Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

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Año IV Buenos Aires, 13 al 19 de setiembre de 1966 N? 194
CARTA AL LECTOR
En los últimos diez días, las versiones de que el Primado de la Argentina, Cardenal Antonio Caggiano, estaba obligado a renunciar por un motu proprio del Papa que establece los 75 años como edad límite para los titulares de diócesis arreciaron sobre Buenos Aires y golpearon a las puertas de la Curia Eclesiástica. La noticia fue desmentida, pero la certidumbres de que el Cardenal debe dimitir no quedó atemperada siquiera por la presunción de que Pablo VI lo confirme en su cargo, como hace dos años. Otros tres obispos argentinos están en idéntica situación a la del Primado, y las variantes que esas renuncias podrían imponer a la vida de la Iglesia jerárquica ostentan —pese a la gravedad del episodio— el carácter de una pasmosa, arrebatadora novela, donde la política se entreteje con la diplomacia. Un seguro hilo —los métodos de gobierno a que se atiene Pablo VI— sirve de guía en ese laberinto, cuyo punto de partida está en la página 14.
Otros vericuetos convocaron también, durante la semana pasada, la atención del país. Más allá de las refriegas universitarias en Córdoba (página 12), del tumultuoso sepelio de la señora Silvia Martorell de Illia (página 18) y de las medidas sindicales que fijaron —en ese campo— la fisonomía del Gobierno, muchos ojos se volvieron hacia un edificio macizo, erizado de camiones: el del Mercado de Abasto, en Buenos Aires. Desde mediados de la década del 30, cuando el aluvión migratorio volvió a precipitarse sobre la capital argentina, el acopio de alimentos frescos empezó a ser un problema: se lo resolvió con la ampliación del viejo Mercado; también se crearon otras ferias. Entonces, el Gran Buenos Aires cobijaba a 2 millones y medio de habitantes; ahora, cuando ha llegado casi a los 8, se advierte que aquellas soluciones no bastaban. Los 1.500 millones de toneladas de alimentos que desembocan anualmente en la ciudad se pierden en una red de acopiadores, intermediarios y transportistas antes de llegar a los consumidores. Por esa red se internaron también los redactores de Primera Plana, quienes la descubren entre las páginas 20 y 24.
Menos sonoramente, pero quizá de un modo más penetrante, dos libros cruzaban el río de la Plata, la semana pasada, y revelaban por segunda vez a los argentinos los prodigios estilísticos de Felisberto Hernández, un uruguayo que suele compararse a Borges, con estricta justicia. Esas obras, Por los tiempos de Clemente Colling y Tierras de la memoria, irrumpen casi dos décadas después de haberse editado en Buenos Aires, en medio de un despreciativo silencio, los cuentos de Nadie encendía las lámparas. Es ya una antigua costumbre de Primera Plana descubrir a sus lectores los grandes talentos narrativos de América latina. En el caso de Hernández, cuya obra se comenta en las páginas 70 a 72, tal hecho tiene un acicate: el de advertir que sus ficciones rozan lo genial. Hasta el martes próximo. EL DIRECTOR.

 

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