Mágicas
Ruinas
crónicas del siglo pasado
EL RETRATO DEL MES INFORME DE MI MISMO por JORGE LUIS BORGES A pesar de su desdén por reportajes y notas periodísticas, Jorge Luis Borges accedió a opinar, días pasados, sobre algunos de los temas que desde siempre le obsesionaron. Emilio Giménez Zapiola, de ATLANTIDA, compartió con el autor de "El informe de Brodie" tres atardeceres porteños en "su" Biblioteca Nacional Borges, conversador certero, descerrajó impagables epigramas sobre la muerte, James Bond, Lugones, el comunismo, Shakespeare y él mismo. También habló de sus afectos y aversiones; de Adolfo Bioy Casares y de Gardel. Todo sirvió para armar poco a poco ese rompecabezas que es, en síntesis, el lúcido mundo de nuestro mayor literato. Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, / que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte. / ¿ Es posible que yo, súbdito de Yacub Almansur, / muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles? (Poema atribuido por Borges a un poeta árabe inexistente del siglo XII). Lo vemos pasar ensalzado por la semipenumbra, recorriendo con la memoria el pasillo de acceso a su despacho, el paso inseguro, la figura leve, casi transparente, y pensamos que el Buenos Aires 1970 de puