Cine España
juega su renovación a la suerte de un film
donde Buñuel oficia de verdugo 250 periodistas
en un mundo loco, loco, loco Donovan's Reef Mare Matto (PT) 109
España juega su
renovación a la suerte de un film donde Buñuel
oficia de verdugo
Desde una década atrás,
no se habla sino de renovación en el cine español;
sin embargo, los vientos del Gran Cambio no han
soplado lo suficientemente fuerte como para torcer
el apacible gallo de una veleta acostumbrada al
conformismo. La esperanza Bardem y la esperanza
García Berlanga fueron deteriorándose en los
últimos 5 años, a través de obras que aludían
demasiado elípticamente a la realidad española (La
venganza, por ejemplo, o Calabuig). Por otra
parte, la irrupción de Marco Ferreri (El
cochecito) quedó frustrada cuando este realizador
goyesco y barbado, oriundo de Florencia, resolvió
incorporarse al cine de Italia con La abeja reina. Ahora, la renovación
está jugándose a cara o ceca: depende casi por
completo del éxito que Carlos Saura (32 años)
obtenga con su obra 'Llanto por un bandido'. Los
especialistas aseguran que si el film triunfa, una
veintena de productores abrirán inmediatamente sus
puertas a los realizadores jóvenes. Saura parece
consciente de la situación, y ha trabajado en
estos meses con extrema severidad hacia sí mismo. La elaboración de
Llanto por un bandido coincide, a la vez, con el
momento de mayor prosperidad industrial en el cine
español. Cuatro hechos básicos han culminado en
1963: • El crecimiento de las
producciones americanas. Si los últimos films de
Nicholas Ray (55 días en Pekín) y de Anthony Mann
(El Cid) han sido realizados en España, es porque
les resulta más ventajoso construir estudios a
pocos kilómetros de Madrid que alquilar 10
hectáreas de terreno en Cinecittá, Roma. • La multiplicación de
coproducciones con Italia y Francia. • La mayor afluencia de
público a los cines. • Un control menos
estricto de la censura. Aunque, de todas maneras,
Luis Buñuel acaba de renunciar a la filmación de
su Tristana en España. Saura, antes de Llanto
por un bandido, había asomado ya como la figura
más talentosa de la joven generación madrileña. Su
documental Cuenca, sobre una de las más curiosas
ciudades españolas, y su largo metraje Los golfos,
ensayo incisivo y audaz a propósito de los
vitelloni de Madrid, fueron, no obstante,
boicoteados por los distribuidores y prohibidos
para la exportación. Llanto... promete otras
cosas: es la historia de El Tempranillo, un
bandido de principios del siglo XIX, que tras
rebelarse contra las tropas napoleónicas de
ocupación, se muestra incapaz de readaptarse a la
vida tranquila: en Andalucía organiza una banda,
logra reinar sobre el territorio y acaba
endiosándose gracias a las donaciones de víveres y
monedas de oro que hace a los indigentes. Uno de los grandes
golpes del film es la presencia de Luis Buñuel en
el papel de Verdugo: el genial realizador es
quien, en una escena clave, ejecuta la pena del
garrote, quebrando las vértebras cervicales de El
Tempranillo. Por lo demás, Buñuel figura en los
créditos de la obra como "consejero técnico en
armas y municiones": es otra de sus revoluciones
personales.
Relaciones
Públicas 250
periodistas en un mundo loco, loco, loco
Hace más de diez años
que Hollywood no es la Meca del Cine; sus estudios
se reparten entre las seriales de TV y la
producción corriente; su esplendor social se
reduce a algún cóctel, a alguna comida familiar.
