Films de la Semana

HARAKIRI (Seppuku, Japón, 1963)
CARLOS GARDEL-HISTORIA DE UN IDOLO (Argentina, 1963)
EL HOMBRE DEL CLAVEL VERDE (The Man With the Green Carnation/The Trials of Oscar Wilde, Inglaterra, 1961)
CIELO DESPEJADO (URSS, 1961)
LA ENTREGA (La corruzione, Italia, 1964)
LOS MONSTRUOS (I mostri, Italia, 1964)
Una obra maestra
HARAKIRI (Seppuku, Japón, 1963)
, producción Shochiku, distribuida por AAA; libreto: Shinobu, Hashimoto; fotografía: Yoshio Miyajima; música: Toru Takemitsu; intérpretes: Tatsuya Nakadai, Shima Jwashita, Akira Ishihama, Rentaro Mikuni, Tetsuro Tamba. Director: Masaki Kobayashi. 140m.
Un joven samurai cuyo clan ha sido disuelto por el poder central, en el Japón de 1610, se ve de repente enfrentado a la tisis de su mujer y a la agonía de su único hijo, Kingo. Para arrostrar la miseria, el joven samurai ya ha empeñado su espada de acero —esto es, su honra, el único símbolo de su condición guerrera— y ha disfrazado la venta envainando una hoja de bambú. No le importa echar por tierra las tradiciones, humillarse como samurai para sostenerse como ser humano: por eso, golpea la puerta de una de las grandes casas feudales, en Tokio, y amenaza con someterse al harakiri si no se le entrega una limosna.
Ese punto de partida narrativo, atestado de frases rituales, de oraciones shintoístas y de movimientos dibujados con sacramental solemnidad, engendra uno de los mejores films japoneses que se hayan visto desde Ugetsu (1952), la obra, maestra de Kenji Mizoguchi. El verdadero esplendor de Harakiri está, sin embargo, más en su lucidez crítica que en su lenguaje desposeído de efectos, apoyado sobre una ambientación aséptica, de limpidez casi metafísica, y sobre una fotografía que va marcando la evolución del drama a través de contrastes entre blancos y negros puros. La crítica corre por dos vertientes: la de la mera reconstrucción histórica —a propósito de los códigos de honor samurai y de cómo esos códigos son violentados por los grandes señores— y la de la impugnación al orden social que sostiene y defiende la barbarie ritual del harakiri.
Como en su más ambiciosa obra anterior, la trilogía de nueve horas que compone La condición humana (1959-1961), el realizador Kobayashi, nacido en 1916, descubre un enorme fresco
de decadencia moral a través de la historia de un solo hombre: el protagonista de Harakiri es, en rigor, el suegro del samurai sacrificado. La venganza del viejo (encarnado por el imponente Tatsuya Nakadai, un actor sólo comparable a Toshiro Mifune) asume la forma de una completa humillación a los hombres de la casa feudal: secciona la coleta a sus tres mayores maestros de espada y los fuerza a suicidarse, mata en batalla a cuatro guerreros, y acaba por hacer pedazos contra el suelo al ídolo shinto ante el cual dice sus oraciones el príncipe heredero.
Que ese príncipe trate de silenciar su propio deshonor, que lave en secreto las manchas de sangre que han inundado las paredes de su casa, es todo el nudo dramático que Kobayashi parecía necesitar para delatar la decrepitud de los viejos hábitos nipones, su perduración para servir a los fines de la clase dominante y. en definitiva, su hipocresía, que termina por degenerar en ruina.
Kobayashi integra esa historia dentro de las mejores tradiciones narrativas del Japón, insertando dos largos flashbacks que culminan en otros tantos harakiris, y cuidando de que las palabras disparadas por sus personajes y los cadenciosos movimientos a que se entregan tengan la pureza de los ritos religiosos, su misma chocante animalidad.
Los grandes creadores japoneses se han obstinado en desmentir que la desmesura y la acumulación esotérica son señales de genio; Kobayashi vindica esa idea: en Harakiri, los golpes de violencia se dan con toda su fiereza, sin sustraerle al espectador los hundimientos de espadas en las entrañas de los samurais, las decapitaciones, los seccionamientos de troncos humanos. Lo curioso es que sólo a través de esa ostentación de datos brutales la obra alcanza su aliento trágico, su profundidad casi shakespiriana.
Harakiri, que en 1963 perdió por dos votos la Palma de Oro en Cannes —donde la obtuvo El Gatopardo, de Luchino Visconti—, no es sólo un film de primer orden: es también una de las escasísimas obras que, a poco de engendradas, tienen ya el aire de un verdadero clásico.


