Gabriel García Márquez
Adiós a las letras

"Mire: ya he dicho todo lo que tengo que decir. La gente muy pronto abrirá cualquier revista y exclamará: «¡Eh! ¡Otro reportaje, ya lo estamos viendo hasta en la sopa!» No es cosa de cansarla, ¿no?". Sin embargo, a pesar de los reparos, derramó sobre la mesa del café Moka de Barcelona los desórdenes, los estallidos de su conversación. A los cuarenta y un años, el colombiano Gabriel García Márquez lleva escritos cinco libros y recorrido un largo, voluntario exilio: en Europa primero, más tarde en México, nuevamente en Europa. Todavía hoy se ve obligado a explicar por qué no vuelve a su país: "Cada vez aplazo el regreso —dice— por un motivo que no tiene misterio: la condición de extranjero, con todos los inconvenientes, me asegura una independencia pública y una cierta impunidad en mi vida privada, que me son muy útiles para escribir". Un argumento con el que se arman muchos de los narradores latinoamericanos participantes del éxodo: Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sardny, Julio Cortázar. Sumergido en su casa barcelonesa, el autor de Cien años de soledad, termina ahora su próxima novela —probablemente también la última—, niega su número de teléfono, piensa con una tranquilizadora nostalgia en Aracataca, la aldea en que nació, generadora —tal vez— de ese conjetural, mitológico Macondo. Dudó mucho antes de enfrentar el micrófono de un grabador instalado sobre la mesa de ese bar de las Ramblas: finalmente, y como un buen boxeador, esquivó las preguntas y habló torrencialmente de lo que quiso. SIETE DIAS renuncia al imposible reportaje y reproduce a continuación los fragmentos de su largo monólogo.

POR QUE EUROPA
¿Por qué vivo en Barcelona? Bueno, me vine de Colombia huyendo de la gente que lo para a uno por la calle y le dice: «Ay, el señor Márquez, por favor fírmeme este escarbadientes». Y ahora pasa lo mismo en Barcelona. Ya he tenido que mudarme de donde vivía antes en esta ciudad. La popularidad es una cosa bastante molesta a veces. Y sorprendente. Mire: me fui de Colombia a los veinticinco años, más o menos, como corresponsal de un diario. El diario cerró a las tres semanas y yo me quedé así, como quien dice, suelto en París. La pasé bastante duro, durmiendo bajo los puentes y haciendo cualquier trabajo. Recorrí bastante, trabajé más, y ahora pienso que si tuviera otra vez veinticinco años lo volvería a hacer. No a esta edad, porque en este momento prefiero la comodidad. Claro, no tanto como para venderme. Por una cosa solamente sacrificaría todo: por una solución verdadera para América latina, algo que no volviera todo a la misma rueda. Es como un círculo, siempre continuo, y uno piensa: «Pero hombre, esto tiene que acabar. ¡Qué más abajo se puede ir!». Y sin embargo volvemos siempre a lo mismo.

