Cine
Revista Primera Plana
10/09/1963

Gordon Douglas
Gordon Douglas o cómo imaginar en Hollywood sádicos suplicios

No se puede engañar a toda la gente durante todo el tiempo, dijo Abraham Lincoln cien años antes de que los productores estadounidenses descubrieran en Gordon Douglas no al férreo y cándido deportista que habían imaginado, sino a un realizador capaz de las más pasmosas crueldades.
El mal entendido data de 1925, cuando Douglas (nacido en Nueva York el 15 de diciembre de 1909) obtuvo los premios de fútbol, béisbol y boxeo que confería la Manual Training Hig School, en el Bronx. En esa época, este atleta fabuloso no era un desconocido en el mundo del cine: el departamento que sus padres poseían en Brooklyn era contiguo al de Maurice Costello, un célebre actor de los años '10. Fue Maurice quien, tras un farragoso diálogo con el pequeño Gordon, lo llevó hasta los estudios de la Vitagraph y lo incorporó como extra en 9 de sus films. Por ese azar, el deportista nació actor: sus biógrafos indican que, entre 1915 y 1921, el rostro de Douglas asomó intempestivamente en una veintena de comedias.
Pero ni ese mundo ni el del colegio alcanzaban a saciarlo: el propio Douglas ha contado que, durante sus tres primeras vacaciones escolares, se empleó como vendedor de maíz tostado en el Luna Park. Por las mañanas, se divertía observando las peleas de los marineros en el puerto. Maurice Costello vaticinó a quien quisiese oírlo que Gordon sería campeón mundial de los livianos antes de 1935. Se equivocó de cabo a rabo: siete años antes de cumplirse ese plazo, Douglas decidió que era el cine lo que le convenía y se empleó como agente de compras en la MGM.
Ocasionalmente, volvió a actuar en los films que la Paramount producía cerca de Long Island; los viejos eruditos sólo se atreven a recordar una de sus apariciones, en la comedia Glorifying the American Girl: Douglas era el afanoso jovencito que le entregaba un ramo de flores a la protagonista, Mary Eaton.

Cuando uno se educa
De vez en cuando, el joven extra se aventuraba en travesías oceánicas, Nueva York-Canal de Panamá-Los Angeles, como ayudante de cocina o marinero de 2a clase. Pero esa afición se derrumbó en el tercer viaje: hacia 1932, Douglas quedó encandilado por la magia de Hollywood y dispuso que viviría allí para siempre, a cualquier precio.
Es lo que hizo. Siete, ocho, nueve meses de penuria lo golpearon sin tregua en los galpones de los grandes estudios. Gordon ha contado que gastaba sus zapatos desde las 4 a.m. para que le permitiesen hacer lo que fuera, una sombra dentro de un film o una voz anónima en las bandas de sonido. Por fin, tanta persistencia conmovió al productor Hal Roach, quien lo contrató para que encarnara al más cargoso de los muchachos de Our Gang (Nuestra pandilla).
Cuando el equipo de los gangs se disgregó, ya Roach no podía prescindir de Douglas: pausadamente fue transformándolo en asistente de montaje, inventor de gags, libretista y realizador. Jamás quedó defraudado. El primer corto de Douglas, Bored of Education, ganó un Oscar. Sus obras sucesivas, con Laurel y Hardy (If You Knew Susie, por ejemplo), fueron éxitos estrepitosos.
La guerra interrumpió tanta euforia. En 1941, Douglas debió enrolarse como suboficial de infantería, y sobrevivió airosamente hasta el 45. En los cinco años siguientes entregó a la Columbia media docena de obras mediocres, cuyo tema obsesivo era la aventura física. Por fin, cuando afrontó seriamente el género policial, logró echar fuera de sí toda su viva imaginación sádica: el primer ejemplo de ese esfuerzo es Corazón de hielo (Kiss Tomorrow Goodbye, 1950, con James Cagney); allí, Douglas describe acerbamente la corrupción de toda la escala social, débiles o poderosos, y exhibe a policías que se venden por unos pocos centenares de dólares junto a un senador que controla hegemónicamente todas las salas de juego.
La pasión por los hechos violentos es una semilla que ya no cesará de estallar en los films de Douglas: obras menores como Only the Valiant (1952, con Gregory Peck) exponían prolijamente la ferocidad de un indio que desollaba a un chiquillo de 4 años; otro film más notorio, The Friend Who Walked the West (1958, con Hugh O'Brian), incluía ejecuciones de una terrorífica frialdad: la más atroz es consumada por un preso a quien incomoda su compañero de celda. Primero, el asesino muele un trozo de vidrio hasta convertirlo en polvo infinitesimal; después, lo mezcla cuidadosamente en la comida de su camarada; finalmente, asiste regocijado a su ululante agonía.
Douglas osciló durante años entre la mediocridad y los golpes de inspiración: dos de sus últimas obras han sido exaltadas por la crítica europea como un ejemplo de simplicidad dramática. Tanto en Muralla de sangre (Yellostowne Kelly, 1959, con Clint Walker), como en Oro de los 7 santos (Gold of Seven Saints, 1961, con Clint Walker), Douglas evitaba toda originalidad para consagrarse a una tarea más difícil: transformar el cielo, las arenas, el agua y los sentimientos como la amistad y la soledad en alimentos de densos dramas (la lucha de dos hombres contra el desierto, la pugna por la posesión de un tesoro).