Pero la semana pasada Hollywood quebró su calma
con el estreno más complicado y ruidoso de los
últimos tiempos. El responsable fue
Stanley Kramer, un productor y director de 50
años; su última película, Its a Mad, Mad, Mad, Mad
World (título castellano previsto: "El mundo está
loco, loco, loco, loco"), es una "pochade" poblada
de estrellas, chistes y hazañas físicas, y, para
lanzarla, resolvió tener cerca de sí a la prensa
de todo el mundo; una operación similar, aunque en
menor escala, efectuó en Berlín, en 1961, con la
premiére de Juicio en Nuremberg. Doscientos cincuenta
periodistas volaron a Hollywood desde diversas
latitudes, inclusive Japón, Hawaii, Suecia,
Argentina y Uruguay. Entre ellos el crítico Homero
Alsina Thevenet, que llevó la representación de
PRIMERA PLANA. Durante 96 horas fueron
homenajeados intensamente por Kramer, como si el
film sólo constituyera un pretexto. Esos homenajes
comenzaron con las sempiternas conferencias de
prensa y se extendieron a través de lujosos
banquetes y 1j?.s siguientes facilidades:
alojamiento en un hotel de primera, instalación de
una oficina especial, convenio con una agencia
telegráfica para envío gratuito del material,
arreglos con el correo aéreo, una visita a los
sets de Universal, un paseo por Disneylandia, un
show de dos largas horas a cargo de Jerry Lewis. Más que un estreno
parecía un abultado festival de cine; en el fondo,
era uno de los intentos con que los grandes
estudios tratan de recuperar el cetro perdido.
It's a Mad...que inaugura un nuevo sistema de
proyección de Cinerama con una sola cámara, está
concebida como una comedia frenética, al estilo de
las de Max Sennet, Buster Keaton y Harold Lloyd,
que ayudaron a poner los cimientos de la industria
norteamericana. Su argumento (William
Rose) plantea las docenas de aventuras que pueden
sufrir una docena de personajes empeñados en la
búsqueda de un tesoro, en feroz competencia
recíproca por las carreteras de California.
Proezas de aviones, automóviles, fuegos
artificiales, cables eléctricos, se suceden en las
tres horas de una acción sin descanso, en la que
puede caber hasta el propio Buster Keaton,
integrante del vasto elenco. Kramer ya organizó el
estreno de la película en una red de capitales.
Mientras tanto, se apresta a dirigir Ship of
Fools; será una obra diametralmente opuesta a Its
a Mad..., fotografiada en blanco y negro y
procesada para la pantalla común. Será también un
enigma, porque con El mundo esta loco Kramer
consolidó la mejor labor de realización de su
carrera.
__________________ Films de la
Semana Festival
John Ford EL AVENTURERO DEL PACIFICO
(Donovan's Reef, USA, 1963), producción John Ford
para la Paramount; libreto; Frank Nugen y Jantes
Edward Grant, sobre argumento de Edmond Beloin;
fotografía en tecnicolor; William H. Clothier;
música: Hugo Grenzbach; intérpretes: John Wayne,
Lee Marvin, Elizabeth Allen, Jack Warden, César
Romero, Dorothy Lamour. Director; John Ford. 110
m. John Ford es siempre
fiel a sí mismo, pero en El aventurero del
Pacífico esa fidelidad es casi un plagio. John
Wayne se llama aquí Guns Donovan y, sin embargo,
es el mismo irlandés colérico y dinámico que se
tomaba a puñetazos con Victor McLaglen en las
tabernas de El hombre quieto; la diferencia está
en que McLaglen ha sido sustituido admirablemente
por Lee Marvin, y que, en vez de las campiñas
irlandesas, el campo de pelea es Halehakaloha, una
eglógica isla de la Polinesia. Todo lo demás es un
apasionado y brillante ballet, cuya coreografía
Ford conoce de memoria: los buenos sentimientos de
Donovan deterioran despaciosamente la agresiva
sequedad de Amelia Deedham, una aristócrata
bostoniana; los puños de Gilhooley (Lee Marvin) se
adormecen después de su casamiento con la
corista Fleur (Dorothy Lamour); y las
celebraciones de Navidad en una iglesia sin techo
ponen al descubierto los escasos misterios de la
