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Abelardo Castillo

Abelardo Castillo: Poe y un alto premio

Tiene el cabello largo pero escaso y el semblante explica mejor que nada su afición por trabajar de noche. Se llama Abelardo Castillo, nació hace 27 años en San Pedro, y desde mediados de marzo de 1963 es una persona célebre: en París premiaron "Israfel", su segunda pieza de teatro. Eugene Ionesco, toda una carta de recomendación, encabezó el jurado de once especialistas (de nueve países), del Instituto Internacional del Teatro (dependiente de UNESCO) que laureó "Israfel". Y si eso impresiona a todos, entre todos parece no estar Castillo, quien restó formalidad al asunto: como las traducciones de su obra al inglés y francés (hechas aquí, y de apuro) parecieron algo defectuosas en París, a Castillo se le ocurrió pensar que Ionesco "no entendió nada" y, entonces, pudo decir: "Este es de los míos, le doy el premio".
Castillo cree que llegó a ser dramaturgo como puede serlo cualquier poeta frustrado: "Nunca publiqué esos versos, ¡gracias a Dios!" Ahora debe conservar 10 de los "cinco mil", y los guarda con pudor. Castillo siguió escribiendo, pero otras cosas, "en serio".

Un principio con riesgos
A los veintidós años terminó "El otro Judas", una tragedia en un acto que fue premiada. Después llegó "Israfel" (1960), un drama en cuatro actos sobre la vida de Poe (cuatro momentos decisivos de la vida de Poe sirven de base a su obra). Más tarde fue "Las otras puertas", un libro de trece cuentos, premiado por la Casa de las Américas y por una faja de honor de SADE. En 1962 trabajó con una obra ("La prostituta de Jericó"), todavía desconocida, y actualmente insiste en su primera novela: "Crónica de un iniciado".
"Israfel" es una pieza con historia. Castillo tardó un año y medio en escribirla, y debió corregirla siete veces. Cuando se iba a poner en escena, aquí, cuestiones prácticas lo impidieron. Debía dirigirla Lautaro Murúa, que tiene "una agudeza que asombra y es un extraordinario hombre de teatro", según reitera Castillo. En 1961, "Israfel" había pasado por un filtro inobjetable. Un jurado nutrido y heterogéneo seleccionó la obra (sobre otras 150) por unanimidad menos uno (Potenze sostuvo que no era representativa de la Argentina). En París, donde ahora vuelven a traducirla para editarla y ponerla en escena, recibió el primer Premio (compartido) Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos. Más que la presencia de Ionesco, habla bien de su obra un hecho singular: Carvallido llegó detrás con "Medusa".
El premio de París puede hacer menos riesgoso, quizás, el ejercicio de un principio al que Castillo, terco como buen dramaturgo, parece no renunciar: escribir es una profesión; ¿para qué mezclarla? Hasta los 23 años trabajó en oficinas y en plantas industriales. Ahora sólo escribe y dirige "El escarabajo de oro", título de un cuento de Poe que es, al mismo tiempo, su "marca" personal y la marca de su revista de 5 mil ejemplares bimensuales que se editan sobre 28 páginas-promedio.
Revista Primera Plana
16.04.1963

UN ESCRITOR "MUY METIDO" EN LA VIDA

MIRA Y DICE LAS COSAS DE FRENTE. LE GUSTAN LA NOCHE, LOS CUENTOS DE EDGAR ALLAN POE Y SU CIUDAD NATAL —SAN PEDRO—. ESCRIBE DESDE LA ADOLESCENCIA Y DESDEÑA LAS POSES Y FALSOS ENCASILLAMIENTOS.
UN ESCRITOR VITAL, ABELARDO CASTILLO HA CONOCIDO EL EXITO DE PUBLICO POR SU OBRA DE TEATRO ISRAFEL, QUE SE DIO A SALA LLENA DURANTE MAS DE UN AÑO.
SUS OPINIONES, TAJANTES Y CON LA FRESCURA DE LA AUTENTICIDAD, MERECEN LEERSE.
VIDA, OBRA Y OTRAS ACTIVIDADES


