Espectáculos
Los grandes golpes del cine español
Una antología y un inteligente balance
Pietro Germi
Jacques Tati, en pos del tiempo perdido
Réquiem para el que dirigió a Gardel
LOS MIL OJOS DEL DR. MABUSE
LA LISTA DE ADRIAN MESSENGER
EL COMISARIO

Los grandes golpes del cine español
Ahora es incontestable: la joven guardia del cine español ha reconocido en Carlos Saura (32 años) a su jefe de fila, y sólo espera que el lanzamiento de Llanto por un bandido, biografía de El Tempranillo, ambientada en los años de la invasión napoleónica (PRIMERA PLANA, número 53, página 50) revolucione todas las estructuras industriales y permita el acceso a primer plano de los recién llegados. No menos de siete realizadores componen una suerte de potente coro en torno de Saura: Manuel Summers (Del rosa al amarillo), Juan Atienza (Los dinamiteros), Ramón Comas (Pío Baroja, Nuevas amistades), Jorge Grau (Noche de verano), Julio Diamante (Cuando estalló la paz), Francisco Regueiro (El buen amor), Francesco Prosper (Tercero izquierda). Todos reconocen que "jamás se han puesto medios de producción tan importantes en manos de una nueva escuela dentro de España".
Curiosamente, ninguno de ellos está influido por Luis Buñuel, "cuya obra — como dice Saura— nos conmueve más en un sentido moral que estilístico"; se sienten más próximos a Truffaut o a Resnais, por ejemplo, aunque la verdadera fascinación viene de Italia, de los jóvenes como Zurlini, Francesco Rosi y Vittorio De Seta.

El lugarteniente
Dentro de ese complejo mundo de búsquedas y tendencias, Saura ha encontrado hace poco un lugarteniente digno de él: es Jaime Camino (29 años), cuya primera obra, Los felices 60 (1963), ha sido comparada con el Antonioni de la última época. Es la crónica de la madurez de una mujer v de su encuentro con un amor que casi inmediatamente se le revela imposible. La típica incomunicación de Antonioni ha sido sustituida aquí por la imposibilidad, inherente a los tabúes que dominan la burguesía española.
Pero Los felices 60 se desarrolla sobre varios planos: la heroína, encarnada por una hermosísima actriz soviética, Yelena Samarina, es el centro de una tela de araña tejida por elementos casi contradictorios (la amistad de un pescador joven, la incomprensión de su marido, su aventura con un español recién llegado de USA, la ternura hacia los hijos, la dificultad para entender a las gentes de su propio mundo, esto es, la alta burguesía de Barcelona).
La obra parece haber revelado no sólo ambición en el joven Camino sino también un fuerte estilo personal, que sabe combinar sabiamente la crítica de costumbres con un melancólico lirismo. Según el propio realizador ha declarado, Los felices 60 quiere ser "un documento sobre la libertad de amar". Todo el cine de España, a lo que parece, maneja ahora el mismo santo y seña: hasta los dos popes de 1950, Juan Antonio Bardem (41 años) y Luis García Berlanga (42 años), están analizando en sus últimos films variantes sobre la libertad, desde una perspectiva patética (Nunca pasa nada, Bardem) o humorística (El verdugo, Berlanga). La diferencia consiste en que ya de ellos no se espera demasiado.

Literatura
Una antología y un inteligente balance
La abundancia de literatura sobre el cine declinó en los últimos tiempos en las librerías de Buenos Aires. Luego de un fuerte impulso registrado entre 1955 y 1960, que coincidió con una colección estable (ediciones Losange) y la importación de volúmenes extranjeros, el fervor comenzó a debilitarse. La empresa Nueva Visión, por ejemplo, no consiguió imponer en el mercado De Caligari a Hitler, de Sigfried Kracauer —el más valioso estudio del cine alemán hasta la época de la Segunda Guerra—, que puso en venta en 1962.
En las últimas semanas, sin embargo, se distribuyeron dos volúmenes de interés:
• El arte del film (ediciones Peuser. 278 páginas, 220 pesos) es una recopilación de 37 artículos, realizada por el norteamericano Lewis Jacobs (autor de un conceptuoso trabajo: The Rise of the American Film, 1939). El objetivo esencial de esta antología es poner al alcance del público de USA, país parco en publicaciones cinematográficas, materiales dispersos en revistas y diarios; se trata, en esencia, de despertar la curiosidad del no aficionado y estimular la del especialista.
