Cine
críticas, comentarios, noticias Revista
Primera Plana 26/11/1963
La película que gastó
cinco meses en revivir 55 días de la historia "No me preocupo por saber si soy un buen o un mal
artista. Mi única ambición consiste en que digan
de mí: «Nick es un ser humano»." La frase fue
disparada por Nicholas Ray (52 años) en Madrid,
cuando estaba filmando su obra más espectacular y
ambiciosa, 55 días en Pekín (55 Days at Pekin),
próximo estreno en Buenos Aires. El productor es
Samuel Bronson, un independiente americano que
logró prosperar al margen de las grandes empresas
con sus mamouths de alto costo (El Cid, La caída
del Imperio Romano). Bronson y Ray
reconstruyeron el Pekín de principios de siglo en
Las Matas, a 25 kilómetros de Madrid, sobre una
superficie de casi un millón de metros cuadrados.
Durante 5 meses emplearon a 1.100 operarios
españoles e italianos en sus réplicas de la
muralla Tártara, el Palacio Imperial y el Templo
del Cielo; mientras tanto, los asistentes de
Bronson se desperdigaban por Europa para comprar
fusiles y rifles de vieja data que todavía
funcionasen (Rémington, Máuser, Lebel, Royal
Enfield, etcétera) y para contratar un conjunto de
siete mil extras con rasgos orientales. Esta
ostentación de fuerza se explica apenas uno
advierte que en el film hay 42 personajes de
primer orden y 266 partes menores, y que la
inversión total de Bronson excede los 13 millones
de dólares. El tema, que ha sido escrito por
Philip Yordan (La antesala del infierno) y Bernard
Gordon, es una suerte de crónica sobre el
alzamiento de los boxers durante el reinado de la
emperatriz Tzu-Hsi y el ulterior sitio a la
llamada Ciudad de las Legaciones, el 20 de junio
de 1900, cuando los representantes de doce países
europeos se vieron forzados a resistir por su
cuenta la agresión china, ante las tropas aliadas
en Pekín, el 20 de agosto. Flora Robson (quien
alguna vez encarnó a Isabel I de Inglaterra) es
esta vez la clave de un elenco que incluye a
Charlton Heston (comandante del ejército
americano), Ava Gardner (una baronesa rusa) y
David Niven (el embajador británico).
Ray
en la pendiente Toda la obra previa de Ray (a
quien, durante la década del 50, la crítica
francesa transformó en ídolo de la llamada
espontaneidad americana) es una despaciosa
pendiente hacia este cine mamouth. A los 16 años,
cuando sus libretos radiales obtuvieron el premio
de la crítica neoyorquina, resolvió que ése no era
su mundo y se inscribió como alumno del arquitecto
Frank Lloyd Wright. A los 36 años, después de
haber tocado la fama junto a John Houseman,
gracias a las obras populares que escribió para la
CBS, y tras haberse cansado de sus ejercicios
teatrales en Broadway, fue llamado por la RKO para
dirigir films de clase B. El estrépito empieza
a gestarse a su alrededor en 1955, cuando realiza
Rebelde sin causa y crea indeliberadamente el mito
James Dean. Oscilante como pocos, tarda menos de
un mes en elaborar obras importantes como Bigger
Than Life (1956, con James Mason) y más de dos, en
fracasos como La rosa del hampa (Party Girl, 1958,
con Cyd Charisse). Aunque, consoladoramente, los
franceses no hacían distinciones: La rosa del
hampa fue, para algunos de ellos, un rapto de
"belleza pura"; para otros, "la única muestra
genial de cine negro". Entre esta obra y Rey de
reyes (1961), Ray filmó un estupendo documental
sobre los pantanos de Florida (Infierno verde,
1958) y una demagógica observación de la vida
esquimal (Salvajes inocentes, en 1960), en los que
ya se hacía patente su inclinación por el gran
espectáculo. Sus declaraciones durante la
elaboración de 55 días en Pekín ponen al
descubierto que Ray no sólo se desinteresa de la
ética; también el cine le importa más como un
juguete que sirve para deslumbrar, que como un
medio expresivo capaz de decir algo nuevo sobre
este mundo en el que Ray no aspira a ser un
artista, sino solamente "una criatura humana".