—En San Pedro, si. Allí nací en 1935. Mi padre era boxeador. Hizo 107 peleas, pero yo nunca lo vi boxear. Mi madre se fue de casa cuando yo tenía ocho años. No volví a saber de ella. Vivimos unos años en Buenos Aires: yo hice la primaria en el Wilfrid Baron de los Santos Ángeles, un colegio salesiano de Ramos Mejía. La completé en un internado de mi ciudad natal. El secundario lo hice en el comercial de San Pedro por razones sentimentales. ¿Qué quiere decir eso? Bueno, yo me estaba inscribiendo en el Nacional cuando veo bajar de un auto negro una estupenda niña que parecía salida de un cuadro de Botticelli. Averigüé a qué colegio iba y largué mi solicitud de ingreso al diablo. Así fue como me inscribí en el Comercial. Arruiné mi carrera. La niña nunca me dio ni la hora. Tenía grandes ojos azules y una mirada extraña. Después nos enteramos de que era miope. Ahora se casó y se convirtió en una rotunda señora.

No parece un escritor. Tiene espaldas anchas, manos grandes y fuertes, una constitución física sólida, producto, tal vez, de sus diez peleas como amateur —"terminé invicto"— en las categorías mosca y gallo. Ahora creció hasta lograr el peso y la estatura de un peso mediano. Es nervioso y fuma como una chimenea de fábrica. Los cigarrillos negros se suceden a lo largo de la charla hasta completar una cantidad superior a los veinte. En su vasto vocabulario se codean sin rubores el lunfardo, el castellano más exquisito y el habla de todos los días. No, Abelardo Castillo no parece un escritor. Al menos, no parece lo que la gente supone que debe parecer un escritor.

—De chico era místico. En el internado no sólo quería ser cura (misionero, naturalmente) sino santo. En serio. Estuve a punto de entrar en el seminario. Quería ser santo como otros quieren ser bomberos, o vigilantes, o abogados, o futbolistas, con la mayor naturalidad y sinceridad. Solía pensar en esto: a un muchacho, creo que era Domingo Savio, le preguntaron una vez qué haría si supiera que iba a morir al rato. Todos respondían rezar, o confesarme, o besar a mamá, en fin, esas cursilerías. El dijo: seguiría jugando. ¿Qué tal? A los once años dejé de ser místico, aunque creo que hoy también seguiría jugando. Se puede ser ateo y tener un gran espíritu religioso: los anarquistas, por ejemplo. Todo artista, además, es un espíritu religioso, un tipo que sigue "jugando", jugándose, hasta el final.

Jugándose hasta el final. Por eso, ver las mejillas de Abelardo pegadas contra los maxilares en el acto de aspirar el humo del cigarrillo, admirar su inagotable capacidad de cafés dobles, escucharlo
decir, o sonreír, o callar corno si en eso le fuera la vida, resulta estimulante. La vida, jugándose, la vida, aunque nunca se haya empuñado un arma, a menos que se entienda —al fin— que no hay arma más eficaz que una obra de arte lograda. Que no hay mayor contundencia en un puñetazo que en un buen cuento, una buena novela, un buen párrafo. Abelardo Castillo, un escritor —ahora sí—, jugándose hasta el final.