Los materiales no están sujetos a un nivel de exigencia. El propio artículo de Jacobs que abre el libro se resiente por su apresuramiento: es típica la defectuosa ubicación de Rashomon y de Akira Kurosawa en el concierto mundial. Otros aportes son más atendibles: dos notas anónimas de la prensa neoyorquina (1910-1914), un largo comentario sobre Amanecer de Murnau, debido a Dorothy B. Jones; una revisión de los realizadores de Hollywood, por Dwight Macdonald; una aproximación a Jean Vigo, de Kracauer y la reproducción de textos envejecidos, aunque todavía atrayentes, de Serguei Eisenstein, Hans Richter y Jay Leyda.
• The Contemporary Cinema (Penguin Books, 222 páginas, 150 pesos), de Penelope Houston, teórica inglesa que dirige la excelente revista trimestral Sight and Sound, constituye el primer intento para explicar en todas sus ramificaciones —artísticas, económicas, sociológicas— el curso de la producción cinematográfica desde 1945 hasta hoy. Escrito en una prosa abierta, a menudo mordaz, y dotado de un punzante rigor analítico, este ensayo responde a la premisa inicial de que hubo pocos períodos en la historia del film "de tan grande excitación creadora, de tantas grandes oportunidades para los artistas que quieren expresar ideas personales a través de la pantalla".
La obra inicia su recorrido (luego de un dramático aserto: "El cine ya no es el medio masivo, y en algunos momentos aparece un tanto vacilante sobre su futuro como un medio masivo") con el neorrealismo italiano y lo concluye con una inspección del futuro. En el medio, Houston considera los vaivenes norteamericanos, la renovación francesa y la británica, el paulatino deshielo en los países comunistas, el impulso de Japón y de la India, y el aporte de un grupo de realizadores —Buñuel, Bergman, Torre Nilsson, Welles— que no se han "adaptado a ninguna fórmula".
The Contemporary Cinema suple la falta de perspectiva con inteligencia, domina su tema con erudición, reflexiona con certeza. La editorial de la Universidad de Buenos Aires tiene el proyecto de lanzar una serie dedicada al cine; podría comenzar con este vivo trabajo.
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Pietro Germi
Tras el divorcio, la boda a la italiana
Desde que Federico Fellini mezcló todas las claves de Ocho y medio para que ni siquiera sus libretistas supiesen qué estaba filmando, la epidemia del trabajo en secreto ha infectado a casi todos los realizadores italianos de primera línea. Pietro Germi (49 años), escondido en Sicilia, viene negándose sistemáticamente a recibir a la gente de prensa mientras prepara Sedotta e abbandonata (Seducida y abandonada), que ha sido definida por él como "una farsa trágica" y que, al parecer, es una franca prolongación de Divorcio a la italiana (1961), su obra anterior.
Germi eligió a Stefania Sandrelli como protagonista (era la enamorada de Fefé en Divorcio), y después de una búsqueda de meses resolvió filmar los exteriores de su obra en Sciacca, el mismo villorrio siciliano donde en 1948 había realizado En nombre de la ley, su tercera obra.
En el secreto de Sedotta e abbandonata existe un hilo a través del cual puede desmadejarse todo el ovillo: es el artículo 530 del Código Penal italiano, usado por Germi como punto de partida para su historia. Ese artículo condena a una reclusión que va de los 6 meses a los 3 años a quien seduzca a una menor; al mismo tiempo, anula tal pena si el culpable acepta casarse con la víctima. De esas dos premisas es fácil deducir que Germi, otra vez, agredirá la hipocresía de las costumbres sicilianas en materia sexual.
Entre febrero y junio de este año, el realizador dirigió un equipo de 50 encuestadoras, a quienes dispersó por todo el sur de Italia: la tarea consistía en averiguar qué porcentaje de menores en trance de ser madres aceptaban de buen grado casarse con su seductor. Los resultados fueron desoladores: en agosto, al comenzar la filmación, un asistente de Germi dio a conocer las cifras: sólo el 9 por ciento respondía afirmativamente sin reservas; pero el 62 por ciento confesaba un "odio sordo y profundo" contra el propio seductor. Estas conclusiones coincidían, cifras más o menos, con las del profesor Luzzatto Fegiz en sus artículos sobre Il volto sconosciuto dell'Italia (El rostro desconocido de Italia).
