CRONICA
HACE MEDIO SIGLO
ENTRAÑA DE BUENOS AIRES
por Félix Lima: Solar/Hachette, 1969; 227 páginas, 11
pesos.
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El chambergo del profesor Ferri habla en lugar de su dueño; un ojo
lloriquea en el suelo del foyer de un music-hall; el choque de dos
carros de golosinas es, en verdad, un desastre naval. Los escasos
conocedores de Félix Lima se empeñan en denunciar su vena
humorística; ninguno de ellos, sin embargo, ha reparado en las
invenciones surrealistas que albergan sus páginas.
Nacido en Buenos Aires en 1880, Lima ingresó en el periodismo
a los 20 años, después de fugaces empleos en un Ministerio y una
comandancia militar de Entre Ríos. Hacia 1928 sintetizaba en una
entrevista con Mundo Argentino. "Desde 1900 me gano el estofado a
pura puñalada de pluma. Vivo al día como los pajaritos". De El País,
donde le diera la alternativa Antonio Monteavaro, cruzó a El Siglo
en 1902; más tarde, el Senador Láinez lo lleva a El Diario; en 1905,
en Pulgarcito, una revista de Constancio Vigil, firma su primer
artículo.
Al morir, el 30 de junio de 1943, Lima había esparcido sus
borbotones en Caras y Caretas, La Vida Moderna, Fray Mocho;
colaborador de Crítica y La Razón, se contó entre los fundadores de
Ultima Hora. Popular en su tiempo, el interés de sus amigos —más que
el suyo propio— alcanzó para que se editaran dos recopilaciones de
sus innumerables textos: Con los "nueve"... (1908) y Pedrín (1923).
El negocio del lunfardo, que en el último decenio no cesa de
aburrir, sirvió lateralmente para que alguna prosa de Lima volviera
a la circulación. Esta antología, a cargo de José Barcia, cubre por
fin una laguna demasiado extensa y demasiado inexplicable.
La gracia de Lima, dice Bernardo González Arrili, "se
convertía en el chascarrillo del día, pues cada lector salía
apresurado a comunicarlo al amigo o lo llevaba riendo a su casa para
amenizar la comida". Barcia sostiene que Félix Lima "prefigura, a
través de sus bocetos y de sus cuadros de colores, casi todo el
llamado género chico del teatro nacional". Hay, no obstante, una
diferencia entre él y los saineteros: éstos procedían a fuerza de
exageraciones, interesados en la sustancia de la realidad, base de
sus caricaturas; Lima, hombre de letra impresa, seleccionaba los
datos de la realidad para extraerles su esencia, sus claves. Era un
observador de ojos y oídos magistrales.
Sus textos sirven, según señalan los panegiristas, para
documentar la aldeana Buenos Aires de hace medio siglo, para
recobrar una galería de personajes ahítos de vivacidad —vendedores
ambulantes, señoras de clase media, delincuentes, intelectuales,
amanuenses políticos como Cayetano Ganghi, a quien él descubriera—;
pero sirven, además, para regodearse con un estilista de la ironía,
un fotógrafo a quien no estaba prohibida la imaginación. Lima llamó
"brochazos porteños" a los artículos de su Pedrín: era, sin duda, un
exceso de modestia, porque si algo distingue a sus estampas frescas,
emotivas, es la finura con que han sido grabadas.
La época se prestaba; los diarios aún guarecían a estos
prodigios y, de arriba abajo en la escala social, abundaban los
destinatarios; la semilla que sembraron los Lima, los Álvarez, los
Payró, derivó con el tiempo en la glotonería idiomática de los
lunfardistas, en la chatura de tantas letras de tango, hasta ser
estragada por el teatro, la radio, el cine y la televisión. En los
años 30 Roberto Arlt —con el ceño adusto, culpa de esos instantes de
desaliento nacional, y una filosofía doméstica nada original—
fortaleció aquella línea en su "aguafuertes" de El Mundo.
Fue él, quizás, el último cultor de un género en apariencia
transitorio, solo en apariencia: la falta de memorilistas, en un
país que no quiere recordar y la pobreza de los estudios
sociológicos, añaden un valor suplementario a este periodismo sin
regreso. |
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