LIBROS Y AUTORES
UNA MUERTE MUY DULCE
LOS POEMAS De SIDNEY WEST (Traducciones), por Juan Gelman; editorial Galerna, Buenos Aires, 1970; 87 páginas)

 

Más que un libro, es un acertijo. O un espejo. La solución es uno mismo. Las tapas de cartón acanalado, la gruesa tipografía usual en los cajones portuarios, el subtítulo —o título, al fin— de Traducciones son apenas el convite para abordarlo. Un par de datos, ni siquiera esenciales, engañan cuando se trata de ubicarlo en el tiempo: uno de los protagonistas muere en el otoño de 1962, otro se embarca en vuelo decididamente espacial. El marco geográfico es una nueva cortina de humo: los nombres de pueblos y ciudades norteamericanos caen por asar, la descripción estimula reconocimientos que se disipan en los últimos versos. El trazo final se cierra sobre el comienzo; es imposible escapar a la aventura propuesta —el cotejo del mortal con la idea de la muerte— envuelta bajo la forma de un trabajo poético excepcional.
Juan Gelman (40, dos hijos) no publica libros desde Gotán, ocho años atrás. Su producción no se detuvo, sin embargo: cuenta con diez volúmenes inéditos, a los que se suma esto que distraídamente pretende confundirse con una traslación idiomática. En ese lapso debe residir la bisagra, el punto primero de un giro fundamental; como si se hubiese infiltrado en el cultivo un virus revelador. Hasta Gotán, en lo conocido, la muerte era para Gelman un detalle anecdótico, la heroica definición de una militancia o del deber cumplido, rodeado, claro está, por su aura de dolor. Ya no: el virus parece ser la infección de conciencia sobre los límites del hombre.
Gelman no se deslizó por la fácil vertiente necrofílica que ahogó a los románticos posdarianos; tampoco aceptó la fusión que suele establecer el marcial simbolismo de las ideologías. Por el contrario, sus poemas —que revisten todas las escalas del despojamiento, sólo aceptan las del amor— aparecen como el intento de saber hasta qué punto se puede apostar por todos y pagar por uno mismo. La muerte, ahora, es un juez; no se ofrece como premio sino como castigo, puede reivindicar pero también hacer expiar el pecado de dejarse morir sin ningún objetivo.
¿Por qué ese planteo ocurre bajo la nominación de un presunto norteamericano? Es un juego, simplemente, uno de los tantos intentos de obtener un personal efecto de distanciamiento. "Digan lo que digan —sostiene Gelman—, los versos de Sidney West son nada más que la poesía de un porteño, de un argentino. Mentaba Borges que la mejor prueba de que el Corán fue escrito por árabes residía en que jamás aparece un camello en sus páginas. Lo mismo ocurre aquí; si se quiere es una aspiración de universalidad sin abandonar la condición geográfica que uno tiene." No es ocioso el comentario: aun antes de la aparición del libro hubo quienes juraban haber comparado la versión con el original, y hasta llegaron a elogiar la exactitud de la traducción. Algunos poemas llevan a pensar también en Carl Sandburg: "No sé; además, la forma es lo de menos, y no me interesa pensar en parecidos sino en lo de fondo", aclara.
"Hace algunos años —recuerda para llegar a la génesis de su nueva etapa— busqué romper las formas, probar si la reiteración de datos del paisaje cotidiano ayudaban o no a la poesía. Primero probé con Sidney West, un norteamericano, pero lo dejé pronto; después vino un japonés, Yamanokuchi Ando, pero tenía problemas muy serios con él: me decía que éramos subdesarrollados, apenas si hizo unos treinta poemas. En cambio, el inglés que vino después, John Wendel, se portó fenómeno: tengo unos cien poemas de él." Juego o no. las ideales visitas —recuerdan las de Pessoa— confluyen en la intención de desprendimiento que antes Gelman probara (basta oír Cuerpo que me querés, una de las tantas experiencias poético-tangueras que acometió con su amigo Tata Cedrón) por la vía de la fractura idiomática.
Falta aclarar por qué la escasa producción de Sidney West mereció la confirmación del libro. "Porque el tema dolía mucho, había que sacárselo de encima, dárselo a los demás", explica. La obsesión tanática encerrada en cada uno de los 33 lamentos está tratada con preocupación, pero sin miedos: el planteo es cómo aceptarla. Por eso el poeta plantó árboles sobre las tumbas de sus philips, butchs, sims, carmichaels y georges, pero también los vengó de sus azorados vecinos que asisten a la explosión vital que cada muerte acarrea: a media hora de enterrarlo en consecuencia / salió volando del cementerio de Oak / hizo un arco en el cielo furioso sobre el silencio vecinal / en el lugar de su tumba no hay flores / crecen silbidos caballos crecen.
Algo más que muerte crece, como sin querer, entre los versos de Sidney West: una reducción del hombre al estado prepoético, transeúnte en la falta ideal de automóviles y lavarropas, objeto amoroso de animales y flores. Gelman procura el rescate del algo más que moviliza al robot de huesos y carne; sus hombres cuentan para él con ideas, con sentimientos, con inusitadas capacidades de odio y amor envueltas en la misma ola que refluye; la única compulsión que sienten es la muerte, que los acecha con la misma indiferencia que reviste un hecho cotidiano. Nadie más lejos que él del falso populismo que ahuyenta la creación poética; nadie, tampoco, más cerca del hombre que busca asirse ante la inminencia del derrumbe. Nada más lúcido que su poesía; nada, tampoco, más doloroso que su propio dolor.
O. R. C.
Revista Periscopio
26.05.1970

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Juan Gelman
Juan Gelman