Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Teatro: Los autores argentinos y la historia
"La propiedá no esiste", sentencia el cafetero protagonista de Chúmbale, la pieza de Oscar Viale repuesta con éxito en el Blanca Podestá, ensayando una actitud de protesta. Así, tras los temas presuntamente realistas que en la década del 60 insistieron con querellas familiares alrededor de una sopera humeante (y cuyo último avatar sería el 'Morir en familia' del grupo Stivel), el teatro político, o revolucionario, o social, o ideológico, o comprometido —de acuerdo a la calificación que cada uno consienta en darle—, arriba al escenario local. A la par de Viale, otros autores exploran esa veta que hasta hoy, con escasas excepciones, apenas si había merecido —por lo menos durante las cuatro últimas décadas— la atención jocosa de la revista.
Así, Ricardo Monti (Historia tendenciosa de la clase media argentina) descabeza sistemáticamente a un sector habitualmente entregado; el brasileño Augusto Boal (El Gran Acuerdo Internacional del Tío Patilludo) arremete, con la endeblez del panfleto, contra los ardides del imperialismo, y Walter Operto (Ceremonia al pie del obelisco) elige el manicomio como espejo de una sociedad alterada. De pronto, palabras que estremecen a los bien pensantes inundan la platea: revolución, clase obrera, lucha de clases, peronismo, imperialismo.
Luis Brandoni, que interpreta al cafetero de Chúmbale y es uno de los productores del espectáculo, está eufórico: el sábado 25 de diciembre recaudaron 475 mil pesos, todo un record para estos tiempos y para ese día del año. "Este tipo de teatro —informa— surge siempre como una necesidad. En la época de Perón tuvimos autores como Dragún, Gzarraga, Cuzzani. Ahora se da un resurgimiento del teatro político, como una necesidad de romper con el ahogo, la censura, la represión." Ricardo Halac, coautor de El avión negro —con Roberto Cossa, Ricardo Talesnik, Carlos Somigliana y el desaparecido Germán Rozenmacher—, piensa que el movimiento actual "sigue la línea de Sánchez, Payró, Discépolo, Arlt, que se continúa en Gorostiza, Dragún, Cossa: la línea del realismo crítico".
Es verdad que cada uno de esos autores, según las circunstancias políticas que les tocaron vivir, asumió su compromiso, .porque el teatro, al decir de Monti (cuya primera pieza, Una noche con el señor Magnus & hijos, también disecaba a la burguesía), "tuvo siempre una función didáctica entre comillas, ya que no se trata de enseñanza sino de reflejo". Y aclara, con gentileza pero muy seguro: "En general, podría decir que lo que pretendo con mi obra es una toma de conciencia del espectador con respecto a la historia".
Cossa (Nuestro fin de semana, La pata de la sota), en fin, argumenta: "En un país donde hay una guerrilla activa, donde se producen los cordobazos, donde se vive un terrible proceso de pauperización, donde se asiste a una creciente falta de libertad, los intelectuales sienten que tienen que servir, que tienen que participar de ese proceso".

FORMA Y CONTENIDO. De esta manera, el concepto se amplía, se perfecciona: el teatro no sólo reflejaría una realidad sino que la asumiría y participaría de ella, en la medida en que es una expresión estética hecha por argentinos.
"En este momento no hay que pedirle al autor formas sino contenido —sostiene Néstor Raimondi, un director argentino que vivió diez años en Europa, que entre otras cosas dirigió Brecht en el Berliner Ensemble y que tropezó, hace poco, con El casamiento de Laucha, en el Alvear—. Me interesa muy poco que sea realista, modernista o de la crueldad; lo que me importa fundamentalmente es que esté inserto en la realidad nacional." Es que la forma puede llegar a ser tan sólo el regodeo intelectual, la satisfacción individual de haber captado las últimas tendencias de la escena norteamericana o europea. "La forma es dependencia —señala Halac—, en la medida en que no sirve a un contenido nacional." Y Rozenmacher, desde el recuerdo, le contesta con su síntesis admirable: "La forma sirve mestizada".
"Una forma nuestra de expresarnos, un lenguaje propio e intrasferible que sólo podría darse en nuestro país —proclama Ricardo Talesnik, autor de La fiaca—. Cuando digo lenguaje no me refiero al diálogo, no hablo de pintoresquismo, hablo de una forma de expresión teatral que nos represente. Encontrar nuestro lenguaje es muy difícil, porque todavía estamos buscando a nuestro país."
En este sentido, el autor y director Boal, afincado en la Argentina, no reniega del panfleto: al contrario, se entrega a él con placer, "por lo menos cuando el panfleto se refiere a una cosa tan importante como la lucha antiimperialista". Claro que, si bien el panfleto puede ser un hecho artístico, y sin descartarlo como manifestación de teatro comprometido, conviene recordar que la simple enunciación de slogans o símbolos puede llevar a una consideración superficial de los problemas expuestos. Brandoni, por su lado, sostiene que "la gente que hace teatro político en Buenos Aires reacciona contra las formas tradicionales: habría que recurrir a formas menos rigurosas, a fin de que el gran público entienda lo que dice el autor".

