Futilísima Ruinosa Satelital
No hay cosa más inútil que dar consejos

El trueno naranja 
PROTOTIPOS
El disfraz anaranjado

Estaba absolutamente convencido de que no sería el tercero. Alguna vez lo pensó, pero la idea, aparte de no conmoverlo y de no convenirle, se le escapaba a través de un sello convulsivo que acuñaba su optimismo: su sonrisa. Carlos Alberto Pairetti se evadía de un signo de infortunio que amortajó en llamas a los prototipos Ford de Atilio Viale del Carril y Oscar Cabalen. Su nuevo coche tenía, al fin, otro color y, además, otro nombre; exorcismos suficientes, según él, para aplastar el maleficio. El jueves 13 se acostó a las 11 de la noche. Ya entonces, los párpados le pesaban y el sueño lo invadió rápidamente. Diez horas después, a las 9 del viernes 14, se despertó, se duchó, desayunó y eligió una vestimenta moderada que no combinaba con su gusto detonante: pantalones grises, sweater y medias azules y camisa de sport blanca.
En el Autódromo Municipal, a las 10, sus anteojos oscuros amortiguaron, en el box Nº 30 —rodeado de doce fotógrafos, un cameraman y once raboneros con sus libros bajo el brazo—, el destello de un artilugio que había sido gestado en noviembre de 1967 y al que sólo le faltaba lanzar su primer vagido: el Prototipo Competición, de acuerdo con la denominación de sus fabricantes, o el 'Orange Thunder '—por su color—, según la ampulosa definición de un tuerca curioso.
"Todavía tengo sueño", deslizó Pairetti. Parecía estar ajeno al acontecimiento; posaba displicentemente y en el silencio del box, atendido el Prototipo por tres mecánicos de blanco y por cuatro con buzos azules, resonaba sólo su sonrisa. "Todavía no me senté en el auto", fueron las últimas palabras de Pairetti antes de que, a mediodía, envasada su cabeza en un reluciente casco blanco, empuñara el volante del Orange Thunder y empezara a intimar con sus caprichos, llevando como copiloto a Rodolfo Fraga, integrante de la firma constructora del auto. Durante los tres días anteriores a la prueba, Fraga había dormido vestido, pero sin sufrir, en un sillón del escritorio del taller de Bernardo de Irigoyen al 500, cuartel central de operaciones de la empresa.
Los doscientos espectadores del examen casi íntimo del 'Trueno anaranjado' se arremolinaron en la pista. Pairetti partió con su sonrisa y luego de dos vueltas se detuvo. Ya había cuatro fotógrafos más, pero el recién nacido se obstinaba en desparramar un desajustado llanto sin armonías. Algo le dolía o algo no andaba bien. Tras un cambio de bujías volvió a partir.
Un hombre de mameluco blanco y un grueso cigarro en la boca, el ingeniero Tebodo, de la General Motors, invadió la pista y paralizó con su brazo en alto la marcha de Pairetti apenas éste acababa de completar sólo una vuelta, la tercera en toda la mañana. Cuidadosamente, sin apuros, como envuelto entre algodones, el auto reingresó en el box como si entrase en una incubadora. Horacio Steven, gerente de Competición S.A. dio la orden de ir a almorzar, y el ictérico recién nacido quedó en manos de los tres hombres de blanco.
Nuevos vagidos inundaron la tarde del Autódromo. A la salida de la recta larga, a la entrada del curvón, Pairetti ya no sonreía. Tenía sus labios apretados y cierta sequedad en la boca. Al dejar el habitáculo, un cosquilleo plácido se apoderó de su cuerpo y le hizo desplegar nuevamente su sonrisa: "Nunca —confió ya con sus glándulas salivares normalizadas— tuve un auto así. Dobla solo; no hace falta que vaya nadie arriba; no necesita piloto".
Para entonces ya se había olvidado de su angustia de un mes de diarias postergaciones, a la espera de ese estreno; ni siquiera guardaba rencor por su plantón del jueves 13, cuando durante cuatro horas esperó en vano la llegada del Prototipo; afortunadamente, unos tallarines amasados allí mismo le salvaron esa mañana. (18 de Junio de 1968 - Revista Primera Plana)

Luego del recordatorio automovilístico vamos con los consejos orales: 

