Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Ernesto Cardenal
Poeta en soledad
En sus 47 años de vida fue, sucesivamente, un místico integrado a la orden trapense, un revolucionario varias veces encarcelado, un agudo periodista, un misionero que ahora optó por vivir recluido en un monasterio perdido en la Isla de Solentiname, Nicaragua. Hasta allí viajó un enviado de Siete Días para corroborar que, además, Cardenal es uno de los nombres mayores de la poesía latinoamericana contemporánea

Son varias las razones que hacen del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal un personaje de perfiles singulares, mitológicos. Quizá porque no es común que en una persona se reúnan el místico capaz de ingresar en la severidad de la orden trapense, el revolucionario varias veces encarcelado, el periodista que se reveló con su libro En Cuba (impecable testimonio de la revolución castrista), el misionero que desde hace años vive recluido en un remoto monasterio del lago de Nicaragua. También, el mayor poeta latinoamericano aparecido en los últimos veinte años.
Pero, como bien ha señalado su antólogo José Antonio Quadra, cada una de estas facetas de Cardenal está teñida por un apasionado, fervoroso amor, y tal vez desde esta perspectiva sea más fácil comprender el creciente éxito que ejerce su poesía entre las nuevas generaciones. ("La sustancia no falsificada de nuestro ser es el amor", explicó él mismo alguna vez.) Y ese amor lo ha llevado a convertirse en un crítico feroz, despiadado, de la sociedad de consumo y de las pautas de la civilización contemporánea que, según él, terminan por triturar al hombre alienándolo por medio de la publicidad, la radio y la televisión.
Ese mismo amor lo impulsa a soñar con una futura sociedad en la que hayan sido desterrados para siempre el hambre, la miseria, el colonialismo, el subdesarrollo. Pero para arribar a ese ideal, Cardenal ha encontrado en Dios a su mayor aliado, a su mejor compañero de ruta. Un interlocutor al que puede pedirle: "Escucha mis palabras oh Señor / Oye mis gemidos / Escucha mi protesta / Porque no eres tú un amigo de los dictadores / ni partidario de su política / ni te influencia la propaganda / ni estás en sociedad con el gángster (...) Castígalos oh Dios / malogra su política / confunde sus memorándums / impide sus programas".
Así, en este sencillo mano a mano con Dios, Cardenal ha sido capaz de iniciar una nueva corriente poética donde el lenguaje cotidiano adquiere un tono profético, revolucionario; los valores de las culturas indígenas aparecen en contraposición con la injusticia en la que vive sumido el hombre contemporáneo, y el ser humano deja de ser una entelequia, una pura metáfora para convertirse en un personaje reconocible, en un habitante real del continente americano. Por eso, desde hace algún tiempo el nombre exótico de Solentiname, donde Cardenal ubicó su humilde monasterio, se ha convertido en un santo y seña de quienes —como él— sueñan con una sociedad más justa, más humana,.

EXCURSION AL PARAISO
No es fácil llegar a Solentiname; desde Managua, la capital nicaragüense, es preciso trasladarse en auto hasta el pequeño Pueblito de Granada, donde hace 47 años nació Ernesto Cardenal, el sacerdote que ha revolucionado la poesía latinoamericana. En el embarcadero de la aldea, que aún conserva su primitivo estilo hispánico hasta en la tranquilidad amodorrada de sus pocos habitantes, espera una lancha colectiva que zarpa sólo cuando se completa el pasaje. Algunos trasponen la precaria planchada (apenas un tablón de dos metros) portando cerdos, pavos, gallinas o canastas repletas de paltas y papayas. Una vez a bordo instalan sus hamacas de soga y se preparan para el viaje que dura, aproximadamente, catorce horas.
