CINE DE LA SEMANA

YOJIMBO (Id., Japón, 1961)
LOS INCONSTANTES (Argentina, 1963)
NUEVE HORAS A LA ETERNIDAD (Nine hours to Rama, USA, 1963)

Cine de la semana
YOJIMO (Id., Japón, 1961). Libro: Ryuso Kikushima y A. Kurosawa; fotografía: Kazuo Miyogawa. Intérpretes: Toshiro Mifune, Tatsuya Nakadai, Takashi Shimura. Dirección: Akira Kurosawa. 111 m.
Es la quinta película, de las 22 realizadas por Kurosawa, que se estrena en la Argentina (las anteriores: Rashomon, Siete Samurai, Vivir, La fortaleza oculta) y la menos trascendental. Caso nada extraordinario: no todas las obras de un maestro son igualmente egregias. Y la regla le cabe, también, a Kurosawa, uno de los grandes creadores de hoy, el Homero del cine contemporáneo. Yojimbo, pese a todo, es un film para ver.
El esquema corresponde a la tradición de los western norteamericanos: un samurai sin fortuna, hábil espadachín y hombre valiente, llega a una aldea asolada por los estragos de dos bandas que han jurado exterminarse. De un lado, Seibei, rico terrateniente, a quien instiga una tiránica esposa. Del otro, su antiguo segundo, Ushitora, un ambicioso cegado por el poder. Los dos han contratado los servicios de una horda de matones y criminales escapados de la justicia.
El samurai decide azuzar a los rivales: "Se matarán entre ellos, y la ciudad volverá a quedar limpia y en paz." Su destreza lo convierte en el eje del drama. Las dos bandas se lo disputan; finalmente, consigue su objetivo: Ushitora termina con Seibei y el samurai, en un final estilo La diligencia o A la hora señalada, concluye con Ushitora y sus secuaces. Alguien arriesgó que Kurosawa intentaba, entre líneas, deslizar una alegoría: las dos bandas serían los Estados Unidos y la Unión Soviética; su mutua aniquilación, una catástrofe nuclear.
La teoría parece demasiado peregrina, porque quien cierra la anécdota es el samurai, en cuyo caso conviene preguntarse: ¿el samurai es Dios?, ¿el samurai es Japón o algún otro país que surgirá vencedor de la presunta contienda? Más simple resulta adivinar lo que Kurosawa se propuso: una desopilante fábula sobre el triunfo del ingenio.
El ingenio es, esencialmente, el arma del samurai. Lo demás, una mezcla de arrogancia y de coraje al alcance de cualquiera. Como los divos del Far West, se apoya en la picardía, en la reflexión, en capitalizar la flaqueza y la tontería de los demás. En ese sentido, se muestra como un directo heredero de Shane, de Billy the Kid. Aunque al mismo tiempo, sentimental y bondadoso, el samurai se asemeja demasiado a Don Quijote.
Para contar su ingenua historia, Kurosawa trabaja la narración sobre la base de episodios concretos, de gags encadenados a la manera de estrofas de una epopeya. Como en La fortaleza oculta se coloca en la función del relator-juglar, ofrece una visión popular del tema, porque lo que busca es, precisamente, la anti-epopeya, el rostro del anti-héroe. De allí, un encanto, una suerte de rústica poesía popular que se desprende de detalles típicos: la pintura de los personajes secundarios (el tabernero, el alcalde, el marido burlado, etc.) que recuerda a la picaresca española.
Sin embargo, el acento de Kurosawa está puesto con mayor empeño en lo que todos los episodios tienen de ridículo: su procedimiento es el de rescatar los mínimos índices de ese ridículo y ampliarlos, como si se tratara de una caricatura. Además, los realza por medio de un humor afilado, a veces agresivo, a veces meramente burlón. Eso no está solamente en las peripecias del guión: Kurosawa se vale de la música y de la banda de sonido y —magistralmente— de los recursos del cinemascope y los objetivos (planos de conjunto tomados con teleobjetivo, uso discriminado de las distorsiones que provoca el gran-angular).
La forma —como en el resto de la obra de Kurosawa— tiene enorme importancia y constituye una atracción particular. El encuadre de Yojimbo es una prueba más de la perspicacia del realizador para hacer rendir a la imagen su entera potencia descriptiva y trasmisora de estados de ánimo y atmósferas (hay una admirable fotografía).
Posiblemente, Kurosawa quiso hacer algo más que su cuento de Malos y Buenos, de grandes y pequeños. Posiblemente quiso —siempre quiere— dar una opinión sobre el hombre y sus facetas, dejar en claro que el amor, la franqueza, la generosidad, son los grandes cimientos de la humanidad. No lo logró. Logró, en cambio, una pieza brillante, graciosa, llena de genio.
Cuando, al concluir la película, el samurai (Mifune) se aleja del pueblo como Charles Chaplin en tantas de sus aventuras, muchos espectadores quizá se sientan decepcionados si esperaban de Kurosawa la magia de Rashomon o el lacerante retrato de Vivir. Deberán reflexionar y advertir que Yojimbo requiere, del público, la misma posición humorística que adoptó su director.


LOS INCONSTANTES (Argentina, 1968). Libro: Rodolfo Kuhn; fotografía: Ignacio Souto; escenografía: Federico Padilla. Intérpretes: Elsa Daniel, Jorge Rivera López, Gilda Lousek, Luis Medina Castro, Alberto Argibay. Director: Rodolfo Kuhn. 90 m.
Si es verdad que el creador, en el fondo, siempre recrea la misma obra, también lo es que esa reiteración se justifica por el ahondamiento de un tema. Rodolfo Kuhn retoma aquí el ambiente y los personajes de Los jóvenes viejos (1961), transportándolos a Villa Gesell. Cierto sector juvenil de la burguesía alta y media de Buenos Aires se enfrenta con los problemas clave del siglo XX, desde la incomunicación hasta la cancelación de toda tabla de valores; sus reacciones son materia de este film.
La idoneidad con que Kuhn puede narrar una historia en imágenes no ha podido superar aquí los escollos que su propio guión le opone: opacidad de los personajes, falta de relieve dramático, escasa intensidad expresiva. Las anécdotas paralelas, centradas todas alrededor de una persecución amorosa que nunca encuentra el objeto deseado, se deslíen en una atonía común a todas y que deriva, quizá, de una caracterización muy similar de los individuos en juego.
Kuhn ha manifestado que su obra es reflejo de una realidad —el clan que invade el balneario entre la Navidad y el Año Nuevo se caracteriza, precisamente, por la pérdida de la individualidad de sus componentes—, y la ha denominado "crónica". Admitido este planteo, la objeción sería que, a los fines dramáticamente expresivos, esa uniformidad debió ser matizada con mayor sutileza y profundización psicológica. El único personaje que escapa a la regla, Carlitos (Jorge Rivera López), tampoco resulta convincente, y no porque el actor no acredite una vez más su calidad.
De todos modos, los errores de Kuhn en su segundo largo metraje son errores calificados, si se acepta la paradoja. En el sector interpretativo femenino, Virginia Lago sobresale nítidamente por la convicción que otorga a su difícil personaje, sobre todo en la secuencia en que recita un poema de Diana Piazzolla. La fotografía de Ignacio Souto es convencional.


Nueve horas a la eternidad (Nine hours to Rama, USA, 1963). Libro: Nelson Gidding, sobre novela de Stanley Wolpert; fotografía: León Skamroy. Interpretes; Horst Buchholz, José Ferrer, Valerie Gearon, Robert Morley, J. S. Casakyap. Director: Mark Robson. 90 m.
El fanático Nathuram Godse (Buchholz) mató a Gandhi porque no compartía la amistad que el Mahatma sostenía con los musulmanes. Las tres balas que le disparó a las 5 de la tarde del 30 de enero de 1948 tuvieron un efecto que el asesino no esperaba: elevaron a Ghandi de la categoría de héroe a la de mártir y construyeron uno de los momentos culminantes del siglo XX, rico en significados políticos, religiosos y sociales.
Nueve horas los elude y prefiere abocarse a la vida de Godse: con intermitentes raccontos rastrea su pasado y el origen de su fanatismo. Descubre que al pobre le ocurrieron cosas terribles, y olvida que no solamente por eso un hombre se vuelve terrorista. En la última media hora, se inclina por el suspenso melodramático y el tono documental y se centra en el crimen. Pero ya entonces, la narración ha perdido efecto y el trágico episodio que reconstruye se enfría.
El triunfador, Clamor humano, propusieron una promisoria imagen de Mark Robson: la de un realizador vigoroso y no conformista. Después se durmió sobre sus laureles (La caldera del diablo, Desde la terraza) y ahora, a los 50 años de edad, parece decidido a no despertar. Nueve horas parece una película más de Hollywood: sólo el rostro increíble de Jamna Swarup Casshyap —un anciano ex maestro que personifica a Ghandi— rompe leve y misteriosamente el clima chato de la obra, su inconsistencia dramática.
Revista Primera Plana
17-09-1963

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