—Siempre fui buen deportista. Además del boxeo, nadé y remé, dos maneras de aprender a luchar por la vida en una ciudad con el río por todos los costados. Al fútbol jugué de arquero. También jugué —y juego— al ping-pong. Me gusta la vida al aire libre, aunque mi color diga lo contrario. En realidad, me gusta la noche al aire libre. Mi adolescencia en San Pedro fue, como todas las adolescencias, amante, conflictuada y gozosa. Y acuática. Todo ocurría en el río. Con un gran amigo mío, Milo Olaso, cruzábamos hasta la isla y nos pasábamos semanas enteras viviendo a lo indio. También hacíamos versos. Una vez enterramos una botella que debería haber sido abierta varios años después. Tenía frases, poemas, reflexiones de adolescencia. Me acuerdo de una: "Aire con moscas". No te imaginás la cantidad de moscas que había en la isla. Yo comencé a escribir cuando era muy chico. Pero el verdadero comienzo de mi "carrera" tuvo lugar a raíz de una clase de contabilidad. Yo estaba leyendo "Uno y el Universo", de Sábato, que tenía camuflado bajo un libro de contabilidad. El profesor Rubíes —así se llamaba— me pescó. Me sacó el libro y me hizo pasar al frente a hacer un asiento. Lo hice al revés. Mientras volvía a mi lugar, escuchaba la voz del profesor Rubíes que me retaba. De golpe, me pidió que le mostrara lo que yo escribía. Fue un golpe bajo: yo nunca lo hubiera esperado. Eso me planteó un grave problema porque yo no tenía escrita una sola línea. Es decir, tuve que escribir para responder a la expectativa que había despertado en Rubíes. Me compré un cuaderno y escribí una buena cantidad de reflexiones tipo Sábato y Barret —un anarquista español—. Falté dos días al colegio y, al cabo, le llevé los resultados de mi esfuerzo a la pensión. Rubíes me dijo que era muy bueno pero que estaba influido por Roberto Arlt. Un autor del que yo ignoraba hasta la ortografía de su apellido. Fui hasta la biblioteca del pueblo, pedí un libro de Arlt y me dieron —no recuerdo bien— "Los siete locos" o "El juguete rabioso". En la solapa leí que Arlt había ganado el premio municipal. De pronto me sentí justificado. "Me parezco a un escritor que gana premios importantes", pensé. Un premio importante justifica delante de los ojos de la familia, explica las noches desveladas escribiendo vertiginosamente: uno no está loco. Hasta que no se convence a la familia no se convence a nadie. Todo esto ocurrió entre los catorce y los dieciocho años.

Libros y premios.
• "Las otras puertas". (1961). Cuentos. Siete ediciones y Premio Concurso Hispanoamericano de la Casa de las Américas.
• "El otro Judas". (1961). Teatro. Tres ediciones. Primer premio y Gran Premio de Honor de los Festivales Mundiales de Teatro Universitario de Varsovia y Cracovia, el último compartido con "Divinas palabras", de del Valle-lnclán).
• "Israfel". (1965). Teatro. Dos ediciones. Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos, París (UNESCO), y varios premios de crítica, periodismo, etcétera, cuando se estrenó en 1966.
• "Cuentos crueles". (1966). Cuentos.
• "La casa de ceniza". (1968). "Una novela corta. O un cuento largo, da lo mismo."
• "Tres dramas". (1968). Teatro.
• "Los mundos reales". (1972). Cuentos.

—A los dieciocho años me vine a Buenos Aires. Trabajé en varias cosas, hasta en un banco. Catorce días después de mi debut bancario tenía que ir a la radio para que me hicieran un reportaje. "¿A dónde va?", me preguntó el jefe. Le expliqué. "No puede", me dijo. "Entonces hago abandono del puesto", dije, y me fui para no volver. Después hice el servicio militar en el 2 de Lanceros General Paz, de Olavarría. Fue una época muy macanuda de mi vida. Siempre pensé que al tipo que no hizo la colimba le falta algo. Y eso que soy antimilitarista. Pero lo que enseña la conscripción en cuanto a sentido comunitario, a amistad, el ingenio que hay que desplegar para resolver situaciones, son cosas que no he olvidado. Salí del servicio y entré en una empresa muy importante. Al poco tiempo protesté porque era un trabajo insalubre. Lo era en serio. Me echaron, por supuesto. Entonces decidí volverme a San Pedro. Pero antes quise invitar a Nicolás Guillén —por entonces (1957) exiliado en Buenos Aires— a dar una conferencia en San Pedro. Fui con un amigo mío, Capdepont, que tuvo la temeridad de llevar unos versos míos. Nunca fui un gran poeta, es decir, un tipo que cifra el universo en un poema. A Guillén. sin embarco, pareció gustarle lo que yo había hecho. Entonces me animé y le conté el argumento de "El otro Judas", que ya tenía bosquejado y pensaba mandar a un concurso que hacía "La Gaceta Literaria". "Si la escribes tan bien como la cuentas, no pueden dejar de darte el primer premio." Ese fue mi diploma de literato. Me dijo otra cosa: "Los literatos somos peores que las mujeres de la vida: estamos siempre obsesionados porque se les da más importancia a otros que a uno. Una frase critica nos quita el sueño. Nunca entres en el vedettismo de la literatura". Resultó algo revelador para mí. Así fue que nunca tuve amigos escritores, salvo dos, si es que se puede hablar de amistad entre personas de distintas edades. Uno fue Leopoldo Marechal. Hablar con él era como una cura de sueño. Teníamos una relación nada intelectual: hablábamos de política, de comidas, de cualquier cosa. Un gran hombre. El otro es Ernesto Sábato.

