Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

LA LITERATURA
Por LUIS GREGORICH
Los escritores argentinos de la generación madura no han dado motivos, en este año, para el asombro o la indignación de sus lectores. Cortázar, Sábato, Mujica Láinez se han limitado a testimoniar su decadencia, en algún caso con cierto regodeo y en otro con inevitable resignación. La aparición de las obras completas de Jorge Luis Borges en un solo tomo no es sino una nueva variante de una especie de ediciones prematuramente póstumas que se vienen haciendo de este escritor desde hace unos años. A esta altura no es necesario alardear de nacionalismo cultural: por consiguiente, podemos considerar a Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, como uno los puntos más altos del año literario argentino.

TRAZAR el panorama de la actividad literaria durante el último año: no se trata de una tarea propicia para las conclusiones estadísticas. La experiencia de un crítico —un lector más o menos especializado— no es la de un sociólogo y, por desgracia, carecemos todavía en el país del aparato capaz de producir, en forma precisa y útil, la tabulación completa de las obras publicadas y su correspondiente recuento de géneros, nacionalidades, disciplinas, precios, extensiones y datos concernientes a los autores.
Por otra parte, el recurso cuantitativo parece aquí improcedente, no sólo por pereza, sino también por respeto hacia el lector. La literatura —sus formas institucionales, sus obras y autores, sus lecturas— no se organiza simplemente como una secuencia que avanza a lo largo del tiempo, ni tampoco progresa por acumulación; más bien, da la impresión de expandirse y contraerse de acuerdo con ciertas normas inherentes a su propio sistema, a su propia serie, que de cuando en cuando reciben el impacto de otras series que la incluyen o sobrepasan: la política, la economía o —más específicamente— la producción y reproducción de ideología que se da desde el más humilde chiste popular hasta la más sofisticada serie de televisión.
Visto así el año literario no podría constituir una brillante vidriera a la que tuviésemos acceso inmediato. Resultaría necesario, para acercarnos a su significación recóndita, que echáramos un vistazo a los elementos que soportan la estructura material y social en que vienen a instalarse las obras concretas. Más adelante, y sólo como una etapa más de nuestro itinerario, podríamos ofrecer un brevísimo inventario de autores y libros, más a manera de autorretrato que como inútil estimación objetiva. Finalmente, en el consumo de la literatura y sus anexos —es decir, en su acto de fundación— habríamos de intentar la clasificación de un nuevo repertorio que el año que está terminando nos deja, a modo de temible promesa, para el próximo.

Concursos, revistas y academias
Como institución social relativamente permanente, la literatura posee sus entes reguladores, organismos que premian y castigan, tribunales que determinan qué es literario y qué no lo es. Los productores y consumidores de literatura están encadenados a estos mecanismos y, en realidad, no hacen mucho para zafarse de ellos. Sociedades de escritores, academias de letras, concursos literarios, periodismo especializado constituyen una ronda incansable de la que la literatura no puede separarse y a la que siente, sin embargo, profundamente distante.
En nuestro país todos estos aspectos institucionales y públicos tienen una incontrastable vitalidad, que 1974 no ha desmentido. Si la Argentina debiera definirse por la cantidad de conferencias literarias, sesiones académicas, mesas redondas y entrevistas a escritores en los medios de comunicación masivos, sería mucho más que un "país en vías de desarrollo". El nivel de nuestra industria editorial, por lo demás, aun aceptando que la ofensiva de españoles y mexicanos es arrolladora, aun dando por descontada la crisis mundial del papel, continúa siendo de primer orden y puede competir con las colegas de cualquier parte del mundo.
¿Hay fisuras en esta sólida armazón? Nos gustaría poder señalarlas, pero lamentablemente la realidad no nos ofrece muchos argumentos para el pesimismo. La Sociedad Argentina de Escritores, por ejemplo, ha rechazado todas las tentaciones que procuraron desviarla de su función específica: no quiso ser mutual o sindicato de escritores, no aceptó militar políticamente, no se avino a opinar sobre temas importantes; prefirió no hacer nada y no tener ninguna función, lo cual es, en verdad, el paradójico contenido de toda institución pública ortodoxa y lo que la hace digna de este nombre.
De la Academia Argentina de Letras ni conviene hablar, pues no hay nada en su funcionamiento que no sea intachable ni que merezca el mínimo reproche; su papel de Consejo de Ancianos es desempeñado con normalidad. El Pen Club, la Liga de Escritoras Católicas y otras entidades de tenue existencia alcanzan, sin embargo, para conformar una retaguardia combativa.
Los premios nacionales, municipales y regionales contribuyen, a su manera, a mantener a la literatura dentro de los límites institucionales requeridos. La regularidad y estabilidad de este ámbito (los premiados de hoy son los jurados de mañana, que premian a los jurados de ayer, ahora participantes; jurados de derecha premian a participantes de derecha; jurados profesores premian a participantes que son sus discípulos; no se puede premiar a comunistas ni a individuos huraños) se ha visto interrumpida —muy aisladamente, es cierto— por la arbitraria introducción del juicio de valor (un autor debe ser premiado por los méritos de su obra y nada más); pero ya esta situación se pudo superar, y en 1974 no dejó huella alguna.
Los órganos de prensa literarios —revistas especializadas, secciones literarias de diarios y revistas de actualidades, suplementos dominicales— no desacreditan tampoco el alto prestigio de la disciplina a que se dedican. El último año ha visto consolidarse un excelente ejemplo de periodismo literario, el mensuario Crisis, que reúne con gran versatilidad los más destacados rasgos del género: creación de un espacio mitológico que identifique a sus lectores (izquierda festiva, jerga coloquial, los desterrados en la Argentina, la "historia de vida"); carencia de rigor ideológico y crítico (para no restringir el número de quienes lo consumen); adecuada y moderna presentación gráfica. Los diarios tradicionales y los semanarios que prolongan pálidamente la línea inaugurada por Primera Plana, por su parte, no han modificado en ningún aspecto remarcable su tratamiento de la literatura.

