Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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Beatriz Guido: obrera, estudiante, quizá tímida Hace seis años que Beatriz Guido no publica. Lo saben los libreros, sus preocupados editores, sobre todo sus lectores. El incendio y las vísperas, fue el best-seller argentino más clamoroso de los años 60; sin embargo, ante la aparición inminente de Escándalo y soledades —su primera novela desde 1964— la autora se pronuncia vehementemente contra el culto del éxito: “Ante el «best-sellerismo» al que me arrastró mi novela anterior, advertí lo fácil, lo efímero de ese clima artificial que súbitamente envuelve a un escritor, a un libro. Y lo peligroso: cuántos talentos arruinados por un éxito temprano, que no se supo poner en perspectiva. Claro que me alegra que, por ejemplo, Bioy tenga decenas de miles de lectores para su Diario de la guerra del cerdo; lo terrible es cuando Graham Greene escribe Viajes con mi tía pensando en la lista de best-sellers, en la venta para el cine y los derechos subsidiarios”. ¿En qué trascurrieron estos años? “Es cierto que escribí Escándalo y soledades, en un año y medio pero tardé cinco años en poder hacerlo”, desafía la Guido. Sus imágenes más populares (la señora de “Bupsy” Torre Nilsson escribiendo en el set, durante la filmación; la gran sofisticada y distraída, generosa en anécdotas que se repiten desde Londres hasta Nueva Delhi) se retiran ante una identidad imprevista: “En estos años volví a ser la estudiante de filosofía y letras, ávida de conocimientos, que partía a los diecinueve años para Italia, a estudiar con Croce”. Pero a otros tiempos corresponden otros maestros. “Mi vida está hecha de amores, de amistades tan complejas y fuertes como el amor", confiesa la Guido. “Por ejemplo, Raúl Scari y Alberto Tabbia, mis hermanos del alma. Con el primero me interné en los laberintos del estructuralismo. Fue él quien me hizo leer a Jacques Derrida, a Julia Kristeva, quien me pasaba los números de Tel-Quel. Con Alberto he compartido mi gran pasión por los novelistas norteamericanos, los más diversos e intensos que existen; gracias a él conocí a Flannery O’Connor, él me pasaba los tomos de James Purdy apenas aparecidos y me presentaba a los sureños que yo no conocía como Peter Taylor.” ¿Cómo concilia una novelista que es, también, una intelectual, campos tan distintos como las áridas lucubraciones de Semiotlché o De la grammatologíe con los mundos palpitantes de sangre y pasión que proponen los novelistas que admira? Con una rapidez parecida a la sabiduría, la respuesta cae, contundente: “Pero yo no concilio. Tengo una formación intelectual demasiado sólida para pretender ponerme ante la cultura como en un supermercado, llenando mi carrito con todo lo que me atrae. Barthes y Mary McCarthy me fascinan por igual; ocurre que me ayudan a ver con claridad, a deslindar mí territorio. Pero nunca se me ocurriría escribir a partir de lo que hacen. Al conocerlos bien, entiendo mejor lo que me corresponde a mí.” “Además —propone— todo me lo lee Bupsy.” ¿Lo propio o lo ajeno? “Todo. El lee al amanecer, con la primera luz del día: madruga como un granjero. Yo me despierto un poco después y mientras nos levantamos me cuenta lo que ha leído y comentamos todo, desde Portnoy’s Complaint hasta mis borradores y los de él. En Puerto Rico, donde pasamos gran parte de 1966, mientras él filmaba La chica del lunes y Los traidores de San Angel, empecé Escándalo y soledades. Pero no pude. Había algo que no funcionaba. Tuve que empezar de nuevo. Entender todo lo que me había acostumbrado a considerar aprendido, entendido, resuelto. Por eso creo que no envejeceré: siempre vuelvo a ser la estudiante que pregunta y busca, y no se conforma.” Los capítulos adelantados en distintas ocasiones señalarían, sin embargo, que la nueva novela respeta el ámbito preferido por las anteriores: la vida privada y la vida pública en conflicto, sobre un fondo desgarrado de política argentina reciente; en este caso, los tiempos del frondicismo y sus secuelas. “Yo conozco mi territorio. Necesité de todas mis lecturas, de su heterogeneidad para poder escribir, por ejemplo: Petróleo + Política = Libertad, pero no Lamarque. Todavía recuerdo la tarde de 1968 en que, sentada con Severo Sarduy en el hall del Claridge de París, frente a los vitraux inmensos, vi aparecer a Raúl Scari, con el ejemplar de L’écríture et la différence, de Derrida, en la mano.” “Esa tarde fue un principio. Entendámonos: nunca podría escribir lo que escribe Phillipe Sollers; mi lugar en la historia de un idioma y de una cultura son otros. Pero empecé a entender por qué no podía adelantar con mi novela, por qué la noción misma de «obra» me resultaba insoportable, por qué la «escritura» era una actividad anterior y superior a su coagulación en una forma definitiva, como el trabajo en la concepción marxista antes de que su consolidación en mercadería lo trasforme en «valor de trueque». Nociones como las de inscripción, traza, intertextualidad se me aparecieron luminosamente, como una respuesta a mis dudas y al mismo tiempo con la certeza de que no podía, de que no debía someterme a su explicación como a una verdad revelada. Mi novela es fiel a mi mundo. Pero ahora entiendo mejor ese mundo. Pude escribirlo de nuevo, mejor, sin vacilaciones, sabiendo que mi trabajo de «obrera de la producción textual mundial» no acaba ni se interrumpe con la publicación de ninguna novela.” ¿Cómo ve Beatriz Guido a su novela en el contexto de la literatura hispanoamericana? "No sé, los críticos se encargarán de eso, pero creo que toda la literatura hispanoamericana está en un momento mejor que el de hace un lustro, cuando empezó a hablarse de boom y otros inventos de la publicidad. Antes eran unos cuantos autores, que estaban escribiendo y empezaron a ser apreciados, porque la literatura en España —la novela, más bien— había perdido su conciencia de ser un hecho lingüístico y en nuestro continente, contra tantos ingenuos cultores del indigenismo y de la denuncia, empezó a escribirse en serio, como Borges y otros pocos siempre lo habían hecho. Ahora la victoria de nuestro continente ya está ganada. Vargas Llosa, después de La ciudad y los perros pasó a La casa verde y ahora ha dado Conversación en la catedral. Me parece un periplo revelador del escritor de raza: gana las batallas sólo para plantearse obstáculos más difíciles todavía.” A todo esto, hay otra Beatriz Guido que no cambia: es la que prefieren la televisión o los comentarios mundanos, envuelta en sahris, felicitando por teléfono a una amiga que cumple años en Nueva York o documentándose sobre la vida de Martín Güemes para el próximo film de Torre Nilsson. La que recuerda con exactitud nombre y apellido del electricista que hizo una reparación en su planta baja de la calle Quintana para recomendarlo a un equipo de filmación, y de pronto confunde a las cónyuges de dos poderosos productores que la visitan. Es, quizás, su máscara más perfecta. “De chica siempre leía, siempre; y cuando no leía lo escuchaba a papá que hablaba de la Reforma Universitaria o ya bosquejaba el monumento a la bandera.” Es ella, evidentemente, la alumna de Croce o de los estructuralistas, cuyos maestros pueden variar pero no modificarán su avidez de aprender. A veces la frivolidad es una forma de pudor. Revista Panorama 13.10.1970 |