Espectáculos
El mundo, asesinado entre carcajadas
Le bastaron cuatro films al realizador norteamericano Stanley Kubrick (35 años), los cuatro primeros, para poner al descubierto que su tema era el ultraje, que sus personajes se mueven sólo sobre goznes de humillación o prepotencia. Su séptima obra, elaborada en Inglaterra, es una síntesis de esa actitud: se llama: Dr. Extrañoamor o Cómo aprendí a despreocuparme y amar la bomba (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worring and Love the Bomb), y es una típica alegoría sobre el fin de los tiempos.
El presidente de los Estados Unidos es un tal Merkin Muffey; el primer ministro soviético, Dimitri Kisoff; y el embajador, De Sadesky; hay, además, en juego, un militar, el general Jack D. Ripper, comandante de la base aérea de Burpelson. La pieza maestra es él.
Ripper es un maniático, un fanático derechista que introduce flúor en el agua potable de la población norteamericana, y decide por cuenta propia emprender el bombardeo atómico de Moscú. Todo parece perfectamente natural, casi familiar. Según el propio Kubrick ha explicado, "el gran mensaje de la obra está en su comicidad; ¿no es cierto que las cosas más atrozmente realistas suelen ser también las más divertidas?".
La reflexión es abstrusa, pero Dr. Strangelove prueba que no está contaminada de exageración. Es hilarante observar al actor Peter Sellers —en el papel del presidente Muffey— mientras habla por teléfono con Kisoff para discutir sobre cuál de los dos lamenta más la declaración de guerra. Los límites cómicos de la obra se ensanchan también después de la masacre: entonces, los pilotos que sobrevuelan el territorio devastado, en sus bombarderos B-52, observan entre las ruinas pequeños médanos de rublos, dólares, oro, Benzedrina, cigarrillos, ropa de nylon, chocolates, chicles y tranquilizantes, hasta que uno de ellos dice: "Con todo esto podríamos pasar en Las Vegas un espléndido fin de semana".
Sellers encarna también al ayudante de Ripper, un capitán llamado Mandrake, que es el único hombre sobre la Tierra capaz de detener el mecanismo de la bomba. Hacia el final de Dr. Strangelove, Mandrake procura comunicarse con el presidente: le telefonea, pero en la Casa Blanca no reciben mensajes de capitanes desconocidos.

Juegos prohibidos
La obra incluye quizá exceso de caricaturas, pero a través de ellas tiende a sugerir que los seres humanos no están lo suficientemente organizados como para manejar sin riesgo la bomba de hidrógeno. Casi todas las ridículas discusiones que el film injerta sobre la muerte del mundo delatan, bajo su cáscara de gracia, el aroma de las cosas posibles. El general Buck Turgidson, por ejemplo (encarnado por George C. Scott), procura forzar la marcha de las operaciones y borrar a la Unión Soviética del mapa. "El contragolpe rojo —dice— no puede costarnos sino unas diez o veinte mega-muertes." Kubrick ha querido que ese fragmento tenga una respiración demencial, que el tono empleado por Scott sea casi deportivo, sobre todo al subrayar los diez o veinte millones de cadáveres norteamericanos que puede sembrar su estrategia.
El brioso Kubrick ha sido todo en Dr. Strangelove, excepto intérprete: buscó la historia, redondeó el libreto, eligió los actores, contribuyó a la iluminación, se metamorfoseó en reflectorista, dibujó el vestuario, compaginó el material y supervisó la publicidad previa al estreno. Como, además, la obra fue elaborada sin la cooperación de ninguna oficina que dependiese del gobierno norteamericano, Kubrick tuvo que desempeñar también la asesoría militar: en ese terreno, toda su experiencia proviene de haber visto medio millar de films bélicos en el teatro Loew, de Nueva York.
Por supuesto, Dr. Strangelove no contó con la ayuda del Pentágono. La cabina del bombardero B-52 tuvo que ser armada de acuerdo a treinta fotografías publicadas en revistas británicas, a un costo de cien mil dólares. Para filmar las evoluciones aéreas de los B-52 se apeló a pequeños modelos de tres metros y a maquetas móviles de 6 mil dólares cada una.
Lanzar una alegoría sobre el fin del mundo es algo que viene apasionando a Kubrick desde 1956, cuando su período de aprendizaje se había completado ya con Fear and Desire (1953) y Killer's Kiss (1955), y los críticos comentaban con abierto respeto su primera obra notable, Casta de malditos (The Killing, 1956), donde todas las tradiciones del thriller norteamericano eran decantadas y ajustadas por un estilo lleno de tensión. Por aquellos años, según él mismo ha confesado, devoró unos 70 libros vinculados a la guerra nuclear, se suscribió al Boletín de los Científicos Atómicos y consumió cientos de panfletos, hasta que por fin cayó en sus manos Alerta roja, una novela menor sobre el holocausto de un jefe aéreo durante la última masacre de la Tierra.
Esperó otros cinco años, y apenas consumó el lanzamiento de Lolita, convocó al escritor Terry Southern y le pidió una adaptación. Trabajaron juntos cuatro meses consecutivos, sin tregua, durmiendo no más de 5 horas por día. "Nos cambiamos el metabolismo: mientras yo tomaba Dexamil —un estimulante del sistema nervioso—, Stanley se aplacaba los nervios con Seconal."

