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Nabokov: La literatura o los hábitos del desarraigo
“La zona me parece muy apropiada para un escritor ruso: Tolstoi pasó por aquí en su juventud, Chejov y Dostoievski estuvieron de visita, mi querido Gogol empezó a redactar Almas muertas cerca de este lago.” La voz es afable pero precisa: habla con las pausas de quien corrige un texto en el momento mismo de escribirlo, y los ojos, quizá pequeños pero inmensamente vivos en su lecho de arrugas, recorren el paisaje, para ellos familiar, en una tarde de fines de primavera. Hace once años, ya, que Vladimir Nabokov abandonó la enseñanza, con un portazo, y también los Estados Unidos para instalarse a escribir full time en este nuevo, y probablemente último, exilio. De San Petersburgo a Crimea, de Cambrigge a Berlín, de París a los prolijos campus universitarios norteamericanos, su vida ha conocido una sola costumbre: el desarraigo.
En el sexto y último piso del Montreux Palace Hotel, cuyos ampulosos pabellones conocen la vecindad de jardines plácidos (donde asoma, intempestivamente, alguna especie tropical: la temperatura media de Montreux es la más alta de Suiza y su clima el más templado) y de una incongruente, moderna piscina, Nabokov ocupa un departamento con su mujer: Vera Evseena Slonim, de quien no se ha separado desde 1925, es decir desde Berlín. Son varias habitaciones comunicadas, donde la comodidad ignora decididamente todo lujo que no sea el del espacio; hay un cuarto donde atados de libros en varios idiomas se rozan con las traducciones de las obras del mismo Nabokov; hay otro cuarto reservado para Dmitri, el único hijo del matrimonio: nacido en Francia, en 1934, suele visitarlos cuando su carrera operística, más o menos afincada en Italia, le deja libre una semana. Los Nabokov tienen cocinera propia y, cuando reciben invitados, descienden al comedor donde dos escasas docenas de huéspedes (fuera de estación, casi todos residentes) mastican con silenciosa distinción. El verano suele forzarlos a viajar para eludir las hordas de turistas que —en un rincón tan desafiantemente aristocrático como Montreux— no deben agitar ni las aguas del Leman.

EL EXILIO EN EL LENGUAJE. Como Joyce, como Borges, Nabokov es el escritor de un lenguaje; como ninguno de ellos, su lenguaje es un inglés referido constantemente a un ruso ausente, inalcanzable. La coquetería con que el autor de Lolita se refiere habitualmente a sus dificultades idiomáticas sólo es graciosa en un estilista de su altura, pero otros problemas más secretos existen: "No tengo un vocabulario natural, espontáneo, por más extraño que suene. ¿Qué instrumentos poseo? El ruso, inutilizable: no tengo un público ruso con quien compartirlo, y, además, a partir de 1940, cuando me instalé en el inglés, he ido perdiendo gradualmente el entusiasmo de la aventura creadora en ruso. Siempre tuve como segundo instrumento al inglés, pero es un idioma artificial, rígido en mi prosa, con el que pueda, trabajar como con un juguete capaz de las asociaciones más fantásticas y caprichosas pero donde carezco de un vocabulario doméstico, cotidiano”.
Pero ¿acaso le importa ese vocabulario de uso práctico al autor de La verdadera vida de Sebastián Knight y El don? La pregunta le suscita una sonrisa de inesperada complicidad y permanece sin respuesta. Borges y Joyce le parecen, llanamente, "autores que existen”. Como entre quienes no existen, "para mis hábitos de lectura”, están Faulkner, Camus, Brecht, D. H. Lawrence y Ezra Pound ("esa especie de doctor Schweitzer de la poesía”), la modesta alabanza cobra una resonancia particular. "Pero hay muchos autores contemporáneos que sigo con interés. Claro que no voy a nombrarlos: el placer anónimo no hace mal a nadie".