Un rostro cordial, de cordiales ojos verde oscuro. Un accidente a principios de año. "Me incrusté la cara contra el parabrisas. Me rebané la nariz —necesita cirugía— y me hice un gran tajo en la frente. Perdí litros de sangre." Pasión por el ajedrez: integra el equipo de San Pedro, invicto en la zona "Soy segundo tablero", dice con no disimulado orgullo. Horror a los viajes: "Nunca más lejos que el Uruguay, y eso duró un par de días". Pensar en un viaje por avión lo hace palidecer. Un solitario que tiene una novia —Silvia— que cursa el último año de Letras, y algunos amigos de fierro. Olaso, el de las excursiones a la isla, ahora ingeniero. Pelito Farabollini, de quien "nunca se sabe qué es lo que hace. Anda por San Pedro en una chatita y le regala a su hija animales insólitos, una lechuza, por ejemplo. Es bueno y sano. Le gusta cantar". Benito Aldazábal, "gran compinche de ajedrez, primer tablero del equipo, abogado pero no lo parece". Athos Barbieri, "un gigante de un metro noventa y cinco y ciento veinte kilos. Parece un luchador tártaro y fue el modelo para el tabernero de "Israfel". Tampoco se sabe muy bien de qué trabaja". Sus amigos, su novia Silvia. buena parte del mundo de Abelardo Castillo.

—El asunto fue que o ganaba el premio o me volvía a San Pedro. Me puse en "manos del destino". Un acto mágico. Un día me llamó mi padre desde San Pedro: "Hijo, te felicito". Había ganado el famoso premio y él se había enterado antes que yo. Eso me creó la necesidad de crear, de cumplir con lo que la gente esperaba de mí. Ojo con este asunto de los premios: los genios griegos ganaban las distinciones de la época. Dostoievsky y Shakespeare no ganaron nunca ninguno, y eso no los hizo menos grandes. Pero, como te dije antes, eso convence a la familia. El asunto es que gané, me quedé en Buenos Aires y fundé "El Grillo de Papel". una revista que duró un año y prologó al "Escarabajo de Oro", que ya llega a los doce. Un record para revistas literarias. Salimos tres o cuatro veces por año y no tenemos pérdidas. A veces algunos apurones, pero pérdidas nunca. Hasta da ganancia, si te descuidás. Ahora sí, es la única revista "católica" de la Argentina: sale cuando Dios quiere.

Con varios cafés y un par de whiskies encima uno se entera de que Abelardo Castillo trabaja "de sobrino". "Tengo una tía que es, en realidad, una madre. Se llama Lilia y yo vivo con ella, en Boedo. Cocina como un ángel y me aguanta en las malas. También tengo un departamento en la calle Pueyrredón, que me compré con «Israfel». Allí escribo. Y duermo a veces." También tiene un grabador, una máquina de escribir vieja —como todo escritor que se precie— y algunos libros. Castillo se confiesa frugal, sin necesidades superfluas. Jamás sacó un crédito y la plata le llega un poco porque sí: hace unos días se enteró de que tenía quinientos mil pesos esperándolo en Argentores por la puesta de "Israfel" en España. "Un regalo del cielo." Entre otras cosas, Abelardo Castillo es un devoto de ciertos "malditos". Poe, por ejemplo.

POE
—Hay algunas coincidencias entre Poe y yo. Los dos nos fuimos
los dos vivimos con una tía, los dos nos interesamos por lo macabro. Pero yo carezco de bigote y no me casé con mi prima hermana. Hablando en serio: como escritor, Poe no influyó en mí, salvo en el hecho de que su teoría sobre el cuento me parece irrefutable. Lo que siempre me fascinó, en cambio, es su vida —"Israfel" se inspiró en ella—. La vida de Edgar Allan Poe tiene algo de simbólico. Es una especie de cordero sacrificial, inmolado por fidelidad a si mismo. Como Van Gogh, como Malcolm Lowry. Es lo que yo llamo un "destino". Poe, como muy pocos, eligió un destino y lo cumplió hasta las últimas consecuencias; en eso es ejemplar.