Hasta Divorcio a la italiana, la obra de Germi no había ostentado sino una sincera buena voluntad. Nacido en Génova dentro de una familia modesta, creyó durante toda su adolescencia que estaba predestinado a ser un oficial de la marina mercante. Bruscamente, hacia el fin de la Segunda Guerra, se inscribió como alumno en los cursos de interpretación del Centro Sperimentale di Cinematografía, Roma, hasta que en el momento de egresar viró hacia la puesta en escena.
El bloque de sus primeras ocho obras, desde El testimonio (Il testimone, 1945) hasta Gelosia (1954), era cabeza de puente de un neorrealismo socialmente comprometido y fuertemente orientado hacía la desmitificación de las condiciones de vida. Sus tres films siguientes, El ferroviario (1956), El hombre de paja (1957) y Un maldito enredo (1959), se precipitan en la pendiente del melodrama y del panfleto ideológico. Sólo Divorcio demuestra acabadamente que Germi es un narrador cabal, capaz de crear sólidos personajes provinciales.
Entre sus parcas y escasísimas declaraciones sobre Sedotta e abbandonata ha deslizado ésta: "Será un film más fuerte, más duro y menos mecánico que Divorcio, aunque conservará su tono vivaz y grotesco." Pero, como Germi sabe bien, esas cualidades dependen tanto de su talento como de lo que la censura permita.
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Cómicos
Jacques Tati, en pos del tiempo perdido
No veo por qué estoy obligado a filmar si no se me ocurre nada, dijo Jacques Tati (55 años) la semana pasada a un corresponsal del periódico inglés The Observer. La confesión coincidió con la presentación pública de Jour de jete (Día de fiesta, 1947), su primera obra importante, en una versión coloreada.
Tati no quiso revelar el procedimiento de laboratorio a que había recurrido para conseguir que algunos detalles significativos de su film adquiriesen un color simbólico (cortinas amarillentas, gorras de tono celeste, adornos' dorados), mientras el resto de la imagen conservaba su tonalidad original, en blanco y negro. Se sabe que Tati recurrió al eastmancolor y que intentó, además, obtener un efecto semejante al de los primitivos mudos coloreados a mano.
El silencio de Tati lleva más de 5 años; su última obra, Mi tío (Mon onde) data de 1958, y la recepción que le prodigó la crítica europea, severa y reticente, pareció descorazonar al realizador, "La experiencia de Jour de jete —ha declarado— es como un retorno a las fuentes: tardo meses en imaginar un gag o en crear un chiste verbal. Mientras reúno la cantidad suficiente para un nuevo film, me entretengo corrigiendo mis viejos defectos."
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Muertes
Réquiem para el que dirigió a Gardel
Dos semanas atrás, un corresponsal del San Francisco Chronicle estaba revisando el fichero de la morgue de Los Angeles cuando le saltó a la vista el nombre de Louis Gasnier, "muerto a los 81 años sobre un banco de la avenida Hollywood — decía la anotación del forense—, el 19 ó 20 de febrero de 1963". La defunción de Gasnier pase inadvertida hasta para sus amigos; según averiguó el corresponsal, había sido enterrado por los empleados de la morgue en la fosa común, sin que ningún pariente lo hubiese reclamado en el plazo reglamentario.
Entre las dos guerras, Louis Gasnier fue sin embargo un realizador de primera fila en Hollywood; su celebridad arranca de 1914, cuando dirigió a Pearl White en Los peligros de Paulina y Los misterios de Nueva York, obras maestras del folletín americano. En 1940 hizo su último film, Stolen Paradise; entonces tenía 58 años. Un lustro atrás, había compartido la gloria de Gardel al dirigirlo en Cuesta abajo y El tango en Broadway.
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Films de la Semana
Fausto en el país de las maravillas
LOS MIL OJOS DEL DR. MABUSE (Die Tausend gen des Dr. Mabuse, Alemania-Italia, 1960), producción CCC distribuida por Dasa; libreto: Fritz Lang y H. O. Wuttig; fotografía: Karl Loeb; música: Bert Grund; intérpretes: Peter van Eyck, Dawn Addams, Gert Fröbe, Wolfgang Preiss, Howard Vernon. Director: Frítz Lang. 104m.
