Leopoldo Lugones


Fue en el recreo "El Tropezón", en una de las islas del Tigre, el 18 de febrero de 1938. Dejó una carta orgullosa, despiadada, prolija como cada una de las páginas que había escrito en su vida: "No puedo concluir la Historia de Roca —decía—. ¡Basta! Pido que me sepulten en la tierra, sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos".
Esa nota la firmaba Leopoldo Lugones, y fue encontrada junto a un vaso en el que aún quedaban restos de cianuro, y a media botella de whisky; "él, que era tan abstemio", como informaría más tarde su admirador, León Benarós.
Con la muerte de Lugones —de la que el domingo próximo se cumplirán treinta años—, algo más que una poderosa presencia física desaparecía de la Argentina: la supervivencia del liberalismo, el último representante de una familia de gigantes engolados y solemnes, de todo el rastacuerismo con que el país había pretendido inventar una cultura que no poseía, se moría con él. El oficialismo epigónico y trasnochado de los suplementos dominicales, la necesidad retórica de los argentinos, harían con sus restos una figura prócer: el certificado que necesitaba la Nación para competir entre los países civilizados del siglo XX.
La realidad de Lugones es menor y más grande al mismo tiempo: en él coincide la suma de los defectos y las virtudes de un pueblo aluvional, en su experiencia beben la cicuta los sueños decimonónicos, la Gran Aldea se convierte en un país que deberá renunciar a su solemnidad para sobrevivir. Ultimo habitante de una civilización a caballo entre dos siglos, Lugones es el héroe y la víctima de algo más de cien años de historia argentina: sobrevive ocho años a la revolución de 1930, a la que había apostado todas sus cartas; pero su último acto civil es proclamar "la hora de la espada", embanderarse ciegamente en una causa perdida, suicidarse una década antes de su muerte física por un exceso de machismo, esa renuncia a la lucidez que suele aún empantanar a los argentinos.
Jorge Luis Borges —su tardío panegirista, el enemigo feroz de sus años de combate— imagina una explicación para su muerte voluntaria: "Acaso cabe adivinar o entrever —dice, en el final del libro que le dedica—, o simplemente imaginar la historia, la historia de un hombre que, sin saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres edificios verbales hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron. Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue, callado y solo, a buscar, en el crepúsculo de una isla, la muerte".
No es aventurado suponer que Borges tiene razón: en toda la literatura argentina no puede encontrarse otro ejemplo similar de gigantismo, otra manía parangonable a la necesidad lugoniana de trabajar con todo el idioma, una obsesión que acabó por distanciarlo de lectores posibles, por convertirlo en una pieza de museo, apta sólo para devotos de la pirotecnia lingüística.
Polígrafo incansable, atacó sin pausas casi todos los fueros del conocimiento. No se conformó con transitar la poesía y, a lo largo de 37 libros, intentó establecer una summa enciclopédica de su tiempo, de sus connacionales, de las artes y las ciencias de su país, de los recursos de su idioma: ese desmesurado esfuerzo destruyó su talento; lo que pudo ser una aventura lírica se transformó en un salpicón confuso, donde sus virajes ideológicos se mezclaron a sus confusiones estéticas, hasta producir una obra gigantesca capaz de ser admirable sólo por su oscuridad.
Anarquista, socialista, fascista, capitán de la vanguardia, príncipe de la academia, cada época de la vida de Lugones está signada por la arbitrariedad y la desmesura por el intento de comulgar sin vacilaciones con la imagen que presidió su existencia: la del poeta como intermediario entre la Divinidad y los hombres; la fatua sospecha de vivirse como el faro de luz en las tinieblas, que no lo conduciría —como él soñó— al corazón de todos, sino a los restos blanquecinos de un vaso de cianuro.
Había nacido en la Villa de María del Río Seco, en Córdoba, el 13 de junio de 1874. A los 22 años asaltó Buenos Aires: el padrinazgo de Rubén Darío, su iconoclastía, las páginas de Las montañas de oro (1897), le granjearon una rápida popularidad. Lugones no renunciaría a ella de allí en adelante: al regreso de su primer viaje a Europa, Lunario sentimental (1909), una prolija asimilación de Samain y de Laforgue, lo catapulta a la admiración y a la polémica. Borges dirá treinta años después, exagerando, que todo el ultraísmo fue "un heredero tardío de un solo perfil de Lugones"; los representantes de la SADE insistirán, desde entonces, en adjudicar al Lunario la paternidad de la poesía argentina de vanguardia. Curiosamente, serán sin embargo los Romances del Río Seco —publicados póstumamente, al año siguiente del suicidio de Lugones— los únicos poemas suyos que pueden relacionarse, en la actualidad, con la existencia de la poesía argentina, nacida luego de su muerte antes que a consecuencia de su vida.
Porque la obra entera de Lugones —analizada ahora que su entomología verbal ya no asusta ni asombra— puede reducirse a sus términos reales: el ejemplo paradigmático de las carencias de la cultura argentina; un país que, para incorporarse a la civilización de Occidente, convirtió en poeta y en genio a este hábil versificador, a este autodidacto que pontificaba sobre todas las cosas. Con el suficiente talento polémico como para avasallar a sus rivales, Lugones consiguió, hasta después de muerto, que el país aceptase la imagen que él tenía de sí mismo; la de un hombre providencial, tocado por la gracia, cuya misión consistía en marear los rumbos de una colonia desorientada. Su patética muerte no mejoró las pautas del proceso: sirvió, por el contrario, para que sus albaceas lo convirtiesen en símbolo del martirio. Nadie reparó en que, silenciosamente, Macedonio Fernández había inventado el idioma de los argentinos, mientras Lugones se anticipaba a inventar su retórica. Acaso el único en advertir el equívoco fue el propio Lugones: pero a los 63 años, condenado a la burocracia, amargado por el fracaso de Uriburu, incapaz de adoptar el amor en lugar de la pedagogía, no le quedaba otro recurso que morir. Acaso, su último orgullo fue comprobar que no moría solo: esa tarde de 1938, el país hipotético que alimentó en sus sueños lo acompañó a la tumba.
13 de febrero de 1969
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