Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Samuel Beckett
Escritores: Beckett o el Gran Cero
¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Las tres preguntas que dan comienzo a El innombrable (L’innommable, 1953) han repercutido sobre toda la obra del irlandés Samuel Beckett, sin desembocar jamás en una respuesta. Ya Whoroscope, un poema de 1930 —“el primer libro que el autor publica separadamente”, como anunciaba la solapa—, emprendía, desde su título, una desolada interrogación sobre el porqué de la existencia: en un lenguaje pulcro, levemente influido por los simbolistas franceses, Beckett presentaba a Descartes meditando sobre el tiempo, la extinción de la especie humana y los huevos de gallina.
Preguntar es algo para lo que no se concedió descanso. Su segunda novela, Watt (escrita en 1942, publicada una década más tarde), toleraba un protagonista cuyo apellido era una interrogación sin fin (What?, qué); su amo, el señor Knott, lleva a la vez un apellido que es una respuesta sin posibilidad de pregunta (Not, no).
Hacia 1931, cuando Beckett decidió retirarse del grupo que traducía al francés “Anna Livia Plurabelle” (un fragmento del Finnegans Wake, de James Joyce), pasó seis meses en reclusión, dedicado a un ensayo sobre Proust: “El arte es la apoteosis de la soledad —reflexionaba entonces—. La vida es un aburrimiento. Ser es sufrir”. Por las tardes iba de visita a la casa de Joyce. Un biógrafo de éste, Richard Ellman, cuenta que los dos hombres se quedaban quietos durante horas, sentados en incómodos sillones y enzarzados en el silencio. Por fin, uno de ellos preguntaba: “¿Cómo pudo el idealista Hume escribir una historia, nada menos que una historia?”, a lo que el otro contestaba: “Sí, ¿cómo pudo escribir una historia de representaciones?”.
Fue entonces cuando Beckett incluyó en su prólogo a Finnegans Wake esta proposición famosa: “Dante... Bruno. Vico... Joyce”, y cuando lanzó la versión —tan repetida, más tarde— de que el Discurso del Método, de Descartes, debía leerse como una novela, puesto que el “Cogito, ergo sum” (Pienso, luego existo) había sido escrito al calor de una estufa alemana, no para sentar un principio filosófico, sino para dar un paso adelante en el conocimiento de sí mismo. Y eso, dar un paso en el conocimiento de sí es lo que Beckett entiende como la justificación esencial de toda novela. Aunque la conclusión sea que ningún conocimiento es posible, salvo el de la inutilidad de vivir.
Samuel BeckettSe sabe tan poco de este irlandés flaco, con cara de pájaro y voz pantanosa, que el único dato personal en el que coinciden casi todos sus biógrafos es un dato falso: Beckett nunca fue secretario de Joyce; apenas lo asistió, tomando al dictado —durante mes y medio, aproximadamente— algunos fragmentos de Finnegans Wake, cuando los ojos del maestro empezaron a flaquear.
Es casi inédita, en cambio, la historia de la amistad (misteriosa, cataléptica) entre Beckett y Lucía Joyce: cuenta Richard Ellmann que durante los meses de verano de 1932, mientras aquél escribía los poemas de Echo's Bones and Other Precipitates, comía en una fonda vecina al Palais Royal. A. veces, invitaba a Lucía, cuya incipiente neurosis parecía fácil de disimular todavía. Tomados del brazo, caminaban por la rue Colbert y los alrededores de la Fontaine Moliere, jugando a quién recordaba más pensamientos de Pascal. En una sesión de dos horas, Beckett solía ganar por 30 a 12 ó 13. Su pensamiento preferido era el 139 B: “Toda la desgracia de los hombres deriva de una sola cosa: no saber estar quieto en un cuarto”.
Hacia el fin del verano, la enfermedad de Lucía se agravó: “Ya no tenía el suficiente dominio de sí como para ocultarle a Beckett la pasión que sentía por él —escribe Ellmann—. Tanto le persiguió que lo obligó a explicarse: Beckett le dijo lisa y llanamente que si iba a casa de los Joyce era, ante todo, para ver al padre”.
