Alain Resnais se
transforma en "Muriel": Ahora imita a Balzac Durante tres meses (de
noviembre a enero 1962-63), el francés Alain
Resnais (41 años) elaboró silenciosamente en
Boulogne-Sur-Mer su tercer film, Muriel, al que la
apasionada crítica francesa acaba de calificar,
con estrepitosa unanimidad, como "su mejor obra,
si no la única: Hiroshima y Marienbad eran apenas
el boceto, el anuncio de este apabullante ejemplo
de cine". Pero Resnais no es sólo
un creador sino también un crítico: después de
haber explicado a PRIMERA PLANA cuál era el tema
de Muriel (número 8, página 36), reflexiona ahora
sobre sus elipsis y ambigüedades. Por de pronto ha
confesado que, frente a un cine político o
militante, "quise hacer una obra de estímulo. Mis
héroes no son ejemplares, pero suscitan en el
espectador ideas como ésta: En el lugar de Héléne
(la protagonista, una mujer de 45 años que
recupera simultáneamente a su hijo y a su primer
amante) yo haría esto o aquello. Es un público
activo el que hace falta". Por primera vez,
Resnais declara su adhesión al realismo: "En
Muriel —dice— he querido traducir una especie de
enfermedad que me parece típica de Francia: su
respiración burguesa. De tal modo, la hora y media
que dura mi film no incluye otra cosa que un friso
francés, con transeúntes que no hacen nada en la
calle, y a quienes sobrepasan los acontecimientos
cotidianos. Casi un plagio de Balzac". El film es también su
primer ensayo en color, si se exceptúan cortos
como Noche y niebla (1955) y El canto del estireno
(1958); pero son colores suaves, "colores
decolorados", según su propia definición: "Quise
que los tonos de verde, rosa, celeste y gris
tuviesen la misma imperceptibilidad que en la vida
real, donde uno se olvida de verlos. Hay un lugar
común, según el cual la realidad es gris. Pero eso
no es verdad: alrededor de nosotros se mueven
colores esplendorosos a los que no prestamos
atención". Resnais asegura que "el
cine nació con la idea de filmar en colores. Jamás
Lumiére o Edison soñaron con obras en blanco y
negro; ellos no concebían a su arte sino como un
mundo sonoro, parlante, en colores y en relieve.
Pero en Muriel, la omisión del blanco y negro
responde a las necesidades del realismo: empleé el
color con la constante preocupación de no
transformarlo en un apoyo dramático; lo que yo
quería era ser fiel a la simplicidad y hasta a la
trivialidad de mi historia".
En la placidez cabe el
horror Quienes observan la
evolución de Resnais desde su primer corto
metraje, Van Gogh (1948), se han preguntado por
qué en su obra reposa siempre un trasfondo de
horror, de mutilaciones o de guerras, pero de un
modo elíptico, sin un abierto compromiso político.
Por primera vez también Resnais ha ensayado una
explicación para ese juego: "Siempre tuve tal
miedo de la demagogia —ha dicho—, que he preferido
los rodeos". Más agudamente declaró
que en Muriel, "mi libretista (Jean Cayrol) y yo
tratamos de demostrar que el horror, el crimen y
la violencia no están naturalmente (al menos en la
vida) rodeados por una atmósfera de horror, de
crimen y de violencia. Somos capaces de frecuentar
el horror sin percibirlo, somos capaces de
conducirnos de una manera que, más tarde, se nos
aparece como incomprensible e inexplicable. No
siempre los seres humanos están a la altura de sus
destinos. Y ése es uno de los más antiguos errores
del cine: suponer que a grandes acontecimientos,
corresponden grandes criaturas. Por eso, en Muriel
he descripto personajes infinitamente más pequeños
que los hechos desencadenados por ellos mismos". Pero Resnais parece
haber ido en Muriel más lejos que en Hiroshima o
Marienbad en lo que concierne a crítica social:
"Esta obra —dice— está impregnada de una
enfermedad a la que podría llamarse la
civilización del bienestar. A través de esa
actitud he querido obligar al espectador a
preguntarse: «¿Es realmente esto lo que quiero?»." Hace 2 meses Muriel se
exhibió en el Festival de Venecia, y obtuvo sólo
un premio de interpretación femenina (Delphine
Seyrig). Al enterarse, Resnais se encogió de
hombros y dijo: "Ahora estoy seguro de haber
acertado".