Acción El ejército más diestro del cine La NATO, el Pentágono y las Naciones Unidas
deberán tener en cuenta que no solamente Francia,
con sus nuevos planes, posee la única fuerza
independiente de Europa. Existe otra tan
importante o, al menos, tan activa como la que
estructura el general Charles de Gaulle: el
ejército yugoslavo, cuyo único obstáculo está en
su falta de continuidad directiva, en su
abundancia de jefes. Sucede que ese ejército
pertenece al mundo del cine y cambia de comandante
en cada película. Pero no hay, en toda la Tierra,
una armada de parecida ductilidad y destreza. Con
el correr del tiempo y el gusto de los
productores, se ha tornado más experta en el
manejo de ballestas, maza y cadena, lanzas,
venablos, cimitarras y clavas, que en el de las
armas de fuego. Operan con cualquier uniforme,
desde el turbante al yelmo; y luchan bajo
cualquier bandera: la de los mogoles, la de los
hunos, la de los caballeros medievales. El
actor Cornel Wilde es su último general: en estos
momentos dirige al ejército cinematográfico de
Yugoslavia y lo hace galopar por las mismas
praderas en una nueva versión de La espada de
Lancelot, film donde, además, interpreta un papel,
financia la mitad del presupuesto y coloca en el
reparto a su esposa Lessee, que habla inglés con
un acento idéntico al de Maurice Chevalier en sus
films norteamericanos. Nadie sabe todavía qué
cualidades expondrá esta película. Seguramente
serán menores que las que impondrá el francés
Robert Bresson a su ya escrita adaptación de las
aventuras de Lancelot. Lo único que puede
asegurarse os que las batallas de la versión de
Wilde no tendrán defectos militares.
Colosos Después de Lawrence, el doctor Zhivago Toda la
crítica inglesa estaba preguntándose qué haría
ahora el tándem David Lean-Sam Spiegel después de
sus efusiones épicas (El puente sobre el río Kwai,
1958; Lawrence de Arabia, 1962), cuando ellos
mismos dieron espectacularmente una respuesta a
fines de la semana pasada: en medio de millares de
recortes periodísticos, memorándum, fotocopias de
poemas manuscritos y fotografías del poeta ruso
Boris Pastenark, anunciaron, en mitad de una
conferencia de prensa, que estaban preparando una
versión de El doctor Zhivago, la novela por la
cual el escritor soviético recibió, pero no pudo
aceptar, el premio Nobel de literatura, en 1958. La noticia ha dejado estupefactos a los
especialistas, cuyas opiniones a propósito del
nuevo film que preparaba el dúo se dividían entre
estas disyuntivas: • Una biografía del
almirante Nelson, para la cual Lean parecía el
realizador más dotado. Su primer film, Hidalgos de
los mares (1942, en colaboración con el dramaturgo
Noel Coward), fue un excelente ensayo de épica
naval. • Una adaptación de Papeles
póstumos del
club Pickwick, novela de Charles Dickens. Era la
alternativa más creíble, porque Lean y Spiegel
habían mencionado varias veces ese título a sus
íntimos y porque dos de las obras del realizador
Lean (nacido en Croydon, 1908) probaron que él
manejaba como pocos el mundo dickensiano: Grandes
esperanzas (1947) y Oliver Twist (1948). • Una
minuciosa historia sobre la construcción de las
pirámides de Egipto, para la cual el tándem
aceptaría el punto de vista insinuado por Louis
Pawels en su libro El retorno de los brujos; esto
es, que aquellos monumentos funerarios fueron
erigidos con ayuda de visitantes extraterrestres. Sea como fuere, Spiegel cumplirá sólo funciones de
asesor en El doctor Zhivago, porque esta vez el
productor oficial será el italiano Cario Ponti.
Tanto Lean como Spiegel fueron poco explícitos
durante la conferencia de prensa de la semana
pasada: sólo dejaron entrever que el libreto será
escrito por Robert Bolt (Lawrence de Arabia), que
el costo previsto para la producción asciende a 12
millones de dólares y que una de sus protagonistas
será (como era de esperar) Sofía Loren, mujer de
Ponti y antigua devota de las obras de David Lean.