Terror, pero cómico
Cualquier cosa que toque Douglas corre el riesgo de metamorfosearse en un juego sádico. El más insólito de todos es el que consumó en Safari internacional (Call Me Bwana, 1962), una tempestuosa comedia que exhibe a Bob Hope como falso experto en asuntos del África negra. Hope es enviado al oeste de Tanganika, donde la tribu de los Ekeles adora como objeto divino un satélite espacial. Douglas lo ha hecho padecer enterramientos, insolaciones y malarias, sin privar siquiera a Anita Ekberg (la otra protagonista) de parecidos suplicios. Su oficio es la crueldad, y quizá la mayor de sus victorias consista en que se hace admirar por eso.
PRIMERA PLANA
10 de setiembre de 1963

Reivindicaciones
Armando Bó se salvó de las aguas

A mediados de marzo, una comisión de 8 personas (5 miembros del Instituto Nacional de Cinematografía. 2 de la producción y 1 de la exhibición) calificó en la categoría B a Pelota de cuero (Armando Bó), transformándolo en un film sin derecho a premio ni a exhibición obligatoria. La decisión, que se adopte por 7 votos contra 1, fue después impugnada por Bó, quien adujo que la proyección ante la junta había sido "inadecuada".
Cinco meses después, el 12 de agosto, un decreto del ministerio de Educación anulaba la medida y autorizaba al titular de la cartera a constituir una comisión calificadora ad-hoc, con 5 representantes del propio ministerio, 1 de los productores y otro de los exhibidores. La consecuencia fue que 'Pelota de cuero' calificose esta vez A por unanimidad; en su despacho, el ministro Bas entregó a Bó el acta de su reivindicación.
La solución del conflicto es absolutamente adversa a la ley de cine; el presidente del Instituto, doctor Goti Aguilar, entiende que también lo es respecto de la Constitución. Eso lo movió a presentar la semana pasada un recurso de 17 apretadas páginas ante el juzgado del doctor Julio A. Dacharry, reclamando amparo.
Goti alega que no hay precedentes para la decisión del ministro, que el propio Instituto no fue consultado, y que Bó logró lo que nadie: sustituir, a través de un decreto cuyo único beneficiario es él, una ley de vigencia nacional.
Ahora, Goti (que trabajó durante una semana completa en su presentación ante el juez) ha solicitado que se dicte un auto previo de "no innovar" y que los efectos del decreto ministerial se suspendan en el acto. Pero el juez Dacharry desestimó el recurso por falta de evidencias sobre la arbitrariedad de la resolución ministerial.
La costumbre de Bó es no callarse cuando lo agreden: puede que esta vez se resuelva a escribir un panfleto denigratorio y lo distribuya por las calles. No será el primero.
Página 39 -PRIMERA PLANA
10 de setiembre de 1963