MASAS Y ELITES. El renovador Piscator, en la Alemania de fines de los años 20, afirmaba: "Las obras, además de ser consecuentes y de opiniones radicales, deben tener éxito. El teatro necesita del éxito. No basta solamente con el artículo de fondo". Y éxito, en un teatro
social o político, o como se convenga en llamarlo (aunque ambos términos no sean exactamente equivalentes), en alguna medida significa alcanzar sectores no acostumbrados, capturar a un público nuevo. Todos los que proyectan una forma dinámica de teatro, se formulan el mismo razonamiento de Piscator y se enfrentan con una realidad sometida a determinadas leyes comerciales.
"Hacemos un teatro de 130 butacas", señala Brandoni. "Los espectadores de un espectáculo de éxito alcanzan sólo a 50 mil u 80 mil —atestigua el director David Stivel, y compara—: frente al cine y la televisión, es mínimo el aporte que hace el teatro." Grotowski le ha dado a este fenómeno una solución radical: prescindir de todo lo que no sea el actor y limitar el número de espectadores; pero es claro que trabaja en un país socialista, con subvención estatal. Acá, en la Argentina, Oscar Viale confiesa: "Mi búsqueda es la del meollo de un teatro popular, el medio de cambiar a ese público que va a ver un espectáculo divertido o con figuras, hacia un espectáculo con casi los mismos elementos más un fondo de carácter social".
Desde su larga experiencia en el fenecido teatro independiente, Onofre Lovero aconseja "descentralizar el teatro para que cumpla sus objetivos, llevarlo a todas partes, tradicionales o no; tenemos que llevarlo al pueblo, olvidar los maquillajes, los vestuarios, los decorados; ir desnudos, para conversar y enriquecernos en ese diálogo; volver a la humildad más absoluta".
Pero, ¿existe realmente ese público no tradicional, sediento de teatro? El novel Mario Diament, autor de la pieza argentina más importante de 1971, Crónica de un secuestro (que ingresa en lo político sin serlo estrictamente), es bastante escéptico: "Pienso que el teatro va a seguir siendo un entretenimiento para la clase media: pensar en hacerlo para el pueblo es utópico, porque al pueblo no le interesa el teatro ni le interesará mientras no logre reflejar el verdadero interés del hombre argentino, que es bastante complejo". Se ajusta los anteojos y reflexiona: "Willy Loman, protagonista de La muerte de un viajante, de Miller, es el hombre norteamericano; en nuestra dramaturgia no hay un personaje que sea, ni siquiera, el hombre de Buenos Aires".
Otro autor, Carlos Somigliana (Amarillo), se cuestiona: "¿Llevar el teatro a sectores no tradicionales? No sé, no estoy seguro de los resultados que pueda provocar en ese público; es más, pienso que la cultura no le interesa, toda vez que ésta ha sido para ellos un instrumento de domesticación". Y medita: "Tengo dudas, pero el tema me preocupa desde un punto de vista personal. Yo tengo más clara mi necesidad de ellos, que la posibilidad de que ellos tengan necesidad de mí".

CIERRE DE IMPORTACIONES. "He cerrado la importación de obras extranjeras, que únicamente me interesan como lector o espectador —enuncia con firmeza David Stivel, cacique del clan que ha adoptado su nombre como divisa de combate—. No deseo sino dirigir teatro argentino. En materia autoral, no necesitamos genios: sí, trabajar juntos, plantearnos lo más posible nuestros problemas reales, en procura de lograr lo que el teatro aporte a la modificación de la sociedad".
Monti profesa su fe: "El teatro ya no es ese oficio artístico de hacer bien cualquier cosa, fundamentalmente obras ya probadas, sino aferrar las puntas que han surgido de un teatro nuestro, auténtico, comprometido". A punto de sumergirse también él, con su incesante Hablemos a calzón quitado, en las posibilidades de la calle Corrientes (el Astral), Guillermo Gentile supone que "en el vasto panorama de la búsqueda actual, se ha perdido al destinatario, el público; no critico ni invalido toda esa búsqueda, pero entiendo que en muchos aspectos no le interesa a nadie, excepto a quienes la hacen". Lo importante es que hay unanimidad en cuanto al apoyo del autor argentino: con él, los actores se encuentran a sí mismos, se cuestionan a sí mismos, se conocen más a sí mismos; y los directores invocan más o menos las mismas razones, y todos sienten que de esta manera logran un contacto más vital e íntimo con el espectador. Contacto del cual, según Halac, surge "un cambio que modifica la conciencia del espectador y del espectáculo; eso es hacer historia".
(Informe de Jorge Capodistrias)
PANORAMA, ENERO 4, 1972

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