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Siete Días Ilustrados

Revista Siete Días Ilustrados
01.04.1974

Primera regata a vela en las Islas Malvinas, organizada por la Armada Argentina
Entre los vínculos estrechados últimamente por los argentinos continentales y los malvinenses, no podían faltar, claro está, los deportivos. Organizada por la Armada Argentina y con el auspicio de la Secretaria de Estado de Turismo y Deportes, y con el apoyo del Club Universitario de Buenos Aires, se disputó en Puerto Stanley —entre el 14 y el 16 de marzo— la Primera Regata a Vela en las Islas Malvinas. En ella se contó con la participación de timoneles y navegantes porteños, del Club Náutico Ushuaia y, por supuesto, con una nutrida troupe de jóvenes isleños. Estos últimos —muchachas y muchachos de rostros blancos y pecosos—, evidenciaron enormes condiciones para la práctica de este deporte. El fuerte viento —una constante que no decrece en ningún momento en las Malvinas— arreció en forma notable y dificultó por momentos la navegación, pero los aguerridos deportistas sortearon con valentía y decisión las intemperancias climáticas. Las delegaciones —encabezadas por el capitán de navío César Alberto Somoza (arriba, izquierda)— viajaron en el barco Bahía Buen Suceso y en un Fokker de la Fuerza Aérea Argentina. Allí estuvo también un redactor de Siete Días: su informe sobre la vida cotidiana en Puerto Stanley aparecerá en el próximo número.

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Entre la intolerancia y la complacencia hay una zona intermedia, un andarivel por el que sólo pueden transitar los racionalistas, los moderados. Parece innecesario demostrar que desde hace cinco o seis años, más o menos, también esa senda se ha vuelto peligrosa. Quienes presumen de que el fuego de la violencia constituye la única salida purificadora, y quienes (del otro lado) se engolfan en la indiferencia, en el mero papel de espectadores, son los responsables de este raro fenómeno: muchos transeúntes de la franja intermedia han sido poseídos por el miedo, temen ser víctimas fortuitas de los furiosos o caer en las redes de la apatía. Semejante proceso, que no reconoce fronteras, empuja al mundo hacia la confusión y el desasosiego.
Constreñidos por esas modernas formas del oscurantismo, los hombres positivos son quienes hilvanan cada jornada con el silencioso altruismo que hace falta para compaginar la dignidad de una familia, tropiezan con el desaliento, les cuesta asirse a la esperanza. Ese esfuerzo —la producción de esperanza es algo más que una artesanía— identifica a los hombres y a los pueblos convencidos de que toda evolución drástica implica una forma de esclavitud, o por lo menos una argucia que la Historia no tolera. Por otra parte, la Historia demuestra que quienes se enrolaron en la esperanza de edificar un mundo para todos —inclusive para quienes discrepan— no son los solapados feligreses del odio ni tampoco los asépticos especuladores de la platea. Entre esos dos extremos, y tras una semana tachonada de atentados, parece perentorio que la Argentina en particular ingrese —de una buena vez— en una etapa reflexiva, bajo el signo de la disensión civilizada, en la que prive el criterio de quienes ansían vivir en paz, un anhelo sustentado por la amplia mayoría de sus habitantes, por los atribulados transeúntes del camino del medio, ese espinazo del país sobre el que, inevitablemente, convergen todos los desencuentros.
EL DIRECTOR

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