________ Máscaras Un puzzle con cinco
actores escondidos A los 57 años, John
Huston ha resuelto retornar a sus propias fuentes:
hace 2 meses puso fin a The List of Adrián
Messenger (La lista de Adrián Messenger), un audaz
golpe de cine negro en el que, deliberadamente, ha
introducido los artificios y juegos de estilo de
su primer film, El halcón maltés (1941). La nueva obra es una
especie de remake, pero en tono dramático, de Los
ocho sentenciados (1949), una imaginativa comedia
del inglés Robert Hamer, donde 7 personajes eran
simultáneamente encarnados por Alee Guinness; la
innovación de Huston consiste en enmascarar hasta
lo imposible a 5 actores de primera línea: Burt
Lancaster, Frank Sinatra, Kirk Douglas,
Robert Mitchum y Tony Curtis. El espectador, así,
se verá forzado a adivinar quién es quién durante
el relato, porque sólo en la última imagen las
máscaras son arrancadas. Huston confía en que
ese juego disimule las infinitas (y voluntarias)
incoherencias del tema, concentrado sobre la caza
de un criminal que elimina a 12 personajes para
heredar una fortuna. La décima víctima, Adrián
Messenger, ha dejado una lista de asesinados en
mano de su amigo Getthryn, ex agente del
Intelligence Service. Al realizador le ha
preocupado menos la historia que la ambientación,
resuelta en las campiñas de Gales e Irlanda. La
lista incluye algunas sorpresas menores dentro de
su crucigrama: una caza del zorro, descripta por
el fotógrafo Joe MacDonald como "la escena que
mejor iluminé en mi vida"; el regreso al cine de
Clive Brook (62 años), un famoso seductor de los
años 30, y la incorporación como actor de Walter
Anthony Huston, nieto de un actor formidable
(Walter Huston) e hijo mayor de John, cuyo
ejemplar estilo interpretativo podrá apreciarse
otra vez en El cardenal, de Otto Preminger. Esas
son también otras de las formas que él ha elegido
para su retorno a las fuentes.
__________ Escándalos "Adieu Philippine",
puesta en la picota Cuando el 25 de
setiembre pasado La Pagode y Monte-Carlo
estrenaron simultáneamente en París Adieu
Philippine, primer film de Jacques Rozier, quedó
clausurado el más tempestuoso escándalo en la
historia de la nouvelle vague. El lanzamiento de
Philippine, por lo demás, coincidía con la
disgregación de todo ese movimiento, de cuyas
cenizas emergían pocos sobrevivientes: Truffaut,
Godard, Louis Malle y, acaso, el propio Rozier, al
margen de un Alain Resnais fuera de serie. Philippine había sido
gestado en julio de 1959, escrito por primera vez
en noviembre de ese año, reescrito en abril de
1960, filmado dos meses después, refilmado en
diciembre de 1961 y compaginado desde noviembre de
1960 a junio de 1961. Demasiado tiempo para una
obra de principiante. Desde un año y medio
atrás, ningún distribuidor francés quería hacerse
cargo de Philippine, reprobada por su propio
productor (Georges de Beauregard) y estigmatizada
por los poquísimos exhibidores que la habían
visto. Uno de éstos, Sammy Siritsky, propietario
de una cadena de salas en Champs-Elysées, declaró
que no hacía objeciones al film, pero tampoco
accedía a comprarlo: "Tengo mis propias
explicaciones. Hasta el 2 de octubre sólo han
concurrido 6.000 espectadores al Monte-Carlo y
4.000 a La Pagode. Diez mil personas en una semana
son demasiada poca gente para nuestro negocio. Yo
preví a tiempo ese descalabro". El tema, escrito por el
propio Rozier, no parecía anticipar un fracaso tan
estrepitoso: es una historia de amor entre dos
excelentes amigas, Liliane y Jacqueline, y un
técnico de televisión, Michel. La gracia consiste
en que Michel es compartido y no disputado, y en
que las dos muchachas se cuentan mutuamente todas
las conversaciones que mantienen con él. El juego
se interrumpe cuando el técnico es convocado al
servicio militar. A esta altura,
Philippine es ya un típico film maldito, y parece
improbable que alguna vez sea exportado de
Francia. Razón de más para conocer su complicada
historia.
La culpa fue de
Jean-Luc Primero fueron palabras
en el aire. Rozier tiene una conversación con
Truffaut en Saint-Paul-de-Vence, durante el
estreno de Los cuatrocientos golpes, y le comenta
su plan de realizar un film "sobre la vida de uno
o más jóvenes antes de partir para el servicio
militar" (julio, 1959). En noviembre de ese
año, Rozier deja a medio hacer un libreto
provisionalmente titulado Abracémonos esta noche:
en él había demasiadas referencias a la guerra de
Argelia, y descontaba que el ejército no
permitiría la filmación. En diciembre, Rozier es
presentado al productor Beauregard por Jean-Luc
Godard, y obtiene de él una semipromesa de apoyo.