Bergman También los suecos se escandalizan Ingmar
Bergman (45 años), que había atravesado indemne
las tormentosas acusaciones de inmoralidad
lanzadas contra él luego de presentar La fuente de
la doncella (1960) y Detrás de un vidrio oscuro
(1961), ha sentido ahora sobre sí el golpe del
mayor escándalo artístico que Suecia haya conocido
en este siglo: al estrenar en Estocolmo, a fines
del mes pasado, su film El silencio (que con
Detrás... y Luz de invierno completa una trilogía
sobre la ausencia de Dios en la Tierra),
desencadenó en la prensa una interminable
discusión sobre si lo que está haciendo es arte o
pornografía. La historia de El silencio, tal
como se indicó en el número inicial de PRIMERA
PLANA (pág. 35), está concentrada sobre dos
hermanas, encarnadas por Ingrid Thulin y Gunnel
Lindblom, a quienes une cierta incestuosa pasión
en la imaginaria ciudad de Timuka, cuyos
habitantes hablan un lenguaje entrecortado y
rococó. Una noche, la hermana menor decide
entregarse a un mozo de hotel (Birger Malmsten)
"porque él no habla y, por lo tanto, después de
amarnos no será necesario pelearnos ni decirnos
trivialidades." La escena erótica es presenciada
por la hermana mayor y por el pequeño hijo de
ésta: su naturalismo casi brutal ha dividido a los
intelectuales suecos en un bando que pregona su
poesía y en otro que la tilda lisa y llanamente de
"basura". Más de doscientos artículos se han
publicado estas semanas sobre el film en
Estocolmo, Malmö y Gotenburgo; algunos de ellos
apuntan datos sociológicos sobre la exhibición de
El silencio: "El público se levanta indignado en
mitad de la obra", "Las mujeres se sienten
heridas", "Una muchacha de 21 años juró que jamás
vería otro film de Bergman". El realizador deja
pasar mudamente esta tormenta, sin contestar a
quienes le vociferan implacablemente que "las
escenas sexuales de El silencio parecen imaginadas
por un animal furioso". Los más sibilinos de sus
detractores, sin embargo, han recordado en estos
días una de las más irritantes frases lanzadas por
el genial sueco: "Hay que educar al público, por
supuesto. Primero, entregándole una píldora de
gusto agradable; luego, dándole pildoras con
vitaminas, pero también con un poco de veneno.
Despaciosamente, las dosis deben ser más y más
fuertes."
Films de la
Semana La belleza en movimiento LA GRAN
OLIMPIADA (La grande olimpiada, Italia, 1960),
producción Cinoriz presentada por Gala;
fotografía: 22 cameramen de actualidades, con
película eastmancolor 50 asa; montaje: Mario
Serandrei; música: Francesco Lavagnino y Armando
Trovaioli. Director: Romolo Marcellini. 120m. Sólo Jazz on a Sumiller Day, del norteamericano
Bert Stern, está a la altura de este documento
inteligente y lleno de seca belleza, en el que se
describen minuciosamente las competencias de la
XVII Olimpíada, desde su iniciación en Roma, el 24
de agosto de 1960. Las únicas transgresiones a su
severa objetividad narrativa están contenidas en
los primeros tres minutos (una panorámica de los
estadios romanos tomada desde un helicóptero) y en
los cinco finales (un estallido de fuegos
artificiales). El resto es invención visual de
primer orden. Toda la evolución del relato ha
sido sabiamente trabajada por el realizador
Marcellini y el compaginador Serandrei, quienes
injertaron un domingo de descanso o una exhibición
gimnástica en las termas de Caracalla, entre
interminables y tensas competencias de velocidad.