LOS LIBROS
La Hojarasca. ¿Y sabe cuántos ejemplares vendí en una punta de años? No llegué a mil. Ahora estoy vendiendo mil ejemplares, pero por día. Todo pasó así: Paco Porrúa —asesor literario de la Editorial Sudamericana, de Buenos Aires— me escribió pidiéndome los derechos de 'El coronel no tiene quien le escriba'. Yo no podía dárselos porque los tenía Hera de México. Pero como su carta fue tan amable le dije: «Mire, le doy la que estoy escribiendo ahora». Y le di Cien años de soledad. En Sudamericana leyeron el original, lo aceptaron y calcularon que venderían unos ocho mil ejemplares. Yo me dije: «Si de los otros he vendido mil, de éste que creo que es mejor, quizá venda cinco mil». Un periodista argentino viajó a México a verme; todo estaba planeado para que mi libro y un reportaje salieron juntos; y mi retrato en la tapa de una revista. Pero el destino —o diré esa suerte mía— fue a hacer que en la misma semana se declarara la guerra árabe-israelí (junio 1967) y a último momento se cambió la tapa. El libro no podía retrasarse, así que salió solo, sin un anticipo, sin una crítica. Al día siguiente había una enorme cantidad de ejemplares vendidos. No sé cómo, pero alguien debe haberlo leído en la noche y recomendado a sus amigos, y así. En seguida quisieron hacer otra edición, pero no habían reservado turno en imprenta, ni tenían papel. Al fin sacaron la segunda. . . y bueno, llevo vendido más de doscientos mil ejemplares. Es sorprendente, amigos libreros me han dicho que hay señoras que entran y piden: «Ese libro que se vende tanto», sin saber siquiera cómo se llama ni quién es el autor. Da satisfacciones, claro: una amiga mía le dio el libro a una criada suya que nunca había leído uno. La muchacha dejó de hacer sus tareas, tardó como dos meses en leerlo, y quedó contentísima. Luego me dijo: «Señor Márquez, su libro es el primero que he leído y me gustó muchísimo, pero es el último que leeré, porque en los otros no pasan cosas». ¿No es lindísimo?
En cuanto a la novela que estoy escribiendo, me llevará un año y medio más. Pero no la publicaré hasta que pasen unos años. Llevo hechas unas trescientas carillas que podré salvar. En total, creo, llevará unas quinientas o seiscientas. La novela es sobre el único personaje que, pienso, es auténticamente latinoamericano, el único tipo universal que ha dado América latina: el dictador. Esos viejos dictadores (el mío no recuerda cuántos años tiene ni cómo subió al poder; se calcula unos trescientos años), bien brutos, algo crueles, con muchas concubinas y cientos de hijos, ésos que manejaban intuitivamente las cosas del país, reaccionarios y nacionalistas; ése es el tipo. La novela desilusionará a una inmensa cantidad de público. Cien años es una novela fácil, sin personajes grandes, una novela de hechos, de cosas que pasaban. No la hice así adrede, porque no creo que haya que simplificar la literatura sino culturalizar a la gente, darle acceso a la literatura. Pero Cien años era una novela fácil porque el tema y lo que contaba exigían un lenguaje así. Esta es diferente. Hay párrafos de páginas y páginas en los que se mezclan tiempos y lugares. Y me dije, si mezclo los tiempos y los lugares, ¿por qué no mezclar, superponer también la historia? Así, por ejemplo, aparecen los infantes de guerra antes que Colón y, cuando éste llega, tiene que hacer partir un acorazado para poder entrar las carabelas. La zona en que ocurre todo se parece un poco al Caribe y mi dictador al dictador eterno, sin principio ni fin, sin nombre.
En este momento no me interesa sino el motivo del poder en América latina; estuve estudiando todo lo que pude acerca de los dictadores. La escribí varias veces: después rompí todo —550 carillas— y sólo guardé notas y apuntes. En realidad debía habar ido a Sevilla para consultar el Archivo de Indias, por el ambiente de la novela. En ella los personajes serán como collages; tendrán cosas de mucha gente, no se los podrá identificar con exactitud. Serán un poco sombras del gran personaje: el dictador. Creo que ésta será mi última novela. Después de ésta no escribiré más. Algún cuento, pero nada más. No sé qué haré después.

LOS ESCRITORES
Un escritor debe sufrir (no en el sentido romántico de morirse tuberculoso, sufrir hambre y eso) sino tener dificultades para publicar. Un escritor joven debe romperse escribiendo, saber, buscar lo que debe hacer. No debe nunca atarse; su independencia es fundamental. Yo puedo decir con orgullo que nunca he recibido una beca, ni subvención, ni dinero, ni puesto alguno del Estado, así que puedo decir lo que quiera. Recién ahora puedo vivir de mis libros; es parte del éxito general del escritor latinoamericano y eso pienso que influye mal en los escritores jóvenes que se largan con los ojos puestos en el best-seller. Es negativo, fatal, un escritor que es el prototipo del hombre hecho solo, del escritor consciente, es Julio Cortázar. Tiene una cultura vastísima, sabe más de jazz que nadie que yo conozca y nunca da una opinión sin fundamentar. Es el verdadero escritor.

LO DEMAS
Entre la literatura y la música me quedo con la música. Hasta 1960 estuve dieciséis años sin oír una nota. No sé tocar ningún instrumento, pero necesito la música. Me peleo con algunos autores, me reconcilio. La música sinfónica no la soporto: es la superproducción cinerama de la música. Con Julio Cortázar se planteó esa famosa pregunta de qué me llevaría a una isla desierta. Bueno, yo me llevaría música; Julio se llevaría libros. Claro que si me dejan llevar un libro de contrabando sería el Diario del año de la peste de Daniel Defoé; de los latinoamericanos Pedro Páramo, de Juan Rulfo. El cine, en cambio, no me interesa mucho. He hecho guiones que prefiero olvidar y adaptaciones de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero pienso que el cine no tiene salvación hasta que deje de hacer literatura. Tiene otro lenguaje, las imágenes. No necesita "contar" historias. Ahora acabo de ser jurado del concurso Biblioteca Breve. Fue bastante malo: uno solo valía algo y a ése lo elegimos. Ganó un madrileño llamado Benet, es ingeniero. Estoy contento de que haya salido por fin un español. En realidad los latinoamericanos eran autores jóvenes que seguramente se dijeron: "Si pego el Biblioteca Breve estoy salvado". No creo que deba ser así.

Desde Barcelona, por Alberto Manguel, corresponsal de Siete Días. Fotos de Eduardo Pollini
07.04.1969

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

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