Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

MIGUEL ANGEL ASTURIAS
EL SEÑOR EMBAJADOR
Desde su sillón de embajador guatemalteco en París, el autor de' El señor Presidente' -uno de los mayores literatos de habla hispana, Premio Nobel 1967- se defiende de quienes lo acusan de aburguesamiento y anuncia el lanzamiento de su próxima novela. También intenta justificar los movimientos estudiantiles que convulsionan a Europa y América latina

Alto, corpulento, de piel color bronce, perfil aguileño y labios gruesos, cuando apoya sobre sus rodillas esas dos manos enormes semeja una esfinge maya. Nacido en Guatemala en 1899, Miguel Ángel Asturias acumula sobre sus espaldas una kilométrica agenda de viajes: exiliado voluntariamente durante su juventud, desterrado por motivos políticos o cumpliendo misiones diplomáticas, la mitad de su vida trascurrió en Londres, México, Buenos Aires (de 1954 a 1962), Génova, Roma y París. Aunque tantos peregrinajes podrían hablar de un profundo desarraigo, él se obstina en proclamar que su ámbito natural, único, es Guatemala. Una insistencia que, a pesar de todo, tiene fundamentos sólidos: la totalidad de su obra está recorrida por los mitos y la realidad que se calcinan bajo el sol guatemalteco. Poeta, narrador, dramaturgo y recreador de las ficciones precolombinas, Asturias ha plasmado una de las literaturas más caudalosas de América latina. Sobrenaturales —y a veces sobrecogedoras, barrocas, saturantes—, sus ráfagas poéticas se cuelan a lo largo de toda su narrativa, donde descuellan Leyendas de Guatemala (1930), la trilogía de crítica social sobre el imperio bananero de la United Fruit (Viento fuerte, 1950; El papa verde, 1954; Los ojos de los enterrados, 1960), Mulata de tal (1963), Week end en Guatemala (1956) y, sobre todo, El señor Presidente (publicada en 1946, pero escrita muchos años antes). En 1967, esa extensa producción fue consagrada con el Premio Nobel de Literatura, que por segunda vez recaía en un escritor latinoamericano (la chilena Gabriela Mistral lo obtuvo en 1945). Al recibir aquella recompensa, Asturias se hallaba en París, como embajador de Guatemala ante el gobierno francés, cargo que aún mantiene. De ahí que no pocos murmuraran que el Premio Nobel le fue concedido por "hacer buena letra". Otros, más insidiosos, lo acusaron de haber abjurado de su antigua militancia izquierdista, ejercida en su patria durante el gobierno de Jacobo Arbenz.
En la sede de la embajada (73, rué de Courcelles) un enviado especial de SIETE DIAS conversó con él hace un par de semanas. Lo que sigue son los conceptos más sustanciales de ese largo diálogo, desgranado en un coqueto despacho con muebles de estilo francés, dominado por una enorme tela del argentino Juan Carlos Castagnino.