Ese vaivén, que arranca del descubrimiento humano
de un atleta y culmina con su triunfo, lleva al
film dos fragmentos de antología: el dedicado al
alemán Arnim Hary, recordman de los 100 y los 200
metros, y el que desnuda la vida interior de la
maratón. En el primero, Hary es descripto como un
experto en decoración a quien no interesa la
pintura moderna, como un vanidoso seguro de su
superioridad; en el segundo, se examina cómo el
etíope Abebe Bikila crece desde la nada hasta la
gloria durante la competencia, a través de un
largo travelling sobre sus pies descalzos. Pero
no son esos raptos de inteligencia los que harán
perdurar La Gran Olimpíada, sino la revelación —a
través de ella— de que alcanza con describir
asombradamente la realidad para poder comunicar
toda su poesía.
Juego de la
verdad para iniciados CRÓNICA DE UN VERANO
(Cronique d'un été, Francia, 1961), producción
Argos distribuida por Lutecia; libreto: Edgar
Morin y Jean Rouch; fotografía: Raoul Coutard,
Michel Brault, Roger Morillére, Jean-Jacques
Tarbés. Director: Jean Rouch. 91 m. Es una
variante del juego de la verdad. Sobre las caras
de Marie-Lou, una alcohólica desquiciada; de
Landry, un estudiante negro; de Marceline, una
judía deportada, y de Angelo, un obrero despedido
de las fábricas Renault, golpea implacablemente
esta pregunta: ¿Usted es feliz? Delante de
ellos, y "sirviéndose de la cámara para suprimir
la cámara", el etnólogo Jean Rouch (46 años) y el
sociólogo Edgar Morin (42 años) los acicatean,
registran sus tensas contestaciones y ponen
lúcidamente al descubierto sus complejos, En los 5
minutos finales, los autores y los cuatro
interrogados ejercitan colectivamente la
autocrítica frente a una pantalla donde repasan
sus estallidos de histeria y de ternura. Ese es,
quizá, el mejor momento de la obra; sensatamente,
uno de los personajes comenta entonces: "La
primera parte del film es un poco aburrida, y
cuando no es aburrida es impúdica." No es una
opinión desdeñable. La experiencia Rouch-Morin
conmocionó a la crítica en el festival de Cannes
1961 (donde obtuvo el premio Fipres-ci, ex-aequo
con La mano en la trampa, de Torre Nilsson); desde
ese momento, el slogan cine-verdad empezó a
envolverla. El método fenomenológico de Rouch, sin
embargo, no había ido mucho más lejos que el del
francés Pierre Lazareff en los ciclos televisados
de Cinq colorines á l'une, e incluso dos errores
lo ponían en desventaja respecto de esa emisión:
su falta de objetividad, hacia el final, cuando
fuerza al espectador a compartir su compasión por
Marie-Lou y Marceline, y lanza una franca denuncia
contra el racismo en vez de dejar al espectador
que piense por su cuenta. El testimonio, al
comprometerse así, se diluye. El segundo yerro
es de índole formal: Rouch y Morin anunciaron a
Crónica de un verano como una obra revolucionaria,
y lo cierto es que su estructura narrativa resulta
absolutamente clásica, con una historia que se
desarrolla linealmente en el tiempo e incluye
algunos injertos explicativos. Toda revolución de
concepto exige también una revolución de forma:
este film no cumple con el segundo postulado, y en
cuanto al primero, los límites del documental
sociológico ya habían sido puestos de relieve 35
años atrás por el soviético Dziga Vertov cuando
realizó su Kino-Glaz (El ojo de la cámara). Lo
mejor de la obra está en su franca actitud moral,
en la implacable (y hasta impúdica, como anota el
estudiante Landry) voluntad de mostrar al hombre
sin máscaras. Menos admirable es el esfuerzo de
Rouch por exhibir la vida con toda su fluencia,
con su absoluto despojamiento de dramatismo:
porque, entre las infinitas interrogaciones que el
film desliza junto $ la interrogación fundamental
(¿Usted es feliz?) se introducen unas cuantas
respuestas. Y en el juego de la verdad, eso es
trampa.