“Es el lobo estepario de la literatura”, lo definió un editor italiano cuando le concedieron el premio Formentor, ex aecquo con Borges, en 1961. La imagen no es exagerada, porque Beckett no concede reportajes, se niega a las fotografías, se describe a sí mismo como “un ser vivo en el interior de una tumba”. Era todo lo contrario hace medio siglo, según parece: nació en Dublin a fines de 1906, en una familia burguesa y protestante; su padre era un calculista de materiales. A los 14 años fue enviado al Portora Royal School, en el condado de Fermanagh: resultó un alumno popular, en el sentido norteamericano del término (organizaba pequeñas logias estudiantiles, dirigía el espectáculo principal en las fiestas de fin de curso); era, también, un deportista brillante. Podía batear con la izquierda en el baseball, lanzaba con la derecha en el cricket, era el mejor forward en el equipo de rugby del colegio.
En 1923 volvió a Dublin, para entrar en el Trinity College. Deslumbró tanto a sus profesores que cuando egresó como bachiller de Artes (1927), no encontraron entre ellos a nadie mejor que el propio Beckett para representarlos en un intercambio de conferenciantes con la École Nórmale Supérieure, de París. Aquel viaje dio nacimiento a una historia de amor, si es que la palabra amor y Beckett pueden emparentarse. En París conoció a Joyce, en París escribió Whoroscope y los cuentos de More Pricks than Kicks, sus primeras ficciones. Pudo haberse quedado en Dublin cuando estalló la Segunda Guerra: había llegado a visitar a su madre viuda. Irlanda era neutral, y las tropas de Hitler habían cruzado la frontera francesa. Pero Beckett no vaciló en volver a París: discutió con Joyce sobre lo que harían. No hubo acuerdo, porque el maestro juzgaba a la guerra como un accidente inútil, ante el que convenía cruzarse de brazos; para el autor de Whoroscope, en cambio, el
único camino posible era repeler a los nazis. Se unió a la resistencia y quedó en París hasta 1942, cuando todo su grupo cayó prisionero y él se salvó por haber ido a una cigarrería; en un camión de verduras llegó, por fin, a la zona no ocupada, donde consiguió trabajo como recolector de repollos. Fue entonces cuando escribió Watt, “para no perder la mano”.
Su primera novela, Murphy (1938), se abría con una frase premonitoria: “Como no le quedaba otra alternativa, el sol brilló sobre nada nuevo”. En Watt, Beckett se presenta más nítidamente: Watt tiene un amo misterioso, el señor Knott, pero su aspiración exclusiva es la inmovilidad. Sin embargo, cuando se mueve, no entiende por qué lo hace.
Molloy (1951), es la primera parte de una trilogía escrita en francés sobre el tema de la inmovilidad en crecimiento. El protagonista reposa en su cama, paralítico, sin dientes ni olfato. El asma le quita el sueño, y soporta sus desvelos chupando piedritas y contándose historias. Su única dicha consiste en imaginar que alguna vez se esfumará para siempre.
Molloy es una metáfora del camino que todo hombre emprende hacia sí mismo. Pero una metáfora con futuro: de aquí en adelante, los personajes de Beckett percibirán que decir yo es, antes que nada, pronunciar una palabra de dos letras.
La inmovilidad, la búsqueda del yo y la precisión verbal se acentúan en Malone muere (1952), la segunda novela francesa de Beckett. Como Molloy, Malone no tiene dientes, vista ni oído, padece de leves estremecimientos en la cama y siente el sexo como una atroz incomodidad. Estar acostado es ya, en este libro, una posición irremediable: la existencia queda resumida a los actos de comer y excretar, como en un repentino regreso al estado de feto. Qué tedio, Tedio mortal, Qué miseria, escribe Malone. Esas palabras ocupan una página entera, y el gran silencio tipográfico contagia esos bostezos metafísicos al lector.
Poco antes de Molloy, Beckett había escrito una fábula en inglés, Mercier and Camier, que no alcanzó a publicar nunca. Los dos personajes del título forman una pareja (una seudo-pareja, los definirá más adelante una voz), cuyos actos son decididos siempre a dúo: dejar la ciudad, andar en tren o a pie por la campiña irlandesa, volver a la ciudad porque, verdaderamente, no saben cómo dejarla. Partir, regresar, volver a partir: la odisea de Mercier y Camier carecería de final si la lluvia, cayendo repentinamente sobre ellos, no los desanimase. Pero el lector advierte que también los abrumó la lluvia cuando se marcharon de la ciudad por primera vez.
¿Quién existe?
En Molloy y en Malone muere, el lector intimaba con los personajes porque éstos escribían sobre ellos mismos; la palabra, entonces, servía de intermediaria. En El innombrable, hablar es inútil: “Parece que hablo —dice el protagonista en las primeras líneas del libro—, y no soy yo, de mí, no sé de mí (...). Sin embargo, estoy obligado a hablar”.