Nada de bromas
Alerta roja era un libro demasiado serio para lo que Kubrick quería. Cuando imaginaba mentalmente el film, cada fragmento le parecía exageradamente divertido. "¿Cómo diablos —ha dicho— el presidente de USA podría llamar al primer ministro soviético para avisarle que entre sus planes inmediatos figura el arrasamiento de Moscú? Dios mío, eso suena atrozmente ridículo."
Cada vez más le interesa a Kubrick lo fantástico, lo improbable, lo que él llama una "comedia pesadillesca": ahora, su plan inmediato consiste en escribir un tema donde ocurra "algo espantoso, no sé bien qué, pero tan real que parezca inevitable".
La crítica británica en bloque ha juzgado a Dr. Strangelove como el mejor film de Kubrick, inclusive por encima de La patrulla infernal (Paths of Glory, 1958): su presupuesto fue apenas inferior al millón y medio de dólares, y Kubrick consiguió trabajosamente ese dinero al hipotecar una granja paterna y convencer a los ejecutivos de la Columbia Pictures de que distribuyesen mundialmente la obra. Sin embargo, Southern ha reflexionado así: "Si alguien hubiese llevado nuestro libreto a uno de los grandes estudios de Hollywood, la reacción hubiera sido, seguramente, una incendiaria mirada que castigase nuestra pésima broma."
En su ruidosa casa de Picadilly, en el centro de Londres, Kubrick acumula notas y más notas sobre temas de ficción científica, lee y emborrona las novelas de Bradbury, Olaf Stapleton e Isaac Asimov, con una devoción devoradora. "Quisiera escribir una historia sobre la superpoblación —ha declarado al semanario The Observer hace una semana—, una historia ambientada en el año 2020, cuando el último de los seres humanos recién nacidos no halla sitio dentro de un cuarto atestado." Más que las bombas, las explosiones solares o los bruscos enfriamientos geológicos, es el crecimiento de la población —según Kubrick— lo que acabará por exterminar al hombre. "Como si nos ultrajáramos a nosotros mismos todos los días", concluye.
Como la propia biografía de Kubrick tiende a demostrarlo, su talento está más próximo al periodismo que a la creación de films; escribió excelentes notas sobre la vida norteamericana en la revista Look; fue uno de los más prominentes fotógrafos de la empresa Time-Life: su devoción por las premoniciones es una manera de imaginar como realizador lo que no puede decir como cronista.
31 de marzo de 1964
PRIMERA PLANA

 

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