historia, a saber: que Amelia tiene 3 hermanastros
mestizos en la isla, y que el gobernador André
(César Romero), galardonado con la Legión de
Honor, es un sinvergüenza hereditario. Pero esa ingenuidad
anecdótica importa mucho menos que el brío de que
Ford ha sabido dotar al relato. Todo el final de
El aventurero del Pacífico, por ejemplo, equivale
a una minuciosa antología de los golpes de humor y
los toques de lirismo folklórico que el viejo
maestro ha deslizado en sus mejores obras, desde
Pasión de los fuertes (1947) hasta Un tiro en la
noche (1962). En ese final se acumulan dos grandes
espectáculos: el de una Navidad en que 3 reyes
magos (el rey de la Polinesia, el emperador de la
China y el rey —sic— de los Estados Unidos) adoran
un pesebre bajo Una tempestad infernal; y el de
una coronación indígena, cuando la princesa de
Halehakaloha es llevada sobre los hombros de seis
marinos australianos, en un palanquín de flores, y
conducida hasta su trono de mimbre por el
gobernador André, para quien "no hay nada más
importante que el protocolo". Si Ford se imita a sí
mismo, lo hace mejor a medida que envejece
(cumplió 68 años en febrero pasado); en El
aventurero del Pacífico sigue narrando con la
soltura de sus mejores tiempos —que acaso son
estos que corren— y extrayendo de sus actores una
jovialidad y una salud que no son sino un reflejo
de las que él parece tener. La realidad, también
aquí, es una balada optimista llena de fierecillas
dispuestas a ser domadas y de bravíos solterones
para quienes la claudicación matrimonial es una
aceptación de la vejez. Pero su mejor triunfo
consiste en que sus historias, siempre parecidas,
y sus intérpretes, persistentemente reiterados,
son cada vez un mundo diferente bajó sus manos. Quizá porque Ford no se
conforma con ser Ford solamente; de tanto en
tanto, como en El aventurero del Pacífico, suele
acordarse de que su verdadero nombre es jocundo e
irlandés: Sean Aloysius O'Fearna.
Quien mucho
abarca... MARE MATTO (ídem,
Italia-Francia, 1963), producción Lux Vide-
Ariane, presentada por Ocean; libreto: Leo
Benvenuti, Piero Benardi y Castellani; fotografía:
Toni Sechi; música: Niño Rota; intérpretes: Gina
Lollobrígida, Jean-Paul Belmondo, Tomas Milian,
Edoardo Spadaro, Piero Morgia, Michele Abruzzo.
Director: Renato Castellani. 107 m. No es un solo film sino
cuatro o cinco al mismo tiempo, porque Renato
Castellani (50 años; Dos centavos de esperanza, II
brigante) pretendió aquí narrar una historia
"múltiple como el mar". El propio realizador
informó que durante todo el verano y el otoño de
1962 recorrió los hospedajes portuarios de Génova,
Livornia, Nápoles y Mesina para apuntar anécdotas
de marineros e injertarlas puntillosamente en su
obra. Los resultados son abusivos: en poco menos
de dos horas, la respiración de Mare matto se
vuelve alternativamente patética o jocosa,
costumbrista o espectacular, pero sin una
dirección precisa. El esfuerzo de
Castellani por abarcar demasiado acaba agotándose
en sí mismo. Todo espectador se desorienta entre
estos intrincados laberintos anecdóticos: • La desocupación
portuaria, a propósito de la cual se acumulan
inacabables documentos sobre las esperas en las
agencias de empleo y las maniobras de los falsos o
auténticos influyentes. • La vida en una
pensión genovesa, cuya patrona (Gina
Lollobrigida), que ha ido secándose entre sábanas
para zurcir y fétidos cuartos para limpiar,
descubre el amor junto a un aprovechado marinero
de Livornia (Jean-Paul Belmondo). • La historia de un
peón de Mesina, cuyos descansos anuales son
renuentemente perturbados por los conflictos
amorosos de sus hermanas. • Las vicisitudes de
una familia livornesa, con cuatro hermanos que se
agitan día y noche trabajando para pagar los
raptos de chochez de un padre donjuanesco, quien
se cree capaz de bucear y de capitanear barcos. Es su mismo exceso de
ambición lo que vuelve engañoso al film.