Films de la semana
Films de la semana
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CLEOPATRA (Id., USA, 1962), producción Fox; libreto: J. L. Mankiewiczf, Ronald Mac Dougall y Sidney Buchman; fotografía; León Shamroy; música; Alex North. intérpretes: Rex Harrison, Elizabeth Taylor, Richard Burton, Pamela Brown, Hume Cronyn, Roddy Mc Dowall. Director; Joseph L. Mankiewicz. 240 minutos.
"Todo lo más que puede afirmarse sobre Cleopatra es que existe. Debe verse, así como debe escalarse la cima del Everest sólo porque el Everest existe." Con esta frase un crítico norteamericano cerraba su comentario de la película más cara (40 millones de dólares) y más larga de la historia del cine, el único monumento que hubiera faltado a la reina egipcia entre su catarata de tesoros y posesiones.
El crítico norteamericano resumía en dos líneas una opinión galante, la menos comprometida pero también la más cercana a una realidad industrial y financiera que no puede separarse de la propia película. Desde que Spyros Skouras, ex presidente de la 20th. Century Fox, encargó al productor Walter Wanger un film sobre Cleopatra presupuestado en 3 millones de dólares, hasta mediados de junio pasado, en que la obra definitiva se estrenó en Nueva York, pasaron cuatro años más tempestuosos que las intrigas romanas y las campañas militares revisadas por el coloso; pasaron, también, pero a la sombra, Wanger y Skouras.
Mankiewicz —que reemplazó a Rouben Mamoulian en la dirección— insistió siempre en una teoría: "La historia debe dominar al espectáculo", y pidió hacer dos películas de tres horas cada una. No le fue bien: en su versión, el espectáculo domina a la historia y de las 6 horas anheladas sólo arrancó 4 en la sala de montaje. La culpa no es toda de Mankiewicz; realizador generalmente hábil, tuvo que cumplir otras profesiones durante el prolongado rodaje: hasta debió prestarse a compartir un inventado idilio con la estrella de la película. No le hubiera bastado el poder de todos los dioses egipcios y romanos.
Cleopatra se divide en dos partes, es decir, en dos personajes: Julio César (Harrison) preside la primera; Marco Antonio (Burton), la segunda. En ambas, juega una Cleopatra muy distante de la que imaginaron Shakespeare o Shaw. Las dos secciones difieren entre sí: la primera, obviamente, encierra los mejores momentos, los yerros menos ridículos, las exageraciones más perdonables.
Julio César entrega a Cleopatra el liderazgo de Egipto, tiene un hijo con ella y la recibe luego en Roma. La presencia de Harrison —en una labor excepcional— y la sobriedad del libreto convierten a esta parte en una suerte de entretenida comedia erótico-bélica, proporcionada con un ritmo narrativo más competente que el del resto de la obra.
Al cerebral César sustituye el sensual Marco Antonio y la película se transforma en una especie de 'Sin aliento' filmada por John Ford, en una serpenteante mezcla de novela rosa y panfleto político. Aquí, Mankiewicz y sus colibretistas no olvidan las frases hechas ("Más vale tarde que nunca", dice Elizabeth Taylor), los grandes trucos del impacto, la crasa descripción exterior. El áspid, además de terminar con Cleopatra, los libera de tan abrumadora tarea.
En su conjunto, la producción consigue imponer proezas técnicas: la fotografía (eastmancolor, Tood-A-O), la decoración (Walter M. Scott, Paul S. Fox, Ray Moyer), el vestuario (Irene Sharaff, Vittorio Novarese, Renie). Lo que no consigue, en ningún momento, es penetrar en todo cuanto los personajes ofrecían como arquetipos de personalidades intelectuales y morales; en apresar, más que la historia, su fabuloso contenido; en convocar a la epopeya, más que a la crónica chismosa. Es un film sin espíritu, sin inteligencia; mucho más grave: es un film sin carácter, sin estilo.
Elizabeth Taylor brinda una Cleopatra de confitería; Burton hace un Marco Antonio del Soho y apenas en algunos minutos regresa al óptimo intérprete de Shakespeare que fue alguna vez. Hay dos secuencias del film (30 millones de pesos costaron sus derechos de exhibición en Buenos Aires) que asombran: la entrada de Cleopatra en Roma, una puesta en escena de relojería; y la batalla de Accio.
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UN CORAZON ASI DE GRANDE (Un coeur gros comme va, Francia, 1961), producción de Pierre Brawmberger, distribuida por Gala; fotografía y rodaje: Reichenbach y Jean-Marc Ripert. Dirección: Frangow Reichenbach. 90 m.

