quiero.
—Antes de dedicarte a la escena, ¿qué hacías?
—Era maestra normal en la provincia de Buenos Aires.
—¿No es una iniciación extraña para una actriz?
—Al contrario. En cierta forma, enseñar es actuar. Uno tiene que adecuarse a determinadas circunstancias, asumir permanentemente un papel. Además, es una experiencia humana riquísima y, por si fuera poco, los niños me encantan.
—Vos tenés una hija.
—Sí, de 16 meses, y desde que nació estoy descubriendo un mundo nuevo. O mejor dicho, redescubriendo el mundo.
—No te entiendo.
—Claro. Si uno participa con ella de todos los descubrimientos que va haciendo, de ese aprendizaje de vivir que, todos lo sabemos, nunca es tan intenso como en los primeros meses de vida, recupera una cantidad enorme de cosas que tenía olvidadas, perdidas.
—Por ejemplo, ¿qué?
—Por ejemplo la sinceridad, la honestidad despiadada de los niños. Es cierto que, inconscientemente, pueden llegar a ser muy crueles, pero ignoran el engaño, la falsedad, esa montaña de mentiras que nos obligamos a decir cada día los adultos.
—Peter me dijo hace un rato que estabas estudiando parapsicología. ¿Tiene algo que ver con eso de redescubrir cosas, mundos?
—En cierto modo. Creo que la parapsicología es una forma de encontrarse a sí mismo, de conocerse, de ir perfeccionándose.
—¿Qué te enseña?
—En principio, que el hombre posee innumerables facetas que es absurdo no desarrollar.
—Concretamente, ¿a qué te referís?
—Quiero decir, por ejemplo, que no tiene sentido discutir el poder de la mente, ignorar la telepatía, la telekinesia (capacidad de mover objetos a distancia con el pensamiento).
—¿No te parece que en un mundo tan cargado de problemas ocuparse de algunas cosas que, en cierta forma, trascienden la realidad cotidiana, significa volver la espalda a los problemas?
—Pienso que no es volver la espalda, sino enfrentarlos de una manera distinta. Yo soy una persona pacífica, entonces tengo que creer en el pensamiento. Además, estoy convencida de que la gente es mucho más buena de lo que se cree habitualmente.
—¿Por eso recurrís al humor y no a la protesta?
—Sí, no creo para nada en ese género que parece estar tan de moda y rinde tan buenos dividendos a algunos.
—¿Cuáles son las críticas fundamentales que harías a los cantantes y autores protestones?
—Que fuera de un par de intérpretes o autores, el resto no hace más que aprovechar una ola sin guardar los mínimos recaudos de autenticidad o calidad. Se canta cualquier cosa y no hay derecho a engañar a la gente.
—¿Vos creés que la gente se engaña?
—Por suerte, la mayoría no. Sabe que lo que hay que modificar no se hará por esa vía.
—¿Qué hay que modificar?
—Una pila de cosas, pero fundamentalmente al hombre. Eliminar esa sensación de fracaso, de inmovilidad que tenemos, sobre todo, los argentinos.
—¿Y no pensás que si la protesta no es el camino, puede serlo la violencia?
—Yo no soy violenta, no podría serlo.
—¿Por qué?
—Porque tomo todo muy a pecho. Yo soy actriz, por ejemplo. Creo en eso y me entrego totalmente. Si creyera en la violencia no sería para ejercitarla desde arriba de un escenario, para escribir canciones amenazantes. No. Tendría que estar en la acción directa. Mi lema es luchar por lo que creo. Es necesario vivir con un mínimo de sinceridad. Uno no puede decir: armémonos y vayan.
—¿No temés que se te acuse de conformista?
—No, porque no lo soy. Yo conozco la pobreza, la miseria. Cuando era maestra normal la tenía junto a mí todos los días. En invierno se me han desmayado criaturas en el colegio. De hambre, de frío, porque en pleno invierno venían con un guardapolvo y nada abajo, ni siquiera una bombacha. Y eso no pasaba en el norte, en las provincias pobres. Pasaba en Ciudadela, a veinte cuadras de la General Paz. Entonces, no vengan a hablarme de la guerra de Vietnam y de la sociedad de consumo.
—Entonces, ¿qué hay que hacer?
—Qué sé yo. Pero estoy segura de que el camino no es tranquilizar la conciencia pretendiendo dejar un "mensaje" a la gente.
—Vos la divertís.
—Sí, y es lo que quiero hacer. Pero no contándole chistes, entreteniéndola solamente. Yo pretendo que la gente participe conmigo de una experiencia escénica y, sobre todo, se comunique. Por eso actúo tan sobre el público y dejo mi copa en su mesa y me siento con él o abrazo a alguien. Porque creo que cuando acabemos con la incomunicación habremos empezado a acabar con la mayoría de nuestros problemas.

revista siete días ilustrados
09/1971