El 12 de febrero de 1960, Beauregard contrata a
Rozier. Ese día comienza un
doble suplicio: el productor apremiará al
realizador para que termine de una buena vez el
film y gaste estrictamente los 40 millones de
francos previstos en el presupuesto; el
realizador, por su parte, perderá la calma ante
esos apremios y elevará la cifra a 90 millones. Godard, que de algún
modo fue gestor del encuentro entre ambos hombres,
ha entonado públicamente su mea culpa: "Yo puse en
guardia a Beauregard —dijo— porque conocía a
Jacques mejor que nadie. Su manera de trabajar
exige tiempo, muchísimo tiempo. No hay contratos
que valgan con el". A fines de noviembre de
1960, Rozier ya había terminado la filmación: más
de 38.000 metros de película, unas diez horas y
media de proyección. Como durante el rodaje no
había estado asistido por ningún sonidista y como,
por lo demás, la mayor parte del diálogo se había
improvisado durante la marcha, descubrió entonces
con espanto que nadie entendía nada. Se vio
obligado, en los 6 meses sucesivos, a reconstruir
los diálogos leyendo los labios de los personajes.
Cuando Beauregard se enteró, tuvo una crisis
histérica. Llamó a Godard y le pidió que terciara.
Todo lo que éste hizo fue reconvenir tibiamente a
Rozier: "Estás exagerando, Jacques —le dijo—.
Trabajas como si fueras von Stroheim". En junio de 1961, el
productor se hartó de tanta historia y no quiso
saber más nada con Philippine: "Soy un tipo que
cree en la gente —informó—. Nunca había trabajado
más que con directores amigos. Rozier es mi
primera equivocación. No me gusta nada ese
individuo". El realizador, exasperado, insertó en
la revista Movie una carta pública: "Beauregard
—replicaba allí— es un hombre impulsivo, nervioso,
impaciente. Nuestro mal entendido deriva de un
solo hecho: él creyó que yo estaba compaginando
Philippine, cuando lo que hacía era leer en los
labios de los personajes." Después de tantas idas
y venidas, la distribuidora Exploit se hizo cargo
del film en mayo de este año. El 20 de octubre,
luego del fracaso público de Philippine, optó por
rescindir el contrato. Rozier no se desanima, sin
embargo. Acaba de declarar que, en el futuro,
"trabajaré con absoluta libertad. Ensayaré una
fórmula nueva de coproducción, o lo que sea. Estoy
hasta la coronilla de comerciantes".
______________ La terra trema Trastienda de una obra
maestra que tardó quince años en llegar
Hasta una semana atrás,
La terra trema (1948), segundo film del italiano
Luchino Visconti, era para el espectador argentino
solo un título mitológico cuyo prestigio habla
atravesado indemne dos generaciones de
cineclubistas. Se leían afanosamente los
centenares de apuntes críticos diseminados en
todas las revistas especializadas de Europa y USA;
se oían reverencialmente las noticias de primera
mano traídas por unos pocos viajeros privilegiados
que habían visto la obra en Roma; se comprobaba
con curiosidad cómo, año tras año, La terra trema
iba encaramándose cada vez más alto en las
encuestas sobre los Mejores Films del Mundo, hasta
ocupar el 99 lugar en la compulsa que efectuó la
revista inglesa Sight & Sound a principios de
1962. Casi mil quinientas personas pudieron verlo,
por fin, entre el domingo 27 y el miércoles 30 de
octubre, en las funciones organizadas, por el
Cine-Club Núcleo, de Buenos Aires. Las nueces
merecen todo el ruido que se ha hecho en torno de
ellas. Desde su mismo
nacimiento, La terra trema venía padeciendo los
típicos estigmas del film maldito: al ser
presentado por Visconti en el Festival de Venecia
de 1948, el jurado lo desplazó en beneficio del ya
desprestigiado Hamlet de Laurence Olivier; las
copias comerciales que circulaban habían sido
reducidas a 90 minutos, cuando la duración
original casi dobla esa cifra; la exportación
fuera de Italia fue constantemente dificultada por
las autoridades cinematográficas, y sólo después
de largos trámites algunas organizaciones
especializadas de Francia, Inglaterra, Bélgica y
USA obtuvieron copias completas, previo compromiso
de no comerciar con ellas. El propio Visconti, que
había imaginado a La terra trema como una trilogía
sobre la lucha de los obreros sicilianos por su
liberación (primer episodio, Los pescadores;
segundo, Los mineros; tercero, Los campesinos),
desistió de completarla después del ruidoso
fracaso comercial de la primera parte.
