Films de la Semana
Dos y dos hacen seis
Las dulces noches
El diablo

En busca de un estilo
DOS Y DOS HACEN SEIS (Two and Two Make Six. Inglaterra, 1961) producción British Lion-Bryarton, presentada por Imperial Film; libro: Monja Danischevsky; fotografía: Desmond Dickinson; música: Norre Paramor. Intérpretes: George Chakiris, Janette Scott, Athene Seyler, Alfred Lynch y Jackie Lane. Director: Freddy Francis. 89m.
Esta es una comedia sobre norteamericanos, hecha en Inglaterra y protagonizada por un griego. El cosmopolitismo se acentúa porque el protagonista se llama Larry Curado, nombre de resonancias latinoamericanas —lo que tal vez explica su indisciplina dentro del ejército estadounidense—, y trata invariablemente de hacerse pasar por canadiense.
A causa de un malentendido Larry carga en su motocicleta, mientras huye de la policía, a una muchacha desconocida, en tanto su propia novia va a dar a la motocicleta de otro individuo. Desde el primer momento se sabe que las dos parejas tan disparatadamente formadas terminarán por entenderse, y lo que interesa es el relleno de la historia. Esta incluye a una tía romántica —la increíble Athene Seyler— y bastante menos victoriana de lo que sus sobrinos creen, quien como suele suceder, se llama Phoebe y dirige una escuela de buenos modales "para hijas de gentlemen". El contexto de las costumbres británicas en contraste con las norteamericanas forma una parte considerable de la gracia del film, que guarda una remota vinculación con las comedias "lunáticas" producidas por Hollywood en la década del 30.
Freddy Francis se empeña precisamente en realizar una ilación de gags en el estilo vivaz y violento que fue característico de un Preston Sturges, por ejemplo. Consigue a medias su propósito, porque si bien el libro tiene imaginación visual y ocurrencias agudas, los intérpretes son inmaduros, con excepción del jovial Alfred Lynch. George Chakiris aparece tan insulso como en Amor sin barreras, las actrices jóvenes son como las de todas partes, y la más que madura Athene Seyler domina, con idoneidad y astucia, la interpretación.
En otros tiempos podía pensarse que las andanzas de los protagonistas seguirían a través de una serie por el estilo de la de Andy Hardy. Pero ahora no se usa, y además, los estudios de Shepperton, donde se filmó Dos y dos, están al borde de la quiebra.

 

Ni noches ni dulces
LAS DULCES NOCHES (Le dolci notti, Italia, 1962), producción Italcaribe, presentada por Ocean Films. Guión: Facenna-Scotese. Director: Vinicio Marinucci. Eastmancolor. 95m.
La antología de variedades, iniciada con felicidad por Europa de noche, cae apresuradamente en lo vulgar y en lo torpe. En esta nueva muestra de Vinicio Marinucci (El mundo de noche, 1961), no hay un solo número de calidad ni un hallazgo de ingenio ni un rasgo de buen gusto. La pobreza del show —un mínimo cabaret del puerto de Río, una confitería de Hong Kong, algunas estrafalarias cultoras del strip-tease, de denodada obscenidad— está de acuerdo con la modestia del recorrido, que debe recurrir a no pocos espectáculos diurnos para completar una duración de hora y media.
Entre escuálidas bailarinas, reiteradas damiselas japonesas demasiado o muy poco vestidas, según las circunstancias, y delirantes rumberas, aparecen —insólitamente— gigantescos jugadores de fútbol norteamericano, vaqueros entregados a un rodeo y mexicanos celebrando una burlesca corrida de toros en una aldea paupérrima. El conjunto no es heterogéneo, sino lamentable. De los esplendores iniciales del género, queda muy poco: aquí, ni siquiera una fotografía tolerable o una canción que merezca un recuerdo.

 

Conflicto de morales
EL DIABLO (Il diavolo, Italia, 1962), producción Dino de Laurentis presentada por Artistas Argentinos Asociados; argumento y libro: Rodolfo Sonego; fotografía: Aldo Tonti; música: Fiero Piccioni. Intérpretes: Alberto Sordi, Gunilla Elm-Tornkvist, Anne-Charlotte Sjöberg, Barbro Wastenson y Ulf Palme. Director: Gian Luigi Polidori. 100m.
Rodolfo Sonego es el libretista de Una vida difícil (realizada por Dino Risi en 1961), corrosiva sátira de la sociedad contemporánea a través de su pasión fundamental, el dinero y el lucro, y su consecuencia: la alienación. El diablo plantea en principio un conflicto también apasionante. El que opone dos conductas sexuales: la latina y la nórdica. Para Amedeo (Sordi), próspero industrial italiano que visita Suecia en viaje de negocios, todo lo que ve está envuelto en sombras de pecado. Un apacible pastor protestante (Palme) se empeña en demostrarle que el gusto sueco por el desnudo es perfectamente natural e inocente, y que el pecado no existe donde no hay noción de él. "¿Y el peligro de la corrupción?", pregunta Amedeo; el pastor le contesta: "La corrupción nace de la pobreza y de las necesidades, y aquí esas cosas apenas si existen".
Sin embargo, a la vez que se escandaliza, Amedeo no puede evitar considerarse el representante del tradicional donjuanismo italiano. Estimulado por una disparatada guía de turismo que proclama la libertad erótica de las suecas, lucha con su propia timidez, con su hábito de fidelidad a la mujer que lo espera en Italia, y fracasa siempre porque, como buen latino, no sabe discernir muy bien la frontera entre libertad y libertinaje.
Polidori y su libretista han preferido no ahondar en esas aguas y mantenerse en la superficie, tal vez prudentemente, tal vez por temor. No obstante, al esquivar el riesgo de una posible pesadez discursiva, han incurrido en el exceso contrario, y la intrascendencia domina el film de un extremo a otro, menos en la secuencia con Ulf Palme, que se inicia con una punta de sátira. Sordi, aquejado por un dolor de muelas, recurre el único habitante del lugar que habla italiano, y que resulta ser el pastor; cuando éste se entera de la nacionalidad de aquél, lo interroga con gran entusiasmo, despreocupándose de la obvia tortura que padece Amedeo: "¿Y usted qué piensa del Concilio?"
A partir de ahí, todo se desbarranca en la más pedestre medianía: episodios inconexos, desdibujamiento de los personajes, secuencias adventicias, carencia de imaginación y de auténtica gracia. El pivote de la acción es, por supuesto, Sordi, con su innegable poder de mímica, su capacidad de resumir una vivencia íntegra en un solo gesto, su dominio exacto del grotesco. Pero esta sagacísima compenetración del actor con su personaje tiene el lógico límite que le imponen los alcances del libreto, muy pobres en este caso y directamente apuntados a lo convencional.
Malograda la base del asunto, queda en pie una comedia tenue, precariamente sostenida sobre un constante contrapunto entre las costumbres italianas y las suecas (la "sauna" mixta, por ejemplo, de legítima comicidad). La vaga melancolía, el testimonio vital, mueren apenas insinuados. Es una lástima.
14 de enero de 1964
PRIMERA PLANA

 

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