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Revista Siete Días Ilustrados 08.06.1970
"Me dirijo al
pueblo de la Nación participando de la misma preocupación e
indignación que provoca un hecho cruel, inútil y agraviante." La
voz y el rostro del presidente Juan Carlos Onganía, difundidos por
la cadena nacional de radio y televisión en la medianoche del
martes 2, denotaban que precisamente preocupación e indignación
eran entonces las fuerzas dominantes de su estado de ánimo. No era
para menos: el secuestro del ex presidente provisional Pedro
Eugenio Aramburu — ocurrido 87 horas antes— sumió al país en un
estado de incertidumbre con pocos antecedentes en la historia
argentina contemporánea. "Este es el grave panorama de nuestros
días que acaba de oscurecer aún más la cobarde agresión a un
hombre público que por ser argentino y haber ejercido difíciles
responsabilidades en la conducción del país, jamás puede ser el
instrumento de la delincuencia internacional para sembrar el caos
en la República", juzgó en otra parte de su discurso el primer
mandatario. Pocos dudaban, aún antes de escuchar estas palabras,
que la senda del terrorismo había desembocado en un callejón sin
salida, después de cosechar múltiples atentados. Los más graves:
el asesinato de los gremialistas Rosendo García y Augusto Timoteo
Vandor, el rapto del cónsul paraguayo y la agresión a un
funcionario de la embajada rusa. Lo que parecían ignorar los
secuestradores de Aramburu es que el golpe contra el ex presidente
era la última "hazaña" subversiva que podía tolerar un gobierno
que intenta garantizar tranquilidad, paz y orden. La respuesta
oficial no se hizo esperar: "No se quiere reconocer que estamos en
guerra en defensa de la libertad", enfatizó Onganía. Finalizado su
discurso, se dio lectura a los trece artículos de una ley,
redactada pocas horas antes, instituyendo la pena de muerte en
todo el territorio del país. Un instrumento legal que se creía
desterrado para siempre. Esta medida, que entró en vigencia el
mismo martes 2 y que reprime con la penalidad que ella misma
establece a los culpables de delitos cometidos aún antes de dicha
fecha, no dejó dudas sobre las intenciones del Poder Ejecutivo:
responder con el máximo rigor a la reiteración de esos hechos
delictuosos. El atentado contra Aramburu despertó, además de
una masiva indignación, no pocas reacciones inesperadas: grupos
tan disímiles como las Fuerzas Armadas Peronistas, los comandos
civiles, la comisión reorganizadora de la CGT, la Unión
Industrial, el partido Comunista —filial Córdoba—, la secretaría
general del Justicialismo y muchas otras agrupaciones se sintieron
obligadas a pronunciarse sobre el episodio, repudiándolo en forma
unánime. Hasta Juan Domingo Perón opinó desde Madrid exhortando a
"quienes puedan colaborar en el esclarecimiento de este lamentable
suceso a que movilicen todos os medios necesarios para lograr,
mediante una acción conjunta, el retorno del teniente general
Pedro Eugenio Aramburu en el menor plazo posible". Pocas veces
un hecho de esta naturaleza conmovió tan profundamente a la
opinión pública. Pocas veces, asimismo, se tejieron tantas
conjeturas sobre los móviles y la identidad de los presuntos
raptores. Un océano de rumores, interpretaciones, versiones,
comunicados, desmentidos, inundó el país. La perplejidad alcanzó
su máxima tensión ante la reiterada falta de respuesta a tantos
interrogantes. Sólo una certidumbre pareció invadir el espeso
clima creado por el controvertido episodio: en la Argentina ha
sonado la hora de la verdad. No parece posible que, en el futuro,
los grupos que operan en las sombras impunemente puedan seguir
haciéndolo. Esto es, al menos, lo que espera la inmensa mayoría de
la población. Lo contrario sería regirse por la ley de la selva,
quedar a merced del más fuerte.
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