Castellani amontona en su obra mucho ruido y
desorden y los suficientes tics itálicos como para
suponer que tenía los ojos puestos menos en sí
mismo que en un público propenso a entusiasmarse
ante cualquier pintoresquismo. Esa inautenticidad
se advierte, inclusive, en el máximo "pezzo di
bravura" de Mare matto: una tempestad
violentísima, que es capeada a costa de la carga
(centenares de toneles de vino arrojados al mar),
con la consecuente desesperación de los marineros
y de los mercaderes sicilianos que contrataron la
travesía. El tifón no comunica nada al espectador,
es sólo un rapto de maestría menor ante el que uno
permanece ajeno. Si hay algo que
verdaderamente importa en Mare matto es la
interpretación de Gina Lollobrigida y del
viejísimo Edoardo Spadaro, cuyo capitán, chocho y
presuntuoso, es un modelo de perspicacia
interpretativa. La Lollobrigida, sometida a un
maquillaje que la marchita y vestida con trajes
pesados y grises, da una versión siempre interior
e intensa de su patrona de hotel, con un talento
que era difícil sospecharle. El mayor yerro de
Castellani consiste en que trató de elaborar un
vasto friso documental sin el rigor que el género
exige. Por momentos, Mare matto se ilumina con el
costumbrismo simple y franco de Dos centavos de
esperanza (1952) y Es primavera (1950). Pero hay
tanto fárrago en el resto, que el film parece
pensado por un principiante con ganas de lanzar
afuera todo lo que tiene, de una sola vez.
El teniente
Kennedy
LANCHA TORPEDERA 109(PT) 109, USA,
1963), producción Bryan Foy para la Warner;
libreto: L. Breen, H. Skeenan, V. X. Fiaherty,
sobre una obra de Robert J. Donovan; fotografía en
tecnicolor y panavisión: Robert L. Surtees;
música: W. Lava y D. Buttolph; intérpretes: Cliff
Robertson, James Gregory, Robert Culp. Director:
Leslie H. Martin son. 100 m. Sólo tiene importancia
biográfica, porque ha recogido de los archivos
militares un acto heroico de John F. Kennedy en el
Pacífico, durante la Segunda Guerra, y lo ha
dramatizado austeramente. El Kennedy de Lancha
torpedera 109 es un teniente introvertido, severo,
tan capaz de disparar frases tonantes como de
esbozar alguna palabrota: durante una travesía de
reconocimiento en el área próxima a Guadalcanal,
su barco es embestido por un destructor japonés e
incendiado en alta mar. Kennedy resuelve entonces
jugar dos cartas riesgosas: la primera consiste en
arrastrar a los sobrevivientes y heridos hasta la
isla más próxima (4 millas), a nado; la segunda,
en esperar dentro del agua, noche tras noche, el
paso de alguna otra lancha americana de
reconocimiento para salvar a su gente. Sobre el film pesa
demasiado la necesidad de elaborar una fidelísima
reconstrucción histórica del naufragio y sus
secuelas; por ese camino, Lancha torpedera 109
queda desvalida de todo nervio, limitándose apenas
al nivel de un reportaje mediocre. Ha sido quizá
un error de producción elegir como cabeza de la
empresa a Leslie H. Martinson, un artesano que ya
había fracasado reiteradamente en films de clase B
(FBI Code, Black Gold). En compensación, el Jack
Kennedy que compone Cliff Robertson es respetuoso,
tal vez demasiado solemne, pero lo suficientemente
comunicativo como para resultar verosímil. A Martinson y a sus
libretistas parece haberles preocupado más
entregar una imagen deportiva y meramente física
de su héroe, que señalarlo como a un predestinado.
Y ése es no sólo el mejor sino, también, el único
rapto de inteligencia en que han incurrido.