Erotismo sin
reposo EL REPOSO DEL GUERRERO (Le repos du
guerrier, Francia, 1962), producción Cosne
presentada por Columbia; libreto: Roger Vadim y
Claude Choublier; fotografía: Armand Thirard;
intérpretes: Brigitte Bardot, Robert Hossein,
James Robertson Justice, Macha Meril, Jean-Marc
Bory. Director: Roger Vadim. 102m. Todo está
prolijamente ordenado en el mundo de Geneviéve Le
Theil: desde su noviazgo con un burgués adusto
hasta en sus expansiones eróticas en hoteles
alejados de su departamento de soltera. Pero el
esquema se rompe cuando Geneviéve va a Dijon para
recibir una herencia y rescata allí del suicidio a
Renaud Sarti, un intelectual para quien no hay un
solo valor importante sobre la Tierra. Hasta
ahí, el personaje de Geneviéve es mezquino, falso,
absolutamente opuesto a la imagen que los
sociólogos y los creadores tuvieron siempre de
Brigitte Bardot; más adelante, cuando Sarti
humilla sagazmente a Geneviéve, la obliga a
limpiar desnuda el cuarto donde ambos se han amado
y a arrastrar desde la calle decenas de botellas
de whisky por semana, mientras él lee novelas de
la serie negra y asegura que los celos no son otra
cosa que vanidad herida, la imagen de la Bardot
adquiere su verdadera tensión erótica.
Simultáneamente, la transcripción fílmica que
Vadim ha hecho de El reposo del guerrero comienza
también a ejercer su fascinación superficial. Lo que importaba en la novela de Christiane
Rochefort era la exaltación del erotismo como
clave de la felicidad; Vadim escamotea
constantemente ese elemento, lo desdramatiza, lo
transforma en un mero dato psicológico. En
compensación acumula una serie de símbolos,
reiterados como un estribillo, que permiten
advertir cómo el descubrimiento del placer físico
desgasta y transforma a Geneviéve: las camas en
desorden, las lágrimas de felicidad, los enormes
rostros juntos. Ese es el fragmento más lírico
y mejor resuelto de la historia. Porque en el
resto, Vadim se deja dominar por los fastuosos
ambientes en que encierra la narración: una villa
cerca de Florencia, una calle en Venecia, algunos
lúgubres bares italianos atestados de prostitutas.
Y, al mismo tiempo, hace de un tema
anticonformista un mero drama psicológico en el
nivel más tradicional. El reposo del guerrero
es, de algún modo, una culminación de ese estilo
lujoso y vano en el que Vadim casi no admite
competidores: a mitad de camino entre el
barroquismo, la superficialidad, la sofisticación
y la inteligencia, Vadim sólo da plenamente en el
clavo cuando dirige a sus dos conmocionantes y
lúcidos protagonistas: Robert Hossein, quien asoma
aquí con un insospechable talento interpretativo,
y Brigitte Bardot.
El crepúsculo de
Zavattini LAS ITALIANAS Y EL AMOR (Leí italiane
e l'amore, Italia1961), distribuido por Ultra
Films; libreto: Cesare Zavattini; fotografía:
Deva, Gatti, Barboni, Picone y Nebiolo; música:
Gianni Ferrio. Directores: Baldi, Ferreri, Macchi,
Massellit Mazzetti, Mingozzi, Musso, Nelli,
Questi, Risi y Vancini. 85m. Hace tiempo que
Zavattini está empeñado en escarbar la realidad,
los hechos cotidianos. Empezó en la década del 40,
con Cuatro pasos en las nubes (Alessandro
Blasetti), llegó a la cima en 1952, con Umberto D
(Vittorio de Sica) y comenzó a desinflarse en un
ciclo de obras posteriores que señalan su
vinculación con los nuevos realizadores italianos
o su regreso a una colaboración menos señera (Dos
mujeres, de De Sica). A los 61 años, Zavattini
sigue añorando sus temas ideales: Italia mía o la
exposición de una hora y media de la vida de un
hombre de la calle. Si su aporte ha sido
fundamental para el cine contemporáneo, no es
menos cierto que este escritor apenas cumplió la
mitad de sus ambiciones. El método de la encuesta
como base de la creación fílmica, por él pregonado
y ejercitado, lo ha conducido a triunfos menores;
solamente cuando salió de sus estrecheces,
Zavattini trascendió la mera copia de la realidad;
fueron los casos de Umberto D y Roma a las 11
(Giuseppe de Santis). Dos años atrás, y con un
reportaje de Gabriella Parca a la vista (Las
italianas se confiesan), Zavattini decidió
presentar una imagen anticonformista de las
mujeres de su país. Su fuente: las cartas enviadas
a los consultorios sentimentales de las
publicaciones y una serie de encuestas directas. Con ese material y la contribución de
diez guionistas y once realizadores (algunos de
fama: Marco Ferreri, Francesco Maselli,
Florestano Vancini) plasmó nueve episodios
apoyados en zonas específicas: las madres
solteras, el amor adolescente, el adulterio, el
fracaso matrimonial, la búsqueda del éxito,
etcétera. El tono del film es el del reportaje,
aunque se utilizaron actores profesionales y hubo
que reconstruir cada historia, inclusive en
decorados de estudio. La impresión general es la
de un cúmulo de pildoras más o menos sinceras, más
o menos sobrias y comprometidas, con algún rasgo
de vigor narrativo (los sketches "El tajo" y "El
suceso") y una general parsimonia digna del más
elaborado film comercial. A Zavattini le fue
mejor con otra encuesta: El amor en la ciudad
(realizadores: Antonioni, Fellini, Lattuada, Lizzani y Dino Risi; 1952). Ahora, sin demasiada
pasión y con mucho descuido, Zavattini no ha
podido sacar a Las italianas del lugar común, de
una apurada exigencia de verdad que la derrumba.
Ocurre que a ese lugar común le falta algo que
Zavattini sabía prodigar: lirismo.
Vacilación a
marcha forzada LA MARCHA SOBRE ROMA
(La marcia
su Roma, Italia, 1963); presentado por Artistas
Argentinos Asociados; intérpretes: Vittorio
Gassman, Ugo Tognazzi, Roger Hanint Mario Brega y
Antonio Cannas; libreto: Age, Scarpelli, de
Chiara, Continenza, Scola y Macari; fotografía:
Alfio Contini; música: Piero Piccioni. Director:
Dino Risi. 95m. Presumiblemente, cabían dos
soluciones para transportar a la pantalla un hecho
histórico tan cargado de consecuencias como la
marcha de los fascistas sobre Roma, el 27 de marzo
de 1922. Una, era subrayar el rico contexto
político-social del momento y (puesto que de hacer
un film cómico se trataba) elaborar con él una
gigantesca farsa coral, un "grotesco" colectivo.
Otra, era preocuparse únicamente de los personajes
confiados a los caudalosos talentos de Vittorio
Gassman y de Ugo Tognazzi: dos infelices devueltos
por la Primera Guerra Mundial a una sociedad en
transición que los rechaza. Los guionistas en
primer lugar, y el propio Diño Risi en segundo
término, han vacilado entre ambos enfoques: el
resultado, híbrido e insustancial, es muestra
patente de esa indecisión. Asombra que se haya
desdeñado (pese a ocasionales aproximaciones) la
indagación más a fondo de aquel tiempo que, si fue
pintoresco, no dejó de llevar en sí el germen de
acontecimientos tal vez demasiado previsibles. Asombra también que el retrato de los
protagonistas sea tan superficial y que se los
haga incurrir en incidencias de antigüedad
venerable en la pantalla: ninguno de ellos alcanza
a superar del todo la endeblez de un libro
anémico. Las desventuras de los dos amigos,
obligados por las circunstancias a plegarse a los
camisas negras, no conmueven lo bastante ni son
suficientemente divertidas; y el episodio de la
marcha en sí es deslucido y pobre, como
seguramente no lo fue en la realidad. En Dini
Risi sorprende la ausencia de ritmo seguro (algo
que hasta sus films más mediocres poseían), de
vibración, de explotación a fondo de personajes y
de situaciones. La marcha procede a saltos
incoherentes, y algún buen gag ocasional no hace
sino destacar la pobreza del resto. Lo mejor es el
final, cuando sobre las imágenes de un viejo
noticiario que muestra a Víctor Manuel III
conversando con un almirante, se superponen las
intencionadas frases de un diálogo imaginario cuya
conclusión es: "Se puede hacer un experimento de
algunos meses con estos fascistas, que parecen
gente seria".