Idas y venidas en Roma Desde marzo de 1962,
cuando el crítico Guido Aristarco visitó la
Argentina, invitado por el Festival de Mar del
Plata, los dirigentes del Cine-Club Núcleo
empezaron a discutir la importación de La terra
trema. Aristarco, viejo amigo de Visconti y quizá
el mejor exegeta de la obra, les informó que el
negativo original estaba en poder del realizador,
y que no era improbable la cesión de una copia si
Núcleo se comprometía a no emplearla para
exhibiciones comerciales. Durante abril y mayo,
Salvador Sammaritano y Héctor Vena (quienes además
ejercen la dirección de la revista especializada
Tiempo de cine) mantuvieron correspondencia con
Aristarco sobre la cuestión. Finalmente,
aprovecharon el viaje a Italia de uno de los
colaboradores de Núcleo, el ingeniero Oscar
Itzcovich, para la cesión o venta de la copia. Catorce meses atrás,
Itzcovich logró averiguar que el negativo había
sido entregado por Visconti a ARCI (Asociación
Recreativa Cultural Italiana), la que estaba
dispuesta a ceder una copia por 200 mil liras
(poco más de 50 mil pesos argentinos), previa
autorización del realizador. La copia estaba tirada
en 16 milímetros (un total de 4 bobinas) y duraba
160 minutos, esto es, 29 menos de lo que indican
los catálogos sobre el neorrealismo. No parece
haber otra más completa. Sammaritano ha
declarado que Núcleo invirtió cerca de 100 mil
pesos en la operación, e incluyó en esa cifra los
abundantes cables intercambiados con Roma durante
el último año y medio, los gastos de flete y el
folleto que el Cine-Club editó el mes pasado, con
una traducción al español de todos los diálogos
sicilianos de la obra. Hace unos 3 meses, por
fin, y cuando ya habían pasado 4 desde que el
ingeniero Itzcovich puso fin a la operación de
compra, La terra trema llegó a la Argentina en las
valijas del realizador argentino José A. Martínez
Suárez. Antes de presentar el film en público,
Núcleo hizo tirar en laboratorios locales un
contratipo de la copia italiana, para prevenir los
inevitables deterioros que afectarán al film en
sus exhibiciones inmediatas.
Con respeto y asombro La idea de Núcleo es
distribuir La terra trema entre los cine-clubes
argentinos y las escuelas de cine, para alcanzar
la máxima difusión posible. Su convenio con ARCI
le impide perentoriamente organizar exhibiciones
comerciales de la obra, pero no es improbable que
algunas funciones gratuitas en aulas
universitarias pongan el film al alcance de todo
espectador interesado. Los diálogos de La
terra trema están en dialecto siciliano: el propio
Visconti ha explicado que "todos los actores del
film han sido elegidos entre los habitantes de
Acitrezza, una región sobre el mar Jónico, cerca
de Catania. Ellos no conocen otro idioma que el
siciliano para explicar rebeliones, dolores,
esperanzas. El idioma italiano no es en Sicilia el
idioma de los pobres." Visconti daba a esos
improvisados actores una idea completa de la
escena que debían filmar; ellos creaban
íntegramente los diálogos. "Sus palabras sonaban
hermosas —recuerda Visconti—. Como si fuera
griego." Para superar los
problemas de comprensión que el dialecto planteaba
hasta al propio público italiano, Visconti incluyó
un comentario explicativo. Núcleo tradujo ese
comentario al español, lo grabó sincronizadamente
con las imágenes y exhibió así el film en las 3
funciones que ha organizado hasta ahora. A 15 años
de su gestación, La terra trema sigue naciendo,
inclusive en la Argentina.
__________________
Films de la Semana Un helado documental LA BANDA CASAROLI
(Idem, Italia, 1962), producción DeLaurentiis,
distribuida por Astor Films; libreto: Stefano y
Sergio Strucci, Vancini y Federico Zardi;
fotografía: Sandro D'Eva; música: Mario
Nascimbene; intérpretes: Renato Salvatori,
Jean-Claude Brialy, Tomás Milian, Director:
Florestano Vancini. 105 m.