Antes de partir, el capitán ordena al pasaje regresar al muelle a
efectos de pasar lista. "Debemos saber bien los nombres de todos por si se hunde la lancha y hay que rezar un responso —avisa, solemne, antes de explicar—; hace dos años se hundió y el cura no sabía por quién rezar". Los que no han tenido la precaución de proveerse de hamacas deberán soportar los sacudones del trayecto sobre un tablón de madera. El resto —ya habituado por los reiterados viajes—, pese a los ruidos que provocan los animales asustados por la navegación, duerme tranquilo.
Tras bambolearse durante interminables horas sobre las aguas del lago de Nicaragua, infestada de feroces tiburones, el viajero puede observar, desde lejos, el minúsculo puerto de San Carlos, fin del recorrido de la lancha, por una cúpula oscura que cubre las casas a modo de enorme techo. Al desembarcar advertirá que se trata de una nube gris compuesta por millones de diminutas moscas que pululan sobre el poblado tapizando paredes, ahogándose en los vasos, pegándose a las ropas, a los rostros traspirados.
Un sacerdote italiano que edificó su casa y la iglesia del pueblo dentro de la más pura tradición de su patria "para que los habitantes de la región sepan cómo debe vivir una persona civilizada" es, además, el poseedor del único baño con water closet de toda la aldea. Y no demuestra pudor en declararse enemigo acérrimo de Cardenal.
Tras algunas horas de padecer el rumor y la molestia de las mosquitas que se obstinan en meterse en narices, bocas y ojos, llega la lancha de Solentiname. Un vetusto bote a motor con algunos rumbos en su casco que obligan a sus tripulantes a quitar el agua con trapos y hasta con baldes cuando el nivel trepa más de lo conveniente. Pero toda la operación se realiza con envidiable tranquilidad, como un hábito, sin preocuparse por el posible naufragio. Dos horas de tan insegura navegación conducen al reducto de quien es, para muchos, el mayor poeta de la lengua española desde la muerte del peruano César Vallejo, y responsable de una renovación sólo comparable a la realizada años antes por Pablo Neruda.
En la playa el enviado de Siete Días se encontró por fin con un hombre alto, delgado, de poblada barba gris, vestido íntegramente de blanco, que ha edificado, en medio de la selva tropical, una iglesia y cuatro cabañas. En el rancho más espacioso ubicó la biblioteca, el tocadiscos donde se escucha, por lo general, música folklórica latinoamericana o canciones de protesta. El propio Cardenal es un virtuoso guitarrista y entona sus poemas con un acento lejanamente emparentado con el timbre del catalán Joan Manuel Serrat. En la misma cabaña se guardan las obras de artesanía y las excelentes pinturas realizadas por los nativos de la zona bajo la dirección del poeta.
Las tres cabañas restantes se reparten: una para huéspedes (donde en lugar de pilares se han utilizado árboles), otra donde vive el poeta colombiano William Agudelo, un ex sacerdote que abandonó los hábitos pero comparte esa vida monacal con su mujer y sus dos hijos, y la última, la más pequeña, en la que vive Cardenal. A pocos metros, entre plátanos gigantes, se alza la humilde iglesia donde los nativos aprenden a rezar.
El comedor es colectivo y está compuesto por una larga mesa en la que sólo se sirve gallo pinto, una cocción de arroz y frijoles a la que de tanto en tanto se le agrega alguna porción de pescado. Las comidas se acompañan siempre con café o con agua que se recoge directamente de la orilla del lago. Pese a repetidos esfuerzos no ha sido posible efectuar ningún cultivo en la isla. Todos los ensayos fracasaron, quizá por causa de las copiosas lluvias que inundan la región durante buena parte del año. Resultado: el mismo menú se repite en el desayuno, el almuerzo y la cena. "He traído, semillas de todas partes, pero las plantas siempre se mueren", se queja Cardenal.