Es como asistir a la resurrección de una vieja serial atestada de juguetes mecánicos, espejos con trampas, disfraces y laberintos. La diferencia consiste en que hay un gran narrador detrás de todo eso.
Los mil ojos es el tercer film de un ciclo aparte, consagrado por Lang a la figura de un médico lujurioso y ávido de poder, en quien se han percibido algunos rasgos de Hitler y, más confusamente, del doctor Moriarty, el irreductible enemigo de Sherlock Holmes. El primer Mabuse data de 1922; el segundo coincidió con los primeros triunfos políticos del nazismo (1932).
Pero más que el símbolo de una impugnación ideológica, Mabuse es, como quiere Lang, "la encarnación del Mal, de una voluntad de poder que termina por destruirse a sí misma". En el fondo del personaje estalla constantemente el mito de Fausto: aunque este Fausto pertenece a la tradición del sinsentido que Lewis Carroll lanzó en su Alice in Wonderland.
El arranque del film es el asesinato de un periodista, consumado silenciosamente con un fusil que dispara agujas de espesor infinitesimal. Una encuesta prolija lleva a la policía hasta el hotel Luxor, donde Mabuse tiene instalado un cuarto secreto desde el que puede observar todos los movimientos de los huéspedes. Para el espionaje se vale de un circuito cerrado de televisión y de una muchedumbre de espejos bifásicos.
Virtualmente omnisciente, Mabuse sueña con sumergir al mundo en el caos. Su primer paso consiste en controlar las plantas militares donde se fabrican bombas de hidrogeno.
Alguna crítica ha pretendido que, arrastrado por el infantilismo de esa anécdota, Lang procuró volver a las más primitivas fuentes del cine. La premisa no es exacta: lo que al realizador parece haberle importado es una pura ostentación de fuerza narrativa; ante un folletín a la manera de Sue o Ponson du Terrail, quiso emplear la precisión de un Flaubert. Es una depuración que llega casi hasta la abstracción.
El film abunda en planos fijos y largos, interrumpidos sólo por extraños y rápidos movimientos de cámara: detrás de esa aparente facilidad de medios hay un dominio de la puesta en escena y del arte narrativo con pocas semejanzas dentro del cine moderno. El infantilismo del relato es la justificación del desbocado lirismo que Lang ejercita.
Se puede suponer, equívocamente, que Los mil ojos es un mero juego fantasioso en el que todas las formas del Mal son burlonamente analizadas. Pero ese es sólo el punto de partida de Lang: lo que él trata de revelar es que en Fausto conviven el tentador y el tentado, que la única pureza de este mundo es su disloque.
 


Parodia de otras parodias

LA LISTA DE ADRIAN MESSENGER (The List of Adrián Messenger, USA, 1963), producción Joel presentada por Universal; libro: Anthony Veiller; fotografía: Joe MacDonald; música: Jerry Golding; intérpretes: Kirk Douglas, George C. Scotty Dana Wynter y Clive Brook, con Burt Lancaster, Tony Curtis, Robert Mitchum y Frank Sinatra. Director: John Huston. 98m.
No es ni pretende ser otra cosa que un entretenimiento, un divertissement policial con intermedios escalofriantes y otros burlones, directamente enderezado a fascinar y atemorizar al espectador. El juego está a la vista, demasiado a la vista para no ser una deliberada actitud de John Huston, quien se despoja de toda posible sofisticación y hace de su tarea directiva una artesanía casi patéticamente humilde.
La trama es complicada y tiene un solo defecto; la falla (que también parece deliberada) invalida la eficacia del film en un porcentaje considerable, al revelar desde el primer momento la identidad física del asesino. La conclusión más atendible es que quizá no se trate más que de una parodia: en cierta medida, Adrián Messenger satiriza al film de humor negro por el estilo de Los ocho sentenciados, y también a Alfred Hitchcock. Pero Hitchcock habría construido, sin duda, un formidable mecanismo de precisión; Huston prefiere el candor y la desprolijidad.
Lo que. queda de angustia y suspenso es bastante como para hacer pasar por lo menos ochenta minutos de divertido sobresalto. Los veinte minutos finales pierden velocidad narrativa, se diversifican demasiado, abandonan el juego antes de que éste haya terminado realmente.