Este personaje carece hasta de una cama. Vive metido en una jarra, asomando a duras penas la cabeza —ya reducida a una bola sin pelo—: es menos que ciego, porque en el sitio que debieran ocupar los ojos hay tan sólo órbitas vacías; es también algo más que inmóvil, porque el tronco se prolonga en una pierna única es una pierna. No hay fin ni principio, porque el principio equivale al fin y viceversa. El innombrable, así, está condenado a vivir.
Si el libro tiene un tema, ninguno es más evidente que el de revelar el lenguaje como una condenación. “Yo hablaré de mí cuando no hable más”, explica el protagonista, y esta contradicción, llevada hasta límites inesperados, permite que las palabras funcionen en la novela como una trampa, donde la existencia ni el lenguaje pueden ser capturados. Pero, por primera vez, el acto de ser despunta como una obligación: “Se me ha puesto en la cabeza que yo haría bien en existir”, aventura el personaje, pero ya el hecho de que existir o hablar equivalgan a un debe ser, les da a esos dos gestos el aire de una condena.
En un ensayo de Ludovic Janvier sobre Beckett, se sitúa a éste en “la constelación de las experiencias fronterizas”, donde hay estrellas como Pascal, Rimbaud y Antonin Artaud. Algunos textos de El innombrable pueden vincularse, en efecto, al teatro de Artaud, al Memorial de Pascal, a Una temporada en el infierno. El pensamiento 139B, por ejemplo, encuentra esta misteriosa réplica en la novela: “Si pudiera encerrarme en un cuarto, habría puesto fin a mi caza de las palabras”. El poema Délires, de Rimbaud (“¡Qué vida! La verdadera vida está ausente. Ya no estamos en el mundo”) engendra un hijo increíble en esta línea de El innombrable: “Hagamos de cuenta que estoy solo en el mundo, al menos mientras siga siendo yo el único ausente”.
Hace ya veinte años (o poco menos) que Beckett resolvió apelar al francés, porque “necesitaba la disciplina que una lengua adquirida le impondría”. A un estudiante que preparaba su tesis de letras sobre Molloy, le contestó que “en francés me es más fácil escribir sin estilo”. Esa claridad, esa economía que impuso a su lenguaje llegan casi a exasperar en El innombrable, donde las frases repetidas asumen de pronto el tamaño de un silencio, donde las preguntas se parecen a carrasperas, donde las frases sin verbo asaltan al lector como una repentina claustrofobia.
Un año atrás, y cuatro más tarde de la publicación de Comment c’est, Beckett entregó a las Éditions de Minuit un textito de 24 páginas que había sido diéz veces mayor y que había quedado reducido a esa migaja luego de una larga depuración. Aquel relato, Imagination morte imaginez, era un desafío. Lo que Beckett se había propuesto ahora era una “interiorización absoluta del relato”.
La historia de esa obrita es aterradora: en un redondel de 80 centímetros de diámetro y 40 de alto reposan, replegados, los cuerpos de un hombre y de una mujer. Cada veinte segundos, rítmicamente, los acometen la luz y el calor, la oscuridad y el frío. Su imagen es la de los únicos sobrevivientes del fin del mundo. No hablan: la eternidad es el instante, la muerte es la vida. Después de El innombrable, parecía imposible predecir hacia dónde enderezaría Beckett sus pasos, porque ningún cero era más absoluto que el de la nada allí descripta, el de su personaje sin labios, sin pelos, sin ojos, sin memoria y sin nombre. Imagination morte imaginez viene a demostrar que, pese a todo, Beckett tiene todavía pesadillas más asfixiantes por explorar.
Quizá ninguno de sus textos, sin embargo, eche más luz sobre el novelista que una anécdota contada por Peggy Guggenheim, la famosa coleccionista de arte moderno, en su libro Confessions of an Art Addict: allí describe a Beckett como un joven fascinante, pero aquejado de una apatía que solía mantenerlo en cama hasta la media tarde. “Le era difícil conversar —dice—. Nunca estaba animado. Le costaba horas y gran cantidad de bebida ponerse a tono. Para colmo, conservaba un espantoso recuerdo de su vida en las entrañas maternas. Siempre decía que todo iría bien en su vida mientras no lo obligasen a tomar una decisión.”
Los libros de Beckett son la decisión que él tomó. Pero es posible, como insinuaba Peggy Guggenheim, que ahora quiera retractarse de haberlos escrito.
PRIMERA PLANA
10 de enero de 1967

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