Revista Siete Días Ilustrados
07.09.1970
EL AMARGO TRANCE
"Observé luego al enemigo atentamente hasta que vi que se
acercaba con la estopa encendida a la mecha de su pieza; en
el mismo instante hice la señal para que nuestro cañón
hiciese fuego. Aproximadamente a mitad de camino chocaron
las dos balas con terrible violencia, y el efecto del choque
fue asombroso."
Gotifred August Bürger, Las aventuras del Barón de
Münehhausen.
Una emisora de Mar del Plata recogió, el sábado 29, la
palabra de un jefe policial cuya identidad prefirió
reservar: es posible —dijo— que la serie de atentados
auspiciados por el terrorismo ideológico no haya culminado
con el asesinato de José Alonso. Más adelante puntualizó que
unos 7.000 hombres integran, en la Argentina, una maraña
subversiva perfectamente entrenada y equipada, dispuesta a
producir más violencia.
En el velorio de Alonso, no pocos dirigentes gremiales se
cruzaron un mismo susurro: "¿Quién de nosotros será el
próximo?". Lo notable, lo que asombra, es que tanto estupor
y tanta congoja sean ahora —eso parece— hijos bastardos de
un fantasma ciego: el fatalismo; que el asesinato político
sea tomado, entonces, como una inevitable maldición. ¿Es que
no hay asideros para capear la desesperanza? ¿Es que fuera
de la resignación no caben otras alternativas?
Las hay, por supuesto. El brazo que ejecuta un crimen jamás
obedeció a un conjuro sobrenatural. Y así como la
resignación es apenas un signo de impotencia, la
desesperanza 'es el producto implícito de la incapacidad
para domeñar el odio (como no sea por vía de la represión).
Que un anónimo jefe policial reconozca que la cadena de
atentados habrá de extenderse, significa que la escalada
represiva no es la panacea contra el terrorismo. Frente al
ultraje, la justicia debe, naturalmente, castigar a los
culpables; pero la puesta en marcha de una política que
responda a las inquietudes sociales es capaz de proveer el
antídoto más apropiado para que cada vez haya menos
culpables. Sin embargo, a más de cuatro años de la
destitución de Illia, parece dudoso que la pregonada
transformación revolucionaria habrá, todavía, de producirse.
Ante la manifiesta imposibilidad, por parte del aparato
represor, de asegurar la tranquilidad pública, lo sensato
ahora sería recurrir —prioritariamente— a medidas que se
antepongan y neutralicen el odio y la furia. No es sólo a
través de la retórica oficial como habrán de cauterizarse
las (profundas heridas asestadas a la ciudadanía, a contar
—siquiera— desde el asesinato de Augusto Vandor; no es con
el mero enunciado de aspiraciones de deseos como habrá de
apaciguarse el resentimiento y la desazón de vastos sectores
populares no necesariamente infiltrados por doctrinas
foráneas. ¿Actúa el gobierno con el dinamismo necesario, y
en la orientación correcta; para que su influencia opere a
modo de preventivo de tanto desborde?
"En nuestro país —dijo el presidente Levingston la noche del
jueves 27— no hay un solo Vandor, ni un solo Aramburu, ni un
solo Alonso; hay miles y millones de ellos y cada vez habrá
más". Si la presunción es válida, cabría preguntarse sí esos
miles y millones de argentinos se sienten identificados con
los lineamientos políticos y económicos dispuestos por el
régimen. Caso contrario, ¿por qué no consultarlos? ¿Por qué
no suponer que ese marginamiento constituye uno de los
fermentos de perturbación? La Argentina es un país adulto,
no es un país intelectualmente sub-desarrollado, de manera
que todo déficit de representatividad popular en el gobierno
debe ser asumido (por las fuentes de poder) como un
inevitable contrapeso. Circunstancia que se agrava porque el
poder no produce hechos ciertamente revolucionarios.
A propósito de la muerte de Alonso, monseñor Juan Carlos
Aramburu, arzobispo coadjutor de Buenos Aires, ha dicho que
"la Iglesia confía que, en salvaguardia de los derechos más
sagrados de la persona humana y de los bienes morales y
espirituales de la sociedad, nuestro pueblo continúe sin
desalientos en su tradicional actitud pacífica y
constructiva". Por supuesto, no es sólo el anhelo de la
Iglesia sino de toda la ciudadanía repugnada y temerosa por
el incremento de la violencia. Es el anhelo de quienes no
sólo condenan el crimen y la delincuencia subversiva;
también el de quienes exigen al gobierno la sensibilidad
para hallar el desemboque conciliador. El vigor represivo
debería entonces subordinarse a la idoneidad política para
superar, de una buena vez, este amargo trance.
NORBERTO FIRPO
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