Críticas de cine
Boulevard del rhum
El jardín de las delicias
Adiós Sabata
Lo mejor de la semana
por Héctor Grossi

BOULEVARD DEL RHUM
Podía esperarse algo más serio de un cineasta como Robert Enrico, quien empezó con El puente sobre el Río Hibou (medio metraje premiado en varios festivales de cine-arte). Pero ya se ha advertido —en sus últimos films, sobre todo Los aventureros— un brusco viraje a lo fácil. Si bien el comienzo de El boulevard del Rhum anticipa para Lino Ventura un destino trágico —el del aventurero (para qué cambiar) obligado a ser víctima del "juego del ciego" especie de ruleta rusa donde un desesperado se juega la vida ante balas disparadas en la oscuridad—, bien pronto el tono deriva a la superficialidad con personajes de deliberado pintoresquismo y cabriolas farsescas. Enrico ubica la acción en las Antillas como si fuera en un "music hall"; allí, en ese marco de generosos decorados naturales, después de media hora de máscara pétrea de Lino Ventura, aparece Brigitte Bardot como Linda Lame, una estrella del cine mudo, y se apodera de la película, moviéndose con gozo en ese mundo, con breves trajes de lentejuelas, pedrería, sombrillas, bailando charleston como una Mae Murray con perfume de París.

Se supone que Lino Ventura se ha convertido en un feroz contrabandista de ron, en tiempos de la ley seca norteamericana. El hecho de ver a Linda Larue en un film y conocerla después, lo convierte en un león domesticado. Del agitado mar de filibusteros se pasa a hoteles, salones y lugares de diversión de recargada suntuosidad. Una bagarre final, a la manera de los westerns norteamericanos, trata de animar la cosa. Desde luego el marco visual de las Antillas es hábilmente explotado por Enrico y el fotógrafo Jean Boffety. Lo que no convence es el tono, o la falta de tono, de la historia. Es un divertisement que no divierte. Algún toque feliz, como la intervención del noble inglés que juega al pirata, se casa con Linda Larue y se obstina en batirse a duelo con Ventura, no rescata el espectáculo. Robert Enrico ha atravesado demasiado pronto "el puente": del otro lado se encontró con la orilla cómoda del producto comercial. Parece haberse detenido allí. Es un descanso peligroso: puede conducir a la nada. Por lo pronto, esta obra se aproxima a ella.

 

EL JARDIN DE LAS DELICIAS
Si en un film español figura el nombre de Rafael Azcona como argumentista, siempre aparece un coche de ruedas. El nombre que practicó el humor negro junto a las barbas del itálico Marco Ferreri (precisamente El cochecito es un título definitorio) se une aquí a su compatriota Carlos Saura y la infaltable silla de ruedas se multiplica al final en un cuadro alegórico.
Del film quedan dos grandes ojos llenos de espanto, por las revelaciones del subconsciente. Son los ojos de Antonio Cano, el inválido que asiste desde su silla al redescubrimiento de su
propia vida. Es un industrial español, inválido y amnésico. Sus familiares se afanan por curarlo y ponen en práctica singulares medios: reconstrucciones escénicas que le produzcan shocks capaces de llevarlo a rememorar su pasado. Tanta preocupación tiene un único motivo: el inválido ha depositado millones en un banco de Suiza, en una cuenta secreta, y se trata de que recupere la memoria para que les diga de qué banco y de qué cuenta se trata.
El tiempo es puramente mental, y a pesar de la morosidad externa adquiere una insólita intensidad. Un orden ya vencido aparece desollado con impiedad. En el juego de humor negro se mueven piezas sádicas y demoledoras crueldades. El inválido y sus familiares asisten a un juicio final anticipado. Todos los personajes, está dicho, terminan en el jardín, moviéndose en sillas de ruedas. Esta imagen de la invalidez de la sociedad burguesa es considerable (y de una valentía excepcional) dentro del cine español. Con algo de Buñuel (ese cerdo que irrumpe en la habitación de los ricos), bastante de Azcona y mucho de sí mismo, en el riguroso tratamiento cinematográfico del tema, Saura se ubica con El jardín de las delicias en un lugar de privilegio; su inteligencia y su valor hacen recordar al Bardem de los primeros tiempos. Es de desear que no abandone, como éste, el camino.

 

ADIOS, SABATA
En un momento la decadencia de Yul Brynner pudo ser risueña pero al verlo en este film repitiendo en forma caricaturesca su personaje de Sabata se siente tristeza. Es la misma tristeza que se experimenta al pensar que detrás del nombre de ese director que figura en los títulos, Frank Kramer, se esconde algún realizador italiano con talento y sin contrato, que aplica su oficio sin amor, con cinismo, en la manufactura de la degeneración de un western típico. Yul Brynner viste su traje de cowboy negro, con abalorios carnavalescos y un múltiple fusil, tipo James Bond, que liquida a cuanto rival se le ponga por delante. De Raskolnikoff a Sabata: tremenda trayectoria para un actor que soñó con ser alguien. Los enormes predios de Cinecittá sirven para reproducir un dudoso panorama de México durante el imperio de Maximiliano de Austria. La palabra "revolución" se repite como un estribillo en boca de "extras" barbados que tratan de adquirir un aspecto mexicano. Es imprescindible que los personajes aparezcan armados.
El film marca un record de muertos en un mínimo de tiempo. Ni siquiera puede tomárselo en broma: tanta estulticia aburre. Yul Brynner llega a creer que es Sabata, el imperforable, y dirige su cuarto de sonrisa irónica hacia sus rivales, sus ocasionales amigos, la revolución, y marca el exterminio. En el reparto figura el contestatario Dean Reed. Adiós, Sabata puede ser un título premonitorio.
Héctor Grossi (acerca del crítico ver https://es.wikipedia.org/wiki/H%C3%A9ctor_Grossi)

 


LO MEJOR
• VERANO DEL 42 (Capítol). Es una historia de amor. Pero no es Love Story. Llega a su 15a. semana en su sala de estreno. Robert Mulligan se supera en este film sobre la adolescencia, sobre todo en la secuencia final, cautivante, poética.
• 2001 ODISEA DEL ESPACIO (Cosmos), de Stanley Kubrick. Deslumbrante despliegue cinematográfico para elaborar una alegoría sobre la conquista del espacio y el hombre del futuro.
• EL SALARIO DEL MIEDO (Luxor, Losuar). Sin duda el mejor filme de René Clouzot, con suspenso a la dinamita y la revelación de Yves Montand como actor.

Revista Siete Días Ilustrados
24.01.1972

 

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