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Cine
Un maestro del western revela que los toros son su verdadera pasión Budd Boetticher
En 1957, después de ver "Hombres sin destino"
en una salita de tercer orden, el crítico
André Bazin insinuó que quizá Budd Boetticher,
responsable de ese film, era "el más grande
realizador de westerns en la historia del
cine". Pero el apasionado Bazin no sabía
entonces que los temas del Oeste eran para
Boetticher un mero sucedáneo de su verdadera
pasión: el toreo.
Nacido en Chicago a principios de 1916, Budd fue, hasta los 13 años, una figura popular en las ligas estudiantiles del béisbol. Entonces se fracturó el fémur derecho y tuvo que ir a México para reponerse. No bien le quitaron su coraza de yeso, quiso practicar en los redondeles de Guadalajara todo lo que había leído sobre tauromaquia. Ya era un matador aceptable cuando lo descubrió Rouben Mamoulian y lo contrató como consejero técnico de su film Sangre y arena (1941). Todavía no se llamaba Budd, sino Oscar Boetticher, jr.: sólo en 1951 cambió de nombre. Por esa época, John Wayne había conseguido incorporarlo ya al equipo de directores de la Universal, forzándolo a aceptar una decena de films menores sobre tauromaquia. El mejor, Muerte en la arena (The Bullfighter and the Lady), data de ese año, y, aunque a partir del 56 Budd logró acumular algunos títulos excelentes (Día de justicia, 1957; Patrulla de audaces, 1958; El secreto del jinete, 1959; Estación Comanche, 1959), la nostalgia de sus años mexicanos nunca dejó de acuciarlo. Sólo ahora, tras 4 años de inactividad (su última obra fue Fin del rey del crimen, admirable documento sobre un caudillo del hampa), pudo volver a lo que quiere. A principios de agosto puso fin a una novela suntuosamente llamada El largo y difícil año de los Rolls Roy ce blancos (The Long Hard Year Of The White Rolls Royce), en la que refiere las ácidas dificultades que afrontó en Hollywood cuando intentó filmar la biografía del torero Carlos Arruga. Tres días después de entregar los originales a su editor, Budd inició un documental sobre el propio Arruza, al que, provisionalmente, bautizó Ole. "Siempre quise decirle la verdad a la gente —dice Boetticher—. Por eso tengo tantos enemigos. Cada mañana, mientras me afeito, miro mi cara en el espejo, y no odio nada de lo que ese rostro representa." El héroe ante el peligro Según Boetticher, todos sus films, inclusive los peores, ostentan un mismo y renuente concepto del héroe: "Las criaturas heroicas son aquellas que hacen lo que quieren, aunque en la faena haya constantes riesgos de muerte." Esa idea ha ido gestando un cerrado concepto sobre Budd: casi toda la crítica insiste en que él es un ser ávido de violencia, un sádico que sólo es capaz de crear en medio de aluviones de sangre. Boetticher no cree que esa opinión lo agravie: "Yo pongo siempre mi vida al borde de la muerte —ha dicho—, porque siento la necesidad de buscar excitaciones físicas y mentales. Ustedes pensarán que un americano torero es algo escandalizante. Y puede que tengan razón. Pero soy un torero, no un matador. Desde los 23 años lidié en casi todas las arenas de México, y la única vez que liquidé a un toro descubrí que era a mí mismo a quien estaba asesinando." Para Boetticher, la tauromaquia es, ante todo, un sentimiento religioso: "Mi pasión no consiste en arriesgar estúpidamente la vida. Sólo me preocupa saber qué hay en el filo justo donde la vida comienza a mezclarse con la muerte. Por eso he saboreado en mis corridas cada minuto, seguro de que todo accidente sería una suerte de ofensa contra el Gran Dios Toro." Desde Seven Man From Now (Hombres sin destino), Boetticher ha trabajado casi exclusivamente con Randolph Scott En Olé hará de él un decrépito maestro de la arena, un viejo matador que sueña con recuperar la supremacía. De esa manera, Scott no sólo será una imagen del mexicano Carlos Arruza. También delatará las neurosis, las frustraciones y las melancolías de un Boetticher que empieza a sentirse desplazado. PRIMERA PLANA 8 de octubre de 1963 |
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