"Boxear es una cuestión de amor, el amor de volverse hombre." "Si me dieran a elegir entre 50 kilos de oro y 50 victorias, elegiría las 50 victorias." Estas y otras reflexiones del senegalés Abdoulaye Faye conmovieron a Reichenbach (ver el número 18 de PRIMERA PLANA, pág. 40), el ácido observador de América insólita.
Su intención era construir un documental sobre el boxeo, el strip-tease y el circo. Cuando conoció a Faye — que entonces tenía 23 años y estaba en París para convertirse en pugilista profesional —, lo tomó como centro de su film, de su "búsqueda de lo real hasta la indiscreción".
Las cámaras de Reichenbach siguieron a Faye clandestinamente; el grabador hizo el resto. Un corazón es un retrato sin fines sociológicos y psicológicos; carece de argumento, se evade de las tradicionales normas de tiempo y espacio. En una palabra, la película está dentro del propio Faye: él no es su protagonista, la película es protagonista de él.
En una construcción que no excluye algún fácil virtuosismo, alguna leve adiposidad, Abdoulaye Faye se dedica a decir las cosas más rutinarias, a transitar los episodios más comunes.
El contexto, sin embargo, resulta excepcional; frase vana: nada tan excepcional como la vida misma, nada tan ficticio como la realidad. La secuencia que mejor ilustra los propósitos de Reichenbach es, tal vez, la del viaje en tren a París.- Y toda la parte final, un alucinante estudio del sadismo, al registrar las reacciones del público en un match de boxeo. A veces, Reichenbach alcanza las cimas del lirismo: el paseo en barco de Faye y la joven japonesa se parece a los mejores- poemas de Apollinaire.
El talento del realizador no reside, simplemente, en amontonar pedazos de realidad filmada. A esos fragmentos hay que darles forma cinematográfica y, mucho más importante, calor, comunicación. Aquí es donde el film estalla: pocas veces el cine ha concedido una autenticidad así de grande.
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OLIVERIO TWIST (Oliver Twist, Inglaterra, 1947), producción de Ronald Neame para Eagle-Lion y Cineguild, presentada por Rank; libro; David Lean y Stanley Haynes; fotografía: Guy Green; cámara; Oswald Morris; música; Arnold Bax. Intérpretes: John Howard Davies (Oliver), Alec Guinness (Fagin), Robert Newton, Francis Sullivan, Henry Stephenson y Kay Walsh. 115 m.
Un guión muy preciso ha recortado los perfiles esenciales del relato de Charles Dickens, con su habitual frecuentación de la infancia desvalida y de la hipocresía puritana en la Inglaterra de los últimos Hannover. Sobre ese relato, David Lean volcó, hace 16 años, su compenetración con la letra y el espíritu del novelista, la fluidez de su cámara, su gusto por la exacta descripción de caracteres y ambientes. No alcanza aquí la dimensión mágica de Grandes ilusiones (1946), tal vez porque la atmósfera misma de Oliver Twist es más realista que la historia de Pipp y su vinculación con la legendaria Miss Havisham. De todos modos, la artesanía de Lean es tan impecable en estas obras de un período anterior como en sus más recientes epopeyas, El puente sobre el río Kwai y Lawrence de Arabia, y ostenta en Twist un encanto poético próximo al de Lo que no fue (1945).
La admirable escenografía de John Bryan, entre realista y fantástica, con vastas perspectivas de los inhóspitos salones del asilo y de la cúpula de San Pablo flotando sobre los tejados de los barrios bajos, y la densa textura de la fotografía de Guy Green, contribuyen a recrear un clima sórdido, intensamente dramático. En él resplandece el candor de John Howard Davies, imagen perfecta del protagonista, tal como lo concibieron los propios ilustradores de Dickens, y se acentúa la irónica desenvoltura con que Alee Guinness subraya su impresionante, casi espantosa, caracterización de Fagin. Oliverio Twist asoma como el sólido sobreviviente de una forma de relatar en la pantalla que ya no está de moda; esa perduración es seguro índice de su calidad.
Revista Primera Plana
10 de septiembre de 1963