De los dos cucos que recurren invariablemente en sus libros, el comunismo ha estado ligado por una fatalidad histórica mucho más íntimamente a su biografía que el psicoanálisis. Ambos, sin embargo, le parecen manifestaciones de filistinismo pequeño burgués. "Si debiera definirme políticamente —oportunidad que desdeñaría con gusto— diría que soy, como mi padre, un liberal anticuado”.
(Vladimir Dmitrievich Nabokov, padre del escritor, descendiente de los primeros príncipes moscovitas, profesor de criminología y miembro del primer parlamento ruso, disuelto en 1906 por el zar Nicolás II, fue asesinado en 1922. El resto de la familia había abandonado Rusia en 1919, Vladimir había
estudiado en Cambridge y acababa de instalarse en Berlín cuando un llamado telefónico le comunicó la noticia.)
"Supongo que históricamente no. puedo evitar ser un ruso blanco, como todos los que dejaron Rusia en los primeros años de la tiranía bolchevique; pero entre ellos había tantos grupos y facciones como en un parlamento: personalmente, no tolero ni a los contemporizadores con Moscú ni a las cien familias que apoyaron a los nazis en su ocupación de Rusia; tengo amigos, en tanto individuos, dentro de los monárquicos constitucionales y los revolucionarios sociales. El único ciudadano soviético con quien he hablado fue un agente encargado de repatriar intelectuales, a fines de los años 20: lo convenció a Prokofieff, pero cuando le pregunté si (a) podría escribir lo que quisiera y (b) si podría entrar y salir libremente de la Unión Soviética me explicó que había cantidad de temas apasionantes esperándome, como la colectivización del agro y los nuevos desarrollos urbanísticos, y que la vida en Rusia me gustaría tanto que ni pensaría en irme una vez que estuviera allí. Nuestra conversación no prosperó”.

LA CONSPIRACION DEL RUIDO. En uno de sus cuentos, "El productor asistente” (incluido en Nabokov’s Dozen, o Mademoiselle O en la edición argentina de Sur), Nabokov describe a los emigrados rusos que se ganan la vida en el Berlín de los años 20, representándose a sí mismos como extras cinematográficos: gente “cuya única esperanza y profesión era su pasado, es decir: un grupo de personas totalmente irreales" llamadas para crear una ilusión de "realidad” en ese espacio ficticio de sombras proyectadas que es un film. El mismo recuerda incursiones ocasionales por los estudios alemanes de aquellos tiempos, “de etiqueta impecable”, como Ganin, el protagonista de Mashenka, su primera novela, rebautizada Mary, en la reciente edición en inglés.
“Mis relaciones con el cine no empezaron cuando adapté Lolita para Stanley Kubrick; en ese caso intenté darle al guión una forma lo bastante resistente como para protegerlo de los inevitables manoseos sucesivos. Cosa curiosa: incluí varias escenas que estaban en una primera versión de la novela, y luego había suprimido al corregirla. Mi adaptación aparecerá en forma de libro, pronto, y será interesante compararla con la novela y con el film. Pero mi libro más traído y llevado es Camera obscura, o más bien Laughter in the Dark (Risa en la oscuridad), título con que lo reescribí en inglés. Ya hacia 1932 el famoso actor alemán Fritz Kortner quiso llevarlo al cine; pocos años después, un productor francés tomó una opción; ninguno de ambos logró su propósito; un cuarto de siglo después Roger Vadim también anunció su proyecto de filmarlo y sólo en 1969 apareció la demorada criatura, traspuesta del Berlín original a Londres.”
Qué piensa Nabokov del trabajo de Edward Bond, adaptador, y Tony Richardson, director, es algo inescrutable: "Hay escenas muy logradas y Nicol Williamson está excelente, pero lo más interesante es que la actriz se llame Anna Karina; cuarenta y un años antes, cuando escribí la novela, había inventado el nombre Dorianna Karenina para la protagonista del film donde el personaje de Karina (Margot) actúa como extra.” Lo que más lo desazona, evidentemente, son las escenas eróticas: "Hay una tradición, desarrollada, renovada, impugnada, de gestos y actitudes para imitar el aburrimiento, la ebriedad, la sorpresa en el escenario o en la pantalla; no la hay para imitar el coito, y los esfuerzos escandinavos no son, hasta el momento, memorables: el primer plano de una mujer con ojos en blanco y boca entreabierta, enfocado sobre el hombro afanoso de su pareja, y los primeros planos de brazos o piernas adheridos o agitándose me parecen una retórica paupérrima."