Cada vez canta mejor
CARLOS GARDEL-HISTORIA DE UN IDOLO (Argentina, 1963)
; producción de Juan Schroder; libreto: Solly fotografía: Ignacio Souto. Director: Solly. 85m.
En junio de 1935, un accidente aéreo, en Medellín, Colombia, convirtió a un ídolo en mito, a una voz grave en la Voz, a un hombre maduro, un tanto avejentado y obeso, en el prototipo del porteño o, según algunos, del rio platense.
Solly y el productor Schroder quisieron rendir a Carlos Gardel algo más que un homenaje: una interpretación. Quisieron responder a tres preguntas que se formulan al comienzo del film: ¿cómo era?, ¿qué fue?, ¿qué significa? Pronto se comprende que los desbordó el personaje.
Si algo salva el esfuerzo de Solly, es que prefirió la riqueza de lo documental a las facilidades de la ficción, de la invención. Eso se ve en la paciencia con que desbrozó archivos y sobrevivió entre los 200.000 metros de celuloide consultados hasta llegar a los 2.100 finales. Pero amontonar documentos no basta; tampoco basta haber usado a Gardel como pretexto pata una revisión de época. No cabía otro camino: Gardel no fue un caso aislado, y su asimilación al contexto histórico y social es impostergable.
La vida de Gardel está plagada de lagunas; Solly no las investiga. En otros casos, prefiere divagar y sostener que el tango "nació en el corazón de Buenos Aires". Se atiene levemente a los acontecimientos extranjeros, y no marca demasiado los locales; concede más importancia a la pelea Firpo-Dempsey que al crack del 29. Ese desequilibrio oblitera las buenas intenciones de la obra, hace que deje de ser el ensayo serio que la Argentina debe aún a Gardel y se convierta en una glosa demagógica y hueca.
La banda sonora, por boca del actor Tito Lusiardo y del locutor Julio Jorge Nelson, rebaja aún más el film, le asesta un comentario que usa versos de Borges y tiradas espesas para decir lo que, generalmente, las imágenes dicen con un poder abrumador. Paradójicamente, esta recargada literatura es la que hostigó a Gardel en vida, la que lo malversa desde 1935, la que cree que un mito se mantiene únicamente sobre la base de la cursilería.
Pese a todo, vale la pena ver la película, entretenerse con su material documental. La personalidad de Gardel es tan maciza que se yergue sola por encima de los errores.


EL HOMBRE DEL CLAVEL VERDE (The Man With the Green Carnation/The Trials of Oscar Wilde, Inglaterra, 1961), producción Ruth en tecnicolor y tecnirama, para Rank; intérpretes: Peter Finch, Yvonne Mitchell, James Masón, Nigel Patrick. Director: Ken Hughes. 125m.
Aunque la obra se cierra con la partida de Wilde hacia Francia, luego de su encierro en Reading, y sustrae así el fragmento más patético de su biografía, este ensayo de Ken Hughes vale ante todo por su estricta fidelidad hacia el texto de los procesos wildeanos —según los documentos de Robert Ross, íntimo amigo del dramaturgo—, por la espléndida recreación moral y escenográfica de la época victoriana y por la composición que Peter Finch hace del personaje de Wilde, dotándolo de la misma untuosidad, presunción y genialidad verbal que Frank Harris ha subrayado en su estudio sobre el controvertido escritor irlandés.
El resto flaquea porque Hughes ha puesto demasiado empeñó en vindicar la memoria de Wilde: eso lo fuerza a transformar al marqués de Queensberry —padre de lord Alfred Douglas, el amante de Wilde— en una opaca caricatura y a dar a la figura de la esposa de Wilde (Ivonne Mitchell) un relieve que, en rigor, nunca tuvo.
Sin embargo, las distorsiones están compensadas por el análisis a fondo que Hughes formula a propósito de los jueces en cuyas manos cayó Wilde. Es un pretexto para impugnar la atmósfera puritana que respiraba Londres en la segunda mitad del siglo XIX y la hipocresía de sus comerciantes, que atestaron librerías y teatros de literatura wildeana antes del proceso, y encajonaron los libros después del veredicto adverso. También por ese costado crítico, Hughes suele incurrir en excesos: al describir el remate de los bienes de Wilde o su entrada en la cárcel, muestra corros de londinenses con los puños en alto; esto es, señala lo superficial de la vejación, no el mortal abandono en que el escritor quedó sumergido.
Lo que importa de esta obra menor, pues, es su voluntad de respeto: no es una actitud que abunde para con Wilde y su memoria.