LOS OTROS
—Literariamente hablando, admiro a escritores tipo Sartre. Abarcan un registro amplísimo: no son sólo artistas, sino pensadores, testigos, críticos, hasta políticos. Otro sería Unamuno. No son "literatos" sino escritores. Hacen teatro, o novelas, ensayos o hasta versos como si necesitaran expresarse y expresar el mundo en cualquier forma, en todas las formas.

¿CUENTISTA, DRAMATURGO 0 QUE?
—En realidad no soy cuentista, ni dramaturgo. Tiro más bien a escritor. Es el tema el que exige la forma. Y así como vos no elegís un tema sino que el tema te elige a vos, la forma es una especie de milagro, está de antes. "Israfel", por ejemplo, o "El otro Judas", se me dieron como teatro y no imagino que pudieran ser otra cosa. Lo mismo ocurre con los cuencos: ya eran cuentos, antes de escribirlos yo. Lo único que uno hace es dar (a veces) con la forma justa. Para Miguel Ángel la estatua ya estaba dentro de la piedra; no hacía más que arrancarla de allí; como quien dice sacar lo que sobraba. Es algo así. Lo que no significa que crea en el artista irracional, no. El escritor, sobre todo, debe ser lúcido hasta la enfermedad. Yo puedo ignorar por qué se me ocurre esta idea y no aquélla, digamos, pero a partir de allí, de la "idea súbita", como le llamaba Thomas Mann, todo empieza a ser lúcido, o lo más lúcido posible. La ficción es un poco como la paranoia: una especie de locura, sí, pero rigurosa. Un orden, un código.

METODOS Y TEMAS
—"Israfel" lo corregí siete veces: tardé años en terminarlo "El otro Judas" (representada dura una hora) la hice y la rehíce durante un año y medio, o más. En 1962 empecé una novela ("Crónica de un iniciado"), tengo tres borradores enteros de 300 páginas cada uno, sin contar apuntes. ¿El tema? El pacto con el diablo. Fausto pacta para recuperar la juventud; mi personaje (tiene alrededor de 30 años), para no perder lo que aún le queda de adolescencia. Ocurre en la Argentina, claro. Es un poco la descripción de una cualidad muy nacional: todos, a los 20 años, somos formidables, promisorios; a los treinta estamos casados, gordos, y a punto de decir: "Yo también a tu edad pensaba como vos". No sé si me explico. El arte, la creación, son una especie de adolescencia perpetua: un modo de ver el mundo. Mi personaje pacta para conseguir eso.

Y BORGES, CLARO
—No coincido con él en nada, ni humana ni políticamente. Pero creo que es el mayor prosista de lengua española. Si no dijera tantos disparates creo que hasta le tendría una especie de cariño. Lo ejemplar en Borges: su humildad. Conoce sus limites mejor que nadie. Ningún otro escritor argentino, excepto Marechal, me ha causado nunca esa impresión de "estar de vuelta". Todos los otros son maniáticos, vedettones, ególatras o si son humildes, tienen razón de serlo porque prácticamente no existen. Borges, en cambio, es el único que no se "toma en serio".

ALGO MAS
Su voz, ronca y áspera, decide una pausa. Hace cuatro horas que estamos frente a frente, hablando de casi todo. El último trago de whisky y una caminata por Buenos Aires anochecido. El aire es fresco y fuerte.
—Nunca pude acostumbrarme del todo a Buenos Aires. Mañana me doy una vuelta por San Pedro a ver a mis amigos.
Y allí, entre ajedrez y río y ginebras, Abelardo Castillo recuperará aquello que sólo se pierde de a ratos: esa perpetua —e inocultable— adolescencia que después le permitirá escribir sus espléndidas ficciones.

—Tomando distancia, claro. Que es la maldita condición del artista que no le permite meterse del todo en la vida; lo obliga a mirarla un poco de afuera, ser testigo.

Aunque en el caso de Abelardo Castillo esta última afirmación no resulte del todo cierta.
Porque nadie puede dudar de que está metido en la vida hasta el cuello.

EMILIO GIMENEZ ZAPIOLA
Fotos: JAIME GONZALEZ COCIÑA
Revista Gente y la Actualidad
28.09.1972

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Abelardo Castillo

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