Año III Buenos
Aires, 20 al 26 de julio de 1965 Nº 141
CARTA AL LECTOR — "Jornada del Muerto", llamaron
los conquistadores españoles a esa zona desértica de
Alamogordo, Estado norteamericano de Nuevo México. Fue como
una profecía, porque allí —el 16 de julio de 1945— se
ensayó la bomba atómica. Veintitrés días más tarde, a
miles de kilómetros, el arma que aterró a Albert Einstein
—un sabio cuyas teorías la hicieron posible— caía sobre
la ciudad japonesa de Hiroshima; 75 horas después, asolaba
Nagasaki. Ya entonces, en medio de la mayor hecatombe
consumada y padecida por el hombre, el mundo supo que acababa
de afrontar su Segundo Diluvio y de entrar en la Era Nuclear.
Dentro de dos semanas, el vigésimo aniversario encontrará
sin ruinas a Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, el rostro del
pasado todavía está vivo, lacerado, en hospitales y casas,
en el crispado recuerdo de los testigos. Se ha dicho que el
sacrificio de entonces —unos 250 mil cadáveres— fue, a la
postre, un sacrificio fecundo: demostró el increíble poder
de la bomba atómica, sirvió de espejo a la humanidad para
que ante él temiera desatar nuevas guerras aniquiladoras.
Pero, ¿piensan lo mismo los sobrevivientes de la catástrofe?
Desde que el novelista John Hersey trató de averiguarlo, en
1953, ningún occidental repitió esa experiencia en las
ciudades mártires. Primera Plana entendió que, a 20 años de
distancia, todos los documentos históricos no podían ser
suplidos por un testimonio directo. En busca de él envió a
su Jefe de Redacción, Tomás Eloy Martínez: los resultados
de su viaje —casi un mes entre Hiroshima y Nagasaki, 40
horas de diálogos grabados, 400 fotografías— se
transcriben a partir de la página 22. Hasta el martes
próximo.
EL DIRECTOR
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