El papel de los escritores
Acorralados y recortados por las academias, las carreras literarias,
los prestigios privados y la pugna por los derechos de autor, los escritores, en 1974, han seguido escribiendo. Desde el punto de vista de los contenidos en la narrativa, se ha asistido a un lento desplazamiento de los temas específicamente políticos (con inclusión de la "novela de guerrilleros", que no siempre había podido eludir el arquetipo y la macchietta) en favor de la alegoría, la narración neutra y las crónicas más o menos asépticas, a más de una supuesta "literatura marginal" que opta por el balbuceo psicoanalítico. En realidad el país parece comenzar a vivir un período de terror hacia las palabras con referentes inmediatos, salvo que se muevan en la redundancia más burda. Quizás dentro de poco resulte verdaderamente peligroso escribir. Por ahora sólo cabe marcar una tendencia que, al fin y al cabo, puede variar. Pero seguramente los editores tendrán sus razones si anuncian que el año próximo lo fue se venderá será literatura de "ficción" y no ideología ni novelas comprometidas.
Los escritores argentinos de la generación madura no han dado motivos, el último año, para el asombro o la indignación de sus lectores. Cortázar, Sábato, Mujica Láinez se han limitado a testimoniar su decadencia, en algún caso con cierto regodeo y en otro con inevitable resignación. La aparición de las obras completas de Borges en un solo tomo no es sino una nueva variante de una especie de ediciones prematuramente póstumas que vienen haciendo de este escritor desde hace unos años.
Más prometedor resulta el panorama en lo que podría denominarse la generación "intermedia" y también en lo que concierne a los escritores jóvenes. Daniel Moyano, por ejemplo, ha publicado dos libros —una novela corta, un tomo de cuentos— que refirman la solidez y la originalidad de su talento. Isidoro Blaistein, Haroldo Conti, sea en forma de libro o en publicaciones fragmentarias, han demostrado también que su capacidad creadora no se ha agotado. Cabe lamentar el silencio casi total de otros escritores: Abelardo Castillo, Rodolfo Walsh. A esta altura no es necesario alardear de nacionalismo cultural: por consiguiente, podemos considerar la edición de Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos como uno de los puntos más altos del año literario argentino.
Entre los jóvenes, la facilidad y la fecundidad pueden ejemplificarse con dos figuras: Enrique Medina y Jorge Asís. Sin embargo, la carrera de los dos ha sido diferente. Mientras Medina ha partido de un libro interesante —Las tumbas— para retroceder con una obra deplorable y volver, este año, con una crónica mediocre (no sólo por reflejar a una vida mediocre), Asís ha ido mejorando paulatinamente, a partir del costumbrismo un tanto unilateral de sus primeros cuentos hasta el tono eficaz y flexible de Los reventados. Más allá de estos logros aún insatisfactorios, se trata de dos escritores de los que habrá que esperar bastante.
Conviene dedicar unas pocas líneas a la ya citada literatura marginalista, que por lo demás ha estado poco activa este año. Tras la publicación de textos como El frasquito y Sebregondi retrocede, insólitamente propuestos al consumo de medio pelo por la prensa sofisticada, una crítica adicta y coautora habló de un "nuevo espacio de lectura" y del desafío de estas obras a las convenciones literarias. Después de Joyce, Artaud, Kafka y Beckett, francamente este último intento resultó algo cándido. Por otra parte, en la Argentina —que es el país en que vivimos— nos sigue pareciendo mucho más perturbadora, todavía hoy, la lectura de El juguete rabioso que la de los neomarginales. Estos se dirigen exclusivamente a sí mismos y a los críticos que los promueven; paradójicamente, son consumidos por un público seudointelectual que los digiere como si se tratara de alimentos exquisitos.