Como espectador, Nabokov recuerda con afecto a los hermanos Marx, y puede describir en detalle la escena del camarote del barco en Una noche en la ópera, y citar gags de Buster Keaton, de Laurel y Hardy, de Harold Lloyd; curiosamente, también admira a Chaplin, y El gran dictador no le resulta interior a La quimera del oro. El cine sonoro le parece si no menos rico tal vez menos libre para el espectador que el mudo, donde el silencio permitía proyectar sobre las imágenes el propio mundo verbal de cada uno.
Hasta la aparición de Lolita, a fines de los años 50, Nabokov enseñó en gran cantidad de colegios y universidades norteamericanos, mientras su prestigio literario crecía sin apuro: era uno de esos autores que pequeños grupos de lectores cultivan con placer y misterio, como a una divinidad privada; el escándalo y el éxito le trajeron una fama equívoca: casi todos los lectores de Lolita se fatigaron con la elaboración de un estilo y las alusiones a toda una genealogía literaria que ellos quizá no compartieran. Pero gracias a esa conspiración de ruido, y a partir de la versión cinematográfica de Kubrick (la versión musical —adaptada por Alan Jay Lerner con partitura de John Barry— se estrena en Broadway en la presente temporada), Nabokov ha podido eludir la rutina pedagógica. De los años universitarios ha quedado uno de sus relatos más espléndidos (Pnin) y multitud de anécdotas, como la de que, apurado por partir en busca de mariposas para su legendaria colección, solicitó a un decano permiso para entregar las notas de sus alumnos antes del examen.

LOS HABITOS, EL AMOR. Las mariposas son una de las pasiones constantes de Nabokov, uno de los pocos eruditos no profesionales en lepidopterología. El visitante imprudente que se arriesga a comentar la variedad de mariposas que acompañan el paseo vespertino por los jardines de Montreux se expone a recibir una mirada piadosa: "Debería ir a Capadocia para buscar algunos ejemplares esquivos.” Desde hace una década, Nabokov prepara un volumen que tal vez resulte infinito: La mariposa en el arte, donde constarán sus observaciones sobre las especies representadas desde Egipto antiguo hasta el Renacimiento; en los últimos años ha escudriñado sótanos y depósitos italianos y del Louvre en busca de anónimos, o de cuadros "de escuela” que hayan registrado esa presencia.
La ironía que anima, como una electricidad discreta, cada línea que Nabokov ha escrito o pronunciado, incluso sobre sí mismo, no conoce el reposo: en momentos de Speak, Memory —tal vez la autobiografía más conmovedora del idioma inglés contemporáneo— o cuando habla de Vera, su mujer, la emoción parece no asustarle. Ha sido Vera quien copia a máquina esas fichas diminutas que él siempre lleva en los bolsillos y donde, corrección tras tachadura, nueva ficha en lugar de ficha ya ilegible, van creciendo como organismos las ficciones de Nabokov.
“Como consejera y juez me acompañó hace cincuenta años, mientras yo escribía mis primeros ensayos de novela. Todo lo que escribo se lo leo, por lo menos dos veces; luego lo relee al pasarlo a máquina, al corregir las pruebas y revisar conmigo las traducciones a los idiomas que conocemos. Un día de 1950, cerca de Nueva York, se atrevió a detenerme camino del incinerador, a pedirme que pensara por segunda vez en lo que estaba a punto de hacer: así rescaté de mis propias dudas y torpezas los primeros capítulos de Lolita.".
E. C.
Revista Panorama
27/06/1971
 

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