El hielo del deshielo
CIELO DESPEJADO (URSS, 1961)
, producción Mosfilm, distribuida por Artkino; libreto: Dantil Jrabrovitski; fotografía en magicolor: Serguei Popuyanov; intérpretes: Nina Drobisheva, Evgueni Urbanski. Director: Grigori Chujrai. 105m.
Es un equivalente estricto del discurso de Nikita Kruschev ante el XX Congreso del Partido Comunista, en 1956: tiene su misma voluntad de desmitificación stalinista, pero a la vez incurre en los desbordes de demagogia, dogmatismo e inflexibilidad humana que está impugnando. Al revés de las otras dos obras realizadas por Chujrai, El 41 (1956) y La balada del soldado (1959), los hechos políticos son aquí más potentes que los hechos expresivos: a la manera de los epígonos del realismo socialista impuesto por Stalin, Chujrai elabora una anécdota romántica apoyada sobre ampulosas imágenes y sobre constantes virtuosismos de compaginación. Aunque el drama es individual, el verdadero golpe de la obra está en su costado épico; aunque cuenta una historia de deshielo ideológico, su estructura es la de una helada novela rosa.
Sasha, una operaría que queda sola en su casa provinciana durante la Segunda Guerra, convive cuatro días con Alexei Astajov, un piloto; después él vuelve al frente, ella espera un hijo, y los partes de guerra anuncian, hacia el fin del otoño de 1942, que el avión de Astajov ha sido derribado por los alemanes, y que el Estado Mayor soviético ha resuelto conferirle, post mortem, la Orden de la Bandera Roja.
Lo que sigue no es del todo verosímil, porque el difunto resucita —en una escena a la que Chujrai ha empañado con filtros celestes, fantasmales, ajenos al cerrado realismo del relato—: Sasha sabe ahora que su Alexei ha sido aprisionado por los nazis, y que, en consecuencia, se ha vuelto sospechoso de delación a los ojos stalinistas. La dipsomanía, la abulia y las discusiones familiares cubren el tercio final de Cielo: sólo se interrumpen los desastres cuando muere Stalin; entonces, Chujrai describe cómo el sol asoma detrás de nubes amenazadoramente amontonadas, cómo los flujos de agua empujan los bloques de hielo hacia el mar y los disuelven.
Obviamente, ése es el principio de la vindicación en que Sasha siempre confió: la penúltima imagen de Cielo despejado persigue las evoluciones de un inmenso avión, piloteado por Astajov; la última señala nostálgicamente a Sasha alejándose en un taxi, rumbo a su casa. "Las cosas han cambiado desde que murió Stalin", le dice la ex operaría al ex prisionero.
Pero este film también implica un cambio grave para Chujrai, quizá el talento mayor con que contaba el cine soviético después del eclipse de Kalatazov (Pasaron las grullas) y del silencio de Serguei Bondarchuk (El destino de un hombre): hay demasiada explicación política, demasiado panfleto verbal como para que el lenguaje de Chujrai quede asfixiado, como para que su desvío de lo épico hacia lo individual parezca falso. Cuando Cielo despejado fue presentado en el II Festival de Moscú (1961), los intelectuales soviéticos señalaron que había allí una ruptura con Stalin, pero no un apuntalamiento a la acción de Kruschev. También esa fue una forma de condenarlo.