Una lectura peligrosa
En realidad, no es imposible proponer un nuevo espacio de lectura para el año que termina. Sólo que sería erróneo sustentarlo en obras convertidas en fetiches, como si la irradiación de un objeto opaco y magnético pudiera reemplazar la dinámica actividad de sujetos autónomos. La verdadera lectura salvaje —que también pertenece con derechos propios a la literatura— puede dirigirse a textos que no son los tradicionales del mercado "literario". Hay, sobre todo en los medios de comunicación masivos, un discurso político, un discurso del deporte, un discurso costumbrista y hasta un discurso narrativo que por obra de una lectura visual o auditiva —o ambas a la vez— adquiere una vigencia mayor que la de lo? libros escritos. Ignorarlo sería peligroso e inadecuado.
Puede afirmarse que para muchos argentinos los textos más fascinantes no fueron publicados por las editoriales de la plaza o del extranjero. Los pronunciaron los personajes de las series televisivas, los improvisó el rector Ottalagano, los balbucearon determinados comentaristas políticos, los entonaron algunos jingles publicitarios. Para quienes no toleran una extensión de la literatura hasta estos territorios. conviene observar que la fijación de límites ha sido siempre convencional y arbitraria.
El año que va a terminar se caracterizó por su alto voltaje político. Las cosas que pasaron —una de ellas, sobre todo— tuvieron el carácter de un terremoto, aunque sólo gradualmente nos demos cuenta de ello. La muerte de Perón cerró una época que quizá ya estaba agonizando pero que aún no había obtenido su certificado de defunción formal. El discurso político, en consecuencia, dominó la escena y se derramó con energía sobre las demás formas expresivas. El año literario no podría entenderse sin el año político.
Aunque disgregado en muchas manifestaciones diferentes, el discurso político de 1974 permite una descripción de conjunto. Es, ante todo, el discurso de la redundancia y de la racionalización. No trata de explicar ni de interpretar nada, sino que se limita a añadir un apéndice verbal a hechos consumados. El comentarista político, que en una abrumadora mayoría es oficialista, se contenta con dar una base de coherencia discursiva a lo que su bando ya ha resuelto en el plano de la acción real. Para justificar su opción política y disfrazar sus emociones, será capaz de desplegar un aparato intelectual que irá desde el derecho romano hasta las citas eruditas, desde la filosofía hasta la supuesta sabiduría popular.
La literatura no es una trasposición sino un enriquecimiento de la realidad sensible. En este sentido el discurso político parecería no alcanzarla, pues su índole tautológica es evidente.
El peligro inmediato es que este discurso se transforme insensiblemente en la palabra de la mentira y el miedo. Podría ocurrir que fuera derivado hacia la insignificancia y el sinsentido, para que lo único que vale la pena decir o leer fuera absorbido por el silencio. Ya se sabe lo que esta situación significa para la literatura y para la lectura que la constituye. Desgraciadamente 1974 hace abrigar serios temores en este aspecto, pues parece que cada vez se hablara o charlara más para decir menos cosas.
Aunque riesgosa, la forma de lectura que este año propone es, en primer término, crítica, y en segundo término, totalizadora. No acepta la inocencia del lenguaje y procura descifrar las entrelineas y los ocultamientos donde sólo parece haber un sentido rotundo y único. Afronta con la misma disposición novelas, cuentos, poemas, textos políticos, inscripciones murales, mensajes radiofónicos.
Autores y lectores forman, reunidos, el saldo de este último año literario. Afortunadamente hay una tendencia a mezclar sus papeles y a no endiosar a los primeros en perjuicio de los segundos. Sólo cuando esta organización se consolide definitivamente podrá hablarse de un balance positivo.
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BEST-SELLERS
FICCION
Juan Salvador Gaviota, por Richard Bach. (Pomaire).
Confieso que he vivido, por Pablo Neruda. (Losada).
¡Viven!, por Piers Paul Read. (Noguer).
El exorcista, por William Blatty.
(Emecé). Abaddón, el exterminador, por Ernesto Sábato. (Sudamericana).
El archipiélago Gulag, por Alexander Solyenitzin (Plaza y Janes),
Odessa, por Frederik Forsyth. (Plaza y Janes).
El recurso del método, por Alejo Carpentier. (Siglo XXI).
La tregua, por Mario Benedetti. (Alfa Argentina).
Las tumbas, por Enrique Medina. (De la Flor).

ENSAYOS
El varón domado, por Ester Vilar. (Grijalbo).
Las venas abiertas de América Latina, por Eduardo Galeano. (Siglo XXI).
Psicoterapia del oprimido, por A. Moffat. (E.C.R.O.).
El antiedipo, por Deleuzy y Guattary. (Barral).
Conducción política, por Juan D. Perón. (Ediciones de la Reconstrucción). La conspiración contra Chile, por Salvador Allende. (Corregidor) .
Peronismo y revolución, por John W. Cooke. (Granica).
Serie de Psicología Evolutiva, por Arnold Gessell. (Paidós).
Proceso del subimperialismo brasileño, por R. Botelho Gonsálvez. (Eudeba).
Los condenados de la tierra, por F. Fanón. (Fondo de Cultura Económica).

LIBRERIAS CONSULTADAS:
Atlántida, Delta, Fausto, Letras Martín Fierro, Norte y Premier.

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