Revista Siete Días Ilustrados
04.12.1972
MEMORANDUM
En la variedad está el gusto. Y el disgusto: mal que les
pese a todos los autores de aforismos, el hombre es un bicho
caprichoso e inestable que cuando está atado a una rutina
sólo piensa en violentarla, pero que en medio del cambio se
aferra a sus planes y hábitos con una ansiedad cercana a la
desesperación. Obligado a definirse entre la inseguridad y
el aburrimiento —alguien dijo que "la vida queda entre la
muerte y el caos"—, el hombre argentino contemporáneo (que
es como decir el lector de Siete Días) termina siempre por
acomodarse a un cierto plan, a un mínimo ritmo o método: a
tal hora se trabaja, a tal hora se duerme, el sábado
televisión y el domingo improvisación. Para nada ajeno a
vicios y virtudes de estas llanuras templadas, el periodista
padece las mismas dudas pero con mayor violencia, mayor
desgaste. Porque a cualquier buen periodista —y en Siete
Días se nota más que en otros lados— le pasa que deslindar
el trabajo del ocio le resulta tarea ardua y a menudo
fallida. La proximidad del verano reactualiza esas tan
habladas confusiones vocacionales, ya que las propias
vacaciones se entremezclan con viajes profesionales quizás
más divertidos (pero más cansadores), y así los tironeos
entre la familia del redactor y quienes planifican el
trabajo en Siete Días se vuelve inevitable, indesglosable. A
esta altura del año quizás el lector ya tenga decidido
cuándo y dónde se zambullirá durante sus vacaciones,
relegando del todo sus preocupaciones de trabajo. La mayor
parte de los hombres de Siete Días también; sólo que ellos
saben que probablemente cambiarán la fecha, o modificarán el
lugar, o terminarán, sí, por cumplir las promesas reiteradas
durante tres temporadas a su familia sólo para llegar a una
playa, descansar tres días, aburrirse el cuarto, y el quinto
enfrascarse en esa tentadora nota "que nadie en su sano
juicio dejaría escapar".
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