Cuando no es oro...
LA ENTREGA (La corruzione, Italia, 1964)
, producción Bini para Arco, distribuida por Gala; libreto: Liberatore, Bolognini, Gicca; fotografía: Leonida Barboni; música : Giovanni Fusco; intérpretes: Rossanna Schiaffino, Alain Cuny Jacques Perrin, Isa Miranda. Director: Mauro Bolognini. 87m.
Si se juzgase por la concentración de fuerzas, La entrega debiera ser una gran obra: incluye a un fotógrafo de primer orden, al mejor músico de films con que cuenta Italia, a una Schiaffino convertida finalmente en actriz y a otros tres intérpretes (Cuny, Miranda, Perrin) de talento probado. Para apuntalar semejante columna, el irregular Mauro Bolognini (44 años, responsable de Il bell Antonio y de La Viaccia) apeló a un tema incisivo —el enfrentamiento entre un adolescente decidido a profesar en un convento, y su madre, un poderoso editor agnóstico que procura quebrar la decisión del hijo entregándolo a las efusiones de su propia amante—, y desplegó, además, todo su refinado barroquismo formal.
El resultado es, sin embargo, ambiguo, desposeído de pasión, varado en la mera superficie del conflicto: por primera vez, Bolognini recurre al discurso, a los diálogos explicativos, a las citas famosas —de Baudelaire, de Santo Tomás—; cuando describe una fiesta literaria en Milán (episodio que ya estaba en La noche, de Antonioni), prefiere las generalidades a la emisión de nombres propios (como el del poeta Quasimodo, en La noche). Cuando cuenta la corrupción con que el editor violenta a su hijo, sobre un yatch que memora el de La aventura —otro film de Antonioni— persigue encuadres insólitos y emplea filtros fotográficos en lugar de señalar con claridad cómo evoluciona el personaje desde su virginidad hasta su claudicación sexual.
Como casi toda la obra de Bolognini, La entrega exhibe un universo mórbido donde la mujer asoma como la responsable del Mal. Tal clave está aquí demasiado explicada, y en su martilleo hay más convicción que talento.


...todo lo que reluce
LOS MONSTRUOS (I mostri, Italia, 1964)
, producción Cecchi Gori, distribuida por Ocean; libreto: Age, Scarpelli, Petri, Scola, Risi; fotografía: Alfio Contini; música: Armando Trovaioli; Intérpretes: Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Marisa Merlini, Michele Mercier. Director: Dino Risi. 120m.
Aunque la intención del italiano Dino Risi (48 años, autor de Bellas pero pobres, 1957, y de Una vida difícil, 1961) era desnudar la hipocresía, la idiotez y el demonismo que respira en mucho ser humano, Los monstruos acaba por parecer un pretexto para que Gassman y Ugo Tognazzi alardeen de sus ductilidades histriónicas. La idea no es del todo fútil, porque confirma una impresión que asomó en La marcha sobre Roma, otro film de Risi: allí también Gassman tendía a la caricatura, a la fácil machietta. al despliegue teatral en la composición de su personaje; Tognazzi, en cambio, ostentaba un estilo casi perfecto, hecho de silencios, de alusiones sesgadas, de estricta comprensión respecto de lo que significa el lenguaje del cine.
Esta vez, Risi los enfrenta a través de 20 pequeñas historias, cuyas duraciones oscilan entre el cuarto de hora y el minuto: son ráfagas de vida cotidiana abrumadas a menudo de sensacionalismo y de demagogia; en ese bloque, Gassman encarna sucesivamente a un futbolista fanático que descuida a su hija enferma, a un automovilista ególatra, a una escritora ninfómana que emplea su influencia en los jurados literarios para congraciarse con los hombres que elige: Tognazzi, a su vez, compone a un diputado venal —en el mejor episodio de la serie— a un marido traicionado por su pasión hacia los espectáculos televisados, a un comprador reciente de un Fiat, entusiasma do por estrenarlo con una prostituta.
La levedad de ese material fuerza a Risi a arrastrarse entre golpes de efecto e invectivas de mal gusto: su más pueril sorpresa empieza por describir a un afectado cliente de peluquería mientras se deja manicurar y sombrear los ojos cuidadosamente y termina con la descripción del mismo hombre, en hábito sacerdotal, lanzando un sermón hipócrita por televisión. El estilo de Risi queda ahí al descubierto: es un artesano que sabe lo que quiere, pero que rara vez acierta a comunicarlo.


21 de abril de 1964
PRIMERA PLANA

 

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