LA SAGA DE DI GIOVANNI
SEVERINO DI GIOVANNI, por Osvaldo Bayer; Galerna, 1970; 352
páginas y 32 de ilustraciones fuera de texto; 14,80 pesos.
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¡E vviva l'anarchia!
En la noche del 25 de mayo de 1926, a las puertas del teatro
Colón, un muchacho de pelo rubio lanzó este grito, antes de subir a
un coche celular de la Policía, y luego de haber escupido en el
rostro de un tieso militar italiano. Casi un lustro después, al alba
del 1º de febrero de 1931, reiteraba su lema en la cárcel de Las
Heras, ante un pelotón de fusilamiento. En esos cinco años cabe uno
de los personajes más vituperados y desconocidos de la historia
argentina contemporánea: Severino Di Giovanni.
Vituperado y desconocido por idénticas razones. Anarquista de
la línea dura, estaban contra él no sólo las autoridades de la
Sociedad a la que combatía, sino también sus correligionarios
aburguesados. Dinamitero, asaltante, era lógico que se proyectara
una única imagen suya: la del bandido insaciable, el Enemigo Público
Nº 1. Los pretores del orden reinante "no iban a fijarse en
nimiedades tales como el origen político de los delitos que cometía
Di Giovanni. La guerrilla, hoy, aparece envuelta en el mismo
proceso, en la misma lucha sórdida, sin soluciones de fondo, salvo
el terror momentáneo y los golpes de efecto, tan inservibles como la
expoliación y el salvajismo de quienes detentan el Poder, ese
equívoco.
Sin el entusiasmo, sin el apoyo concreto de los pueblos,
conservadores por naturaleza —la naturaleza humana—, los movimientos
"de liberación" se convierten en organizaciones aisladas, en
gavillas bienintencionadas y perniciosas.
Logran, sin duda, un momento de simpatía: nada halaga tanto a
ciertas mentes como el secuestro de un funcionario, sobre todo si el
Gobierno de turno, abjurando de su autoridad —provenga ella de donde
provenga—, negocia con los raptores y concede. Sin embargo, bastaría
que una de esas patotas incendiara la casa de un campesino, o
acribillara a un obrero, para que suscite en la mayoría un rechazo
unánime.
Osvaldo Bayer, un periodista de 43 años, llama a Di Giovanni
"el idealista de la violencia"; es apenas un título, porque la
violencia, acaso la mayor frustración de los individuos, nada tiene
que ver con los ideales ni las ideologías. En su notable, minuciosa
y documentada investigación sobre Di Giovanni —la primera que se
conoce en el país—, Bayer no necesita agravar las tintas para
exhibir a un hombre solitario, imbuido de anhelos redentores, de
dulces sueños progresistas, pero irremediablemente extraviado, sin
contacto con la masa, víctima de una obsesión antes que de un
programa.
Así, los Di Giovanni y el Estado, enemigos irreconciliables,
pasan a ser cómplices de un duelo absurdo: ambos se necesitan, y
ambos terminan por dirimir cuentas privadas, míseras diferencias de
sangre y odio que nada importan en la marcha de los pueblos, esos
eternos espectadores a quienes jamás se consulta, aunque uno y otro
sector afirmen obrar en su nombre, en su defensa.
Albert Camus vio en los anarquistas a los últimos románticos,
y la vida de Di Giovanni encuadra en su definición. Hijo de los
Abruzos, maestro sin diploma, tipógrafo, su figura concentra
aquellos elementos que desvelaron a los poetas y dramaturgos del
siglo XIX. En la aldeana Buenos Aires donde desembarcara en 1923, a
los 22 años, halló tiempo para urdir sus bombas espeluznantes
(atentado contra el National City Bank, de 1927: dos muertos y 22
heridos; contra el Consulado Italiano, de 1928: nueve muertos, 34
heridos) y editar los periódicos Culmine y Anarchia para empuñar su
pistola 45 (asalto a los pagadores de Kloeckner, 1929, y de Obras
Sanitarias, 1930, con un botín de 286.000 pesos) y escribir
ardientes, conmovedoras cartas de amor a América Josefina Scarfó;
para acabar con sus rivales (asesinatos de Montagna y López Arango,
1929) y elaborar prosas poéticas o imprimir ediciones baratas de
Darwin, Nietzsche, Kropotkin.
Siempre de negro —traje, sombrero aludo, moño—, siempre
fugitivo de la Policía, cambiando de domicilio a cada momento, capaz
de armar una batahola antifascista en el Colón, o de tentar a sus
perseguidores para acelerar un libro de Reclus. Ocurrió el 30 de
enero de 1931, y le costó una ejecución sumaria —ocho balazos, más
el tiro de gracia—; imperaba en la Argentina la Ley Marcial, ese
antídoto descubierto por José Félix Uriburu para exorcizar los
demonios de Yrigoyen y la chusma.
Un tribunal de diez militares, presidido por el coronel Risso
Patrón, examina a Di Giovanni, que antes de caer detenido trató de
suicidarse, en un garaje de la calle Sarmiento al 1900. El abogado
de oficio, teniente primero Juan Carlos Franco, pone lívidos a sus
superiores: "La vida es privativa de Dios. Un simple sentimiento de
humanidad nos priva de decretar la muerte. Considérase el Derecho
como una reglamentación de la época. En consecuencia, ninguna ley
del Derecho podrá reglamentar lo que no tolera la ética".
El coronel Risso Patrón fue relevado el 4 de febrero; el 5,
Franco quedó arrestado en Las Heras; dado de baja, se le permitió
exilarse en el Paraguay, de donde regresó en octubre de 1932. En el
alegato de Franco, las más puras esencias democráticas —las del
pueblo, de donde nacen el Ejército y los Di Giovanni— volvían a
encontrarse.
31/03/70. • PERISCOPIO Nº 28 • 39 |
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