Todo gira alrededor de la herencia de un marquesado inglés, el de Gleneyre, cuyo último heredero es un jovencito de catorce años que a la muerte de su abuelo adquirirá las prerrogativas del título, la inmensa fortuna y el secular castillo envuelto en hiedras y brumas. Lógicamente hay una leyenda: cuando muere algún miembro de la familia Brutelhorm, las zorras del lugar se reúnen a ladrar en una colina. Ese apellido, que la errática pronunciación inglesa obliga a asimilar a broom (como "escoba"), es uno de los factores del juego, junto con otro de sus equivalentes fonéticos, Broughan. Con esos datos, más una serie de misteriosas muertes, en apariencia accidentales, escalonadas a lo largo de cinco años, Huston compone un rompecabezas no demasiado estricto, pero sí fascinante.
El film se asemeja a una producción de los años 30, con su fotografía simple, su decoración obvia, su intención de no deslumbrar por ningún artificio mecánico. Incluso Huston subraya hasta la caricatura algunos elementos: el acento inglés de Gladys Cooper y el francés de Marcel Dalio, lo siniestro del gitano que regala al heredero un caballo embrujado, lo sórdido de un veterano de guerra paralítico.
La interpretación se pliega a esas reglas del juego y acentúa la burla a ciertos clisés del género: el detective aficionado, el criminal que se disfraza, el noble irremediablemente inglés. El disfraz tiene también su parte en la trama: Burt Lancaster, Tony Curtis, Frank Sinatra y Robert Mitchum se someten alegremente a la tortura de maquillajes barrocos, para revelar su identidad al espectador en la última secuencia. Unicamente Mitchum es reconocible a simple vista, mientras Clive Brook (recordado galán de Cabalgata, Los amores de un dictador, El expreso de Shanghai) propone, sin máscara, otro enigma al público, con su apabullante vejez. Herbert Marshall, en cambio, no está tan deteriorado y asume con invariable elegancia el papel de jefe de policía.
 

Los monjes sin sus hábitos
EL COMISARIO (Il commissario, Italia, 1962), producción Diño De Latir entiis, presentada por JRL; libreto: Age y Scarpelli; fotografía: Aldo Scavarda; música: Carlo Rusticheíli; intérpretes: Alberto Sordi, Franca Tamantini, Alesandro Cutolo, Alfredo Leggi. Director: Luigi Comencini. 110m.
Teóricamente, era un golpe cómico seguro. Estaban de por medio los dos mejores humoristas de Italia (Age y Scarpelli) y un artesano superficial pero hábil en la crítica de costumbres, Luigi Comencini (47 años).
Comencini había elaborado en 1960 una melancólica y sagaz narración sobre los veteranos de guerra (Tuttl a casa), pero al año siguiente, también con Age y Scarpelli, naufragó al mantener entre la comicidad y la crítica social, sin integrar esos dos términos, el tema de A caballo del tigre.
El comisario es, abiertamente, inferior a esos dos títulos. Con apabullante abundancia verbal cuenta la historia de un policía ambicioso (Alberto Sordi), que quiere encumbrarse rápidamente para contentar a su novia. El personaje de Lombardozzi luce invariablemente enormes zapatos blancos y negros, un impermeable cerrado hasta el cuello y un esponjoso pelo estirado hacia arriba. La muerte imprevista de un político notorio le proporciona la punta del ovillo: Lombardozzi empieza a desmadejar la verdad, sin advertir que hay complicados intereses en el gobierno italiano para disfrazar de accidente al asesinato.
La obra no incluye ni media docena de gags aceptables (quizá el mejor es el que precede a los títulos, una presentación de Lombardozzi mientras sigue a su novia en la calle); pero su yerro mayor consiste en oscilar entre la crítica social y la farsa, sin ir más allá de esa media tinta. Sólo la figura de Sordi, desbordante de tics faciales y tonos de voz intencionados, dota al film de la inteligencia que no estaba en el libreto ni en la puesta en escena de Comencini.
No menos de tres veces, durante la narración, se tiene la certidumbre de que el film está a punto de terminar. El hecho de que esos límites sean siempre sobrepasados es una prueba de que Age y Scarpelli pusieron esta vez menos imaginación de la que acostumbran.
 

PRIMERA PLANA
10 de diciembre 1963

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