Documental sobre aviación

Documentales

Una cámara entre cielo y tierra
En 1903, los hermanos Wilbur y Orville Wright inauguraron la era definitiva de la aviación con su célebre vuelo realizado en la granja de Kitty Hawk. Ocho años más tarde comenzaba en la Argentina —uno de los iniciales países productores del mundo— la fabricación de aparatos.
Fue en El Palomar: allí se construyó, siguiendo el modelo francés de Farman, un biplano cuyas hélices eran de nogal de la India. Un joven ingeniero, Andrés Taravella, cosió las alas: entre 1912 y 1917 dirigió la elaboración de otras seis máquinas. En ellas aprendieron y se entrenaron los pilotos argentinos de la primera época.
En 1927 se creó la Fábrica Militar de Aviones: más de tres décadas después, la producción de naves aéreas significa, en el país, 180.000 metros cuadrados cubiertos, 3.500 máquinas-herramientas y cerca de 8.000 empleados y obreros. Todo eso está a 5 kilómetros de la capital de Córdoba y ha dado lugar a uno de los mejores documentales —género deficientemente frecuentado aquí— de la cinematografía nacional: Guaraní.
Mauricio Berú, de 32 años, y un completo equipo de filmación (el fotógrafo Ignacio Souto, el cameraman Aníbal di Salvo, el sonidista Alejandro Saracino, el libretista José Viñals) pasaron dos semanas en Córdoba, entre el 10 y el 23 de junio pasado, y trajeron a Buenos Aires 3.500 metros de película eastmancolor impresionados.
La labor tuvo sus riesgos; hubo cuatro días de rodaje en vuelo, con las más riesgosas fórmulas de acrobacia: picadas, vueltas. La primera semana de trabajo se pagaron 44 horas extras y 63 la segunda; algunos días, el equipo actuó hasta 21 horas. El resultado es una obra de 35 minutos, montada por Gerardo Rinaldi y Antonio Ripoll, donde se ha pretendido algo más que lo que el título sugiere: Guaraní es el nombre del último modelo de avión creado por DINFIA, pero el documental busca no solamente mostrar las capacidades y el proceso de elaboración del aparato sino —a la manera de la vieja escuela documental inglesa— colocar esa anécdota dentro de un contexto humano y social, sin olvidar ninguno de los detalles que llevan a las últimas secuencias: el Guaraní, mezcla de pez y pájaro, sube y baja, acaricia y danza en los cielos de Córdoba, sobre sus sierras, sus escuelas, sobre las luces de la ciudad.
Berú —un pintor que descubrió en el cine su forma de expresión— ha conseguido que un material con tan espesas implicancias se integre en un relato armónico, de certero lenguaje visual. Otros dos valores del film: la fotografía y la banda sonora. Entre los últimos documentales producidos en la Argentina —y que, en la mayoría de los casos, constituyen simples noticieros—, Guaraní se inscribe como un testimonio de subjetiva objetividad, una visión de atrayente contenido.
El film antologa no sólo la fabricación de aviones: de sus imágenes se desprende un viaje a las diversas actividades de DINFIA, a sus ramas de producción, a sus disponibilidades (entre ellas, el Centro de Ensayos en Vuelo) así como aspectos de la vida de sus operarios y técnicos. La estrella de la película, finalmente, es el Guaraní, un aparato para usos civiles, con capacidad para tripulación y diez personas, que desarrolla una velocidad de crucero de 500 kilómetros horarios.
Este film constituye, de alguna manera, el debut público de su director: antes, estuvo detrás de la creación de otros dos meritorios documentales: Faena, de Humberto Ríos, y Los anclados, de Fuad Quintar. Berú —profesor de la Facultad de Arquitectura de Buenos Aires— realizó, sin embargo, su primera tarea directiva en 1958: La puerta, un mediometraje argumental que, quizá por exceso de rigor, suele mostrar muy pocas veces.
Revista Primera Plana
10.09.1963

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