—Últimamente se le han hecho algunas acusaciones en el sentido de que usted se ha aburguesado, ¿qué piensa al respecto?
—En la actualidad estoy trabajando en una novela que publicaré probablemente este año, Dos veces bastardo, en la que analizo mi generación, la de 1920, una generación muy brillante en Centroamérica. Trato de ver cuáles fueron sus aportes y cuáles sus fracasos y lo trato de hacer a través de un estudiante que encarna un fenómeno siempre actual: ocurre que cuando estamos en la universidad somos ultrarrevolucionarios, gente de batalla, y apenas salimos nos vamos acomodando un poco a la situación de nuestros países. Veremos qué saco en limpio.
—Aparte de este cargo de embajador, el otro hecho que ha signado públicamente su vida es el Premio Nobel. ¿Cómo ve usted ese hecho?
—De la noche a la mañana, con un Premio Nobel, se lo convierte a uno en algo así como un animal zoológico, y entonces todo el mundo lo quiere ver, todo el mundo lo quiere hablar, creen que uno tiene el Evangelio. Acaso es natural que en este sistema de vedettismo que nos rodea la gente se preocupe por las vedettes; pero yo siempre he dicho que el artista debe ser un hombre un poco secreto, debe cuidar su intimidad, y en este sentido uno sufre la popularidad. Un aspecto de lo que le digo es la avalancha de correspondencia, que me ha llevado a armar una pequeña secretaría, que dirige mi esposa, para poder dar respuesta a ese cúmulo de cartas.
—Su esposa es argentina, ¿no? ¿Cuántos hijos tienen? ¿Cómo se desarrolla su vida en la actualidad?
—Pues, sí, estoy casado con una argentina, con Blanca Mora y Araujo, que es mi brazo derecho. Tengo dos hijos: Rodrigo, que actualmente es uno de los directores de la Editorial Siglo XXI de México, y Miguel Ángel, que vive en Buenos Aires y está terminando la carrera de ingeniero electrónico. En cuanto a mi vida diaria, es de trabajo: por lo general me levanto a las 5 de la mañana y me dedico a mi obra literaria hasta las 8. Desayuno, y a eso de las 9 estoy aquí, en la embajada, donde permanezco hasta la una y media. Luego hago la típica siesta española, más bien criolla; y por la tarde me ocupo de la correspondencia y de asistir a las múltiples recepciones de la vida social y diplomática. Fuera de esto, están mis amigos, cuyo círculo he tratado siempre de ampliar.
—¿Cuándo y cómo empezó usted a escribir?
—Hacia 1917 escribía versos, pero ese año hubo en la capital de Guatemala un terremoto tremendo, que derribó prácticamente toda la ciudad. Yo tenía entonces dieciocho años; al principio nos ocupábamos de prestar auxilio a la gente y luego trasladábamos los heridos al hospital. Además, el terremoto determinó que una capital muy cuidada, una ciudad donde la gente andaba en jaquet y usaba bastón con pomo de plata, se trasformase sólo en ruinas y esa misma gente se encontrara en calzoncillos vagando por las plazas: se acabó entonces aquella relación de retratos y nos quedamos viéndonos desnudos, trabando una relación humana. Todo esto me impresionó muchísimo y recuerdo que empecé a escribir unos cuentos cortos relatando lo que veía; ya no eran versos, sino que se trataba de mi primera prosa. Pero mi primer trabajo verdaderamente literario aunque resulte paradójico decirlo, fue mi tesis de abogado sobre El problema social del indio, pues en Guatemala todavía hay un 60 por ciento de indígenas.
—Luego se vino aquí, a París; ¿por qué?
—En 1923 llegué a París con el objeto de estudiar mitos y religiones mayas con el profesor George Raynaud, traductor del Popol Vuh al francés. Entre mis papeles traje un cuento que yo había preparado para mandar a un concurso literario; se llamaba Los mendigos políticos y fue el germen de la novela El señor Presidente. Paulatinamente fui abandonando la labor de investigación y comenzaron a tomar cuerpo las Leyendas de Guatemala. También por esos años empecé a tener corresponsalías de diarios de América latina: en 1928 compraban sobre todo mis artículos el periódico argentino La calle y el mexicano Excelsior.
—Entre aquella época en que usted estudiaba en París y la actual, ¿qué cambio importante advierte en la mentalidad francesa, si es que hay alguno?
—Sin duda se ha producido un cambio importante en la juventud francesa; importante también para nosotros, los latinoamericanos. Antes, jamás a un joven francés se le hubiese ocurrido ir a un país de América latina, en esa época creían que el Brasil era vecino de Haití. Hoy, en cambio, nos encontramos con una gran cantidad de jóvenes que aprovechan sus vacaciones para ir a México o el Uruguay, Guatemala o la Argentina. La juventud francesa ha roto el cascarón de París y ya se larga lá-bas, por allá; está despertando con nuestros propios problemas, y hay que decirlo: una de las figuras más populares en París entre la gente joven es el Che Guevara, que representa en cierta forma el héroe romántico, el sacrificio de un hombre por sus ideales.
—¿Qué pasó con esa juventud en mayo de 1968 y posteriormente? ¿Qué opina de la famosa revolución estudiantil?
—Mi punto de vista es el siguiente: en las universidades europeas —no sólo en las francesas— todavía existe el sistema que fue abolido en las latinoamericanas a partir del "llamado de Córdoba" de 1917, que difundió el APRA peruano y repercutió en México en 1921 cuando el Congreso Internacional de Estudiantes. Bueno; lo que nosotros conseguimos entonces —representación estudiantil en el gobierno universitario— es lo que querían obtener los jóvenes franceses. Le cuento una anécdota: una vez estaba yo dando una conferencia en Italia y un joven se acercó a hablar con el decano de la Facultad de Letras; como se acercó demasiado éste le espetó: "retírese a cuatro metros"; cuando aún no había salido de mi asombro, el decano me explicó que se trataba de una norma estatutaria. Esto que parece exagerado, ahora ya no lo es. Súmese a la búsqueda de participación la carencia de edificios universitarios adecuados, ante el crecimiento de la población estudiantil, y se tendrán dos de los factores fundamentales del movimiento de mayo.
Se juntaron una cosa espiritual y un problema material. De esa chispa resultó un incendio: las huelgas obreras, que reunieron a más de diez millones de trabajadores, que en cierto momento tornaron inseguro el gobierno de De Gaulle.
—¿Ve alguna diferencia entre esas protestas y las que realizan los estudiantes latinoamericanos?
—Hay por lo menos una diferencia: los sucesos de mayo fueron desde el punto de vista de heridos y muertos muy poco graves; en cada uno de los acontecimientos estudiantiles de nuestros países, en cambio, caen varios muertos y heridos. Tal vez ello ocurra porque estamos empezando estas luchas.
—Volviendo a la literatura, ¿qué autores le interesan en la narrativa contemporánea de habla hispana?
—Me interesa en particular un autor peruano, que desgraciadamente acaba de suicidarse: José María Arguedas, a quien se le deben dos grandes novelas, Los ríos profundos y Todas las sangres. Otro autor al que siempre admiré es Juan Rulfo, un mexicano que ve el problema indígena desprovisto de barroquismo.
—¿Agregaría algún otro nombre?
—Pues no. Aunque los respeto a todos.
OSVALDO ROMBERG
Revista Siete Días Ilustrados
23.02.1970

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