HABLAR BIEN EN PUBLICO POR MARY LOWREY ROSS
Qué trastorno? — se lamentaba una amiga mía. — Tengo que decir un discurso ante un grupo de señoras a quienes no conozco ni de vista..., ¡y en mi vida he hablado en público!
— No es tan difícil — le respondí, — Sólo tienes que convencerte a ti misma que eres más lista que tu auditorio, y animarte nomás,
— ¡Ya sé que soy más lista que mi auditorio! — exclamó. — Debo serlo porque yo, por lo pronto, jamás sería tan tonta como para ir a oírme hablar a mí misma.
El aprieto en que se hallaba mi amiga es muy común en nuestros días. La demanda de oradores públicos ha llegado a ser tan abrumadora, que los claros dejados por los profesionales deben llenarse con aficionados. Hasta usted, lectora, puede verse en dicha situación, como cierto vez me ocurrió a mí, simplemente porque no pudo asistir la oradora que se deseaba presentar en tal oportunidad.
Es peligrosamente fácil contraer ese compromiso. Se puede aceptar a impulsos de un sentimiento de deber público, o seducido por sutil adulación, o, simplemente, por dejarse llevar por el cómodo hábito de la dilación. Después de todo — nos decimos, — hay tiempo hasta el segundo miércoles del mes próximo, y pueden ocurrir tantas cosas antes de esa fecha...
Sí, muchas cosas, pero puede tenerse la completa seguridad de que nada ocurrirá. Inexorablemente, llegará el fatídico miércoles, y entonces no habrá forma de eludir la dura prueba. Por fortuna, sin embargo, pueden tomarse ciertas precauciones que ayudan a salir airosas del paso. Por ejemplo, no aceptar cómodamente la falacia de que "no habrá más que ponerse de pie y hablar". La charla privada puede dejarse librada al azar y ser todo lo deshilvanada que se quiera; pero el discurso público debe basarse en un plan bien sólido, en informaciones precisas y en ideas predeterminadas. En otras palabras, requiere preparación. Debe forjarse su estructura de antemano, darte principio, desarrollo lógico (con puntos de referencia para las sucesivas etapas de la exposición, que aprenderán de memoria) y fin. Si se prepara un bosquejo bien trazado del discurso y se aprende de memoria, o se anote, en tarjetas que se sepan manipular hábilmente, el éxito es casi seguro.
"Escoja un rostro interesante, concentre su atención en él y olvídese de resto del auditorio". Este consejo, ofrecido con tanta frecuencia a oradores inexpertos, parece un recurso excelente; pero por lo que a mí respecta, jamás me resultó práctico. El orador u oradora sin experiencia, que repentinamente afronta un auditorio, no está en condiciones de efectuar una elección minuciosa y serena. Mucho más apropiado para los primeros diez minutos, al menos, sería el consejo de escoger una sección de la sala, procurar no apartar la vista de ella y concentrarse en el plan del discurso preparado.
Aunque se tenga plena confianza en el dominio del tema a desarrollar, existe un momento crítico, casi inevitable, para el cual conviene estar preparados. Dicha crisis se hace presente cuando la mente vacila y se nubla por completo, quedando el cerebro como vacio, como una pantalla cinematográfica cuando se descompone el aparato de proyección.
Esto ocurre hasta a los oradores más expertos, y sólo hay una manera de contrarrestarlo; no dejarse dominar por el pánico. Se beberá un sorbo largo y pausado de la copa de agua (que para eso está ahí), y se esperará tranquilamente a que pase el momento y se aclare la situación.
Los oradores poseen sobre las oradoras una ventaja: su apariencia personal es mucho menos importante que los temas que hablan. El orador — especialmente si se trate de algún miembro de una profesión como la de novelista, dramaturgo, poete o charlista literario — puede ocupar la tribuna calzando zapatos de goma, llevando el chaleco torcido o el cabello en desorden. Sus oyentes del sexo femenino quedarán, sin embargo, encantadas ante estas ostensibles muestras de las extravagancias del genio.
La oradora, en cambio, será mejor que no cuente con esa afectuosa indulgencia por parte de las de su propio sexo. Cualquier negligencia obvia no sólo constituye una desatención para con el auditorio, sino un peligro mantel que a ella misma la acecha. Al público femenino le agrada la teatralización, pero no debe exagerarse la nota.
La presentación más natural y menos calculada suele ser a menudo infinitamente más eficaz. Una de las entradas más dramáticas que he presenciado al presentarse una oradora en la tribuna fué la de la señora Emmeime de Pankhurst en una convención celebrada hace muchos años en la ciudad de Baltimore. Nos habían informado que hablaría la gran sufragista, y la mayor parte del público, recordando la época violenta en que las sufragistas se batían con la policía y eran encarceladas, estaba preparada para cualquier actitud belicosa. Mas apareció la señora de Pankhurst: era una muy pequeña y delicada, llevaba una bufanda vaporosa y vestía un traje de suave color gris plateado. Su sola presencia conquistó al instante a todas las mujeres que integraban el auditorio.
Como figura tribunicia, la señora Pankhurst lo poseía todo: porte, dominio, persuasión, un claro sentido de los golpes de efecto; pero, por sobre todo, la inspiraba una "causa". Ocupaba la tribuna luego de cuidadosa preparación y estudios consagrados a elevados propósitos. Las aficionadas, en cambio, llegamos a la tribuna, por lo general, accidentalmente. No nos apasiona el afán del triunfo; simplemente, nos interesa no cuidar en ridiculo. Sin embargo, por bien preparadas que estemos en el campo de nuestros conocimientos personales, la tribuna es terreno extraño, y nos aproximamos a ella como víctimas conducidas al altar del sacrificio.
A veces ocurre un milagro. Tras el frío telado del primer chapuzón, la oradora puede encontrarse de pronto como flotando maravillosamente en el nuevo ambiente y desempeñándose, ante su propio asombro, con facilidad y suficiencia deslumbrantes. Esto indica que se trate de una oradora nata, y. que de ahí en adelante su vida se transformará automáticamente en un catálogo repleto de compromisos oratorios.

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