Durante dos meses de
1950, Italia se estremece con las andanzas del
asaltante de bancos Paolo Casaroli (Salvatori), un
típico producto de la posguerra, que admira a
Mussolini y aspira a practicar sus doctrinas. "El
mundo —dice— se divide en dos clases: los que
alzan las manos y los que las hacen alzar." Para
Casaroli, lo que importa es la acción, porque
define la virilidad, entraña el goce auténtico de
la vida: "La mejor poesía es la de los hechos". Tiene dos cómplices:
Corrado, un escéptico entregado al delito por
abulia (Brialy); y Gabrielle (Milian), un
adolescente que llega al crimen hechizado por
Casaroli más que por la fastuosidad y el deleite
que las aventuras le procuran. El final de la
banda es rutinario: después de un atraco
frustrado, en el que dos hombres caen muertos, el
terror apura el desenlace: Corrado y Gabrielle se
suicidan, Paolo se salva, aunque recibe varios
balazos en el cuerpo. En la cama de un
hospital confiesa a un periodista que él también
intentó eliminarse y no pudo: la pistola estaba
descargada. Sin embargo, había dos balas.
Obviamente, Casaroli es un fanfarrón; su fascismo,
una máscara para esconderse, para huir de la
realidad, para seguir atado a la cómoda rebeldía
que le provocó la guerra. De sus cómplices sólo
explica: "Cumplieron con su deber". El no tiene
deber alguno. Este estudio de
caracteres estaba en las intenciones de los
libretistas y del realizador al resucitar el caso.
Les interesaba más que aprovechar los contornos
policiales, la mera anécdota. Hasta cierto punto lo
consiguen; pero su visión del tema no supera la
glosa, la agrupación de cuatro o cinco
informaciones valiosas. Tal como se presenta al
espectador, La banda Casaroli es una película
meritoria pero fría, académica. Una de las razones
quizá estribe en la excesiva minucia con la que el
ex documentalista Florestano Vancini, de 39 años,
pone el guión en imágenes y busca ser objetivo
hasta la sequedad. En 1960, cuando Vancini
—conciudadano de Michelangelo Antonioni— de-'cidió
revisar una experiencia que lo había tocado de
cerca y hacer historia a través de la crónica,
brindó su primer film: La larga noche del 43,
aguda interpretación del derrumbe fascista. En La
banda Casaroli se pierde en un asunto que no
ahonda demasiado, que deja escapar con brillantez
y sin vuelo.
Enigma para argentinos MAL HIJO (Horizons
West, USA, 1952), producción Universal; argumento
y guión: Louis Esteres; fotografía en tecnicolor:
Charles P, Boyle; música: Joseph Gershenson;
intérpretes: Rock Hudson, Robert Ryan, Julia
Adams, Raymond Burr, Judith Brown. Director: Bud
Boetticher. 85 m.
Es el primer western
famoso de Boetticher, pero al espectador argentino
le interesa algo más que esa mera circunstancia
filmográfica: ocurre que en la primera parte de la
obra, una banda de cuatreros encabezada por Dan
Hammond (Robert Ryan) pasa su ganado a un no
definido territorio libre que limita con Texas;
allí los vacunos son vendidos por un caudillo que
se "hizo general para proteger a mi pueblo",
previa entrega de un 22,5 por ciento de comisión.
El dato podría omitirse si en el despacho de ese
caudillo, ostentosamente, Boetticher no hubiera
entronizado los retratos de José de San Martín y
de Bartolomé Mitre, envueltos en la bandera
argentina. A fines de la semana pasada, pudo
saberse que el Instituto Sanmartiniano estaba
investigando el hecho. Por lo demás, Mal hijo
se ha deteriorado gravemente en los 11 años que
median desde su realización a su estreno en Buenos
Aires. Aunque su punto de partida era válido
—examinar la historia de un ex comandante sureño
que, al terminar la Guerra de Secesión, trata de
fundar un imperio económico en Austin, Texas,
valiéndose de robos y depredaciones—, Boetticher
mantiene todo el relato dentro de un esquematismo
dramático todavía más pronunciado que el de sus
westerns mayores (Hombres sin destino o El secreto
del jinete). Lo mejor del film debe buscarse en su
espléndida y minuciosa ambientación y en la
habilidad con que transforma el paisaje en otro
personaje del relato. De algún modo, Mal hijo
es una síntesis de los vicios y de las virtudes
del western de clase B. Boetticher demostró
después que era capaz de llevar el género a su
mayor pureza. Su fórmula: eliminó los vicios.