VIVIR CON AUSTERIDAD
La comunidad tiene leyes estrictas que se cumplen minuciosamente: a la madrugada, con las primeras luces, Cardenal lee algunos salmos o versículos de la Biblia a los que luego agrega textos de tinte revolucionario como discursos de Fidel Castro, por ejemplo. Tras el desayuno comunitario, se trabaja en artesanías hasta el mediodía. "Hasta hace poco hacíamos muchas cosas por encargo que nos solicitaban desde Managua, pero después del viaje de Cardenal a Cuba, la mayoría de las empresas comenzaron a boicotearnos", explica Agudelo a Siete Días, mientras tornea la hebilla de un grueso cinturón de cuero repujado con dibujos que recuerdan algunas artesanías mayas.
Otra característica que siempre llama la atención de los visitantes es la ausencia de espejos. Una carencia explicable: quienes habitan la isla tiene cosas más importantes en qué ocuparse que el aspecto físico o la caída de un vestido. De paso, este detalle señala la coherencia de la vida con la poesía de Ernesto Cardenal. En su libro Homenaje a los indios americanos, por ejemplo, el sacerdote nicaragüense marca la conveniencia de intentar un regreso a las fuentes, a la vida en comunidad, a la incontaminación de las civilizaciones indígenas en contraposición con la alienante sociedad de consumo, blanco de casi todos sus dardos. ("No tuvieron dinero / el oro era para hacer la lagartija / y NO MONEDAS / los atavíos / que fulguraban como fuego / a la luz del sol de las hogueras / las imágenes de los dioses / y las mujeres que amaron / y no monedas (...) y porque no hubo dinero / no hubo prostitución ni robo / las puertas de las casas las dejaban abiertas / ni corrupción administrativa ni desfalcos (...) Nunca se vendió ningún indio / y hubo chicha para todos / No conocieron el valor inflatorio del dinero / su moneda era el sol que brilla para todos", dice en su poema Economía de Tahuantinsuyos

UN LARGO CAMINO
Pero para llegar a esta poesía, que a veces linda con la narración, sumergida en la "verdadera" historia de América, buceadora de la verdad, en la cual Dios aparece como un elemento creativo, un personaje de primera magnitud, Ernesto Cardenal recorrió un largo camino que comenzó en el villorrio de Granada, en 1925. Aunque comenzó a publicar relativamente tarde (a los 35 años), era apenas un escolar cuando borroneó sus primeros versos. Al salir del bachillerato, que cumplió en un colegio regido por sacerdotes jesuitas, fundó con otros poetas de su edad el grupo principal de la que luego habría de llamarse "generación del 40". Era el primer amago serio que realizaban los nicaragüenses para desprenderse de la sombra demasiado sólida, inconmovible de un compatriota que a finés del siglo XIX se encargó de revolucionar, dinamitar la poesía: Rubén Darío.
Para estudiar Filosofía y Letras Cardenal viajó a México, donde se graduó y obtuvo una beca de perfeccionamiento para la Universidad de Columbia, en Nueva York, En 1952 voló a Europa y volvió dos años después a Nicaragua. De esa época son sus primeros textos rebeldes. Pero también de esos años son los poemas de amor que luego recogería en su libro Epigramas. Con cierto desplante vanidoso, Cardenal escribía- entonces: "Te doy, Claudia, estos versos, porque tú eres su dueña. / Los he escrito sencillos para que tú los entiendas. / Son para tí solamente pero si a ti no te interesan, un día se divulgarán por toda Hispanoamérica. / Y si el amor que los dictó, tú también lo desprecias, otras soñarán con este amor que no fue para ellas".
Cuando sus amigos comentaban su facilidad para enamorarse, Cardenal les confesaba, como lo atestigua una vieja carta enviada a su primo, el poeta Pablo Antonio Quadra: "Yo estoy siempre atento a todas las sirenas. Hay que recordar que Ulises no se vendó los ojos ni se tapó las orejas. Las quería ver. Quería oírlas. El poeta no debe vendarse nunca, ni ponerse cera en los oídos". Y concluía: "A mí no me interesan las mujeres en plural, con minúscula; es la mujer con M grande, con nombre propio (un nombre que yo sé bien) y qué hay adentro de ellas".
Sin embargo, era otro tipo de amor el que Ernesto Cardenal perseguía; estaba en su interior, y Quadra lo comprendió bien cuando, en 1957, recibió la confesión: "Me voy a la Trapa". El poeta acababa de decidir su ingreso en la más rigurosa orden monástica del catolicismo. Días después de enviar esa caita viajó a Gethsemany, en Kentucky, Estados Unidos, donde lo esperaba otro escritor excepcional: el monje Thomas Merton, quien habría de ser su guía y consejero durante dos años.
Un lustro más tarde, Merton afirmaría: "Ernesto Cardenal dejó Gethsemany por mala salud. Pero yo ahora puedo ver que también había otra razón. No tenía sentido que continuara aquí como novicio y estudiante cuando, en realidad, él ya era un maestro". Lo cierto es que los médicos de Kentucky le recomendaron que abandonara la severidad de la orden y entonces decidió trasladarse al famoso convento de Cuernavaca, en México, donde continuó su vida religiosa entre los benedictinos.
Pero, como él mismo explicó, necesitaba ejercer la fe de otra forma, difundirla, convertirla en una herramienta de cambio, capaz de transformar una realidad injusta. "De otra manera —afirmó— el misticismo era falso, pura autosugestión, puro escapismo". Así nació la idea de fundar una comunidad desde la cual pudiera luchar con sus libros y con la acción directamente comunitaria entre los indios de la región. Así, en 1965, desembarcó por primera vez entre la feraz vegetación de Solentiname y comenzó a trabajar en forma denodada.
Ya por ese entonces los pocos avisados lectores de poesía del continente comenzaban a pronunciar su nombre con respeto. Había publicado: Hora 0 en 1960, Gethsemany, Ky también en 1960, Epigramas en 1961, Salmos en 1964 y, en el mismo año de la creación de su monasterio insular, uno de sus libros mayores: Oración por Marilyn Monroe y otros poemas. Donde incluye el deslumbrante texto que dedicó a la actriz norteamericana: "La película terminó sin el beso final. / La hallaron muerta en su cama con la mano en el teléfono. / Y los detectives no supieron a quién iba a llamar. / Fue / como alguien que ha marcado el número de la única voz amiga / y oye tan sólo la voz de un disco que dice: Wrong number. / O como alguien herido por los gangsters / alarga la mano a un teléfono desconectado. / Señor / quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar / y no llamó (y tal vez no era nadie / o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de Los Angeles) / ¡contesta Tú el teléfono!"
Ahora, la argentina Monique Altschul acaba de terminar la traducción de los poemas de Cardenal al inglés, que antes de fin de año editará Ferlinghetti para su distribución mundial. Hace pocas semanas, con el propio Cardenal, corrigió en una de las cabañas de Solentiname —donde permaneció diez días— los originales del libro. Ella, el marido y sus tres hijos, debieron abandonar la isla por falta de alojamiento cuando se anunció el arribo de un grupo de periodistas alemanes. "Ellos —comentó Monique a Siete Días— no viajaron por agua, sino que utilizaron el otro sistema por el cual se puede arribar a Solentiname: se viaja en avión hasta la isla. Se la sobrevuela a muy baja altura y desde allí se arroja una botella avisando en cuál de, las islas del archipiélago podrá aterrizar porque, a causa de las lluvias, las condiciones de la vegetación se transforman de una semana para otra. Nunca se sabe con exactitud en dónde se podrá descender. Como contraseña de haber recibido el mensaje, Cardenal y Agudelo hacen flamear sábanas. Horas después, los visitantes son recogidos por el bote del monasterio".
La anécdota, que tanto puede llegar a exaltar a los periodistas europeos encandilados por el exotismo latinoamericano, sirve, al menos, para demostrar en qué remoto lugar del planeta vive el hombre que desde hace una década no hace más que demostrar que es uno de los nombres mayores de la poesía contemporánea Horacio Salas

Revista Siete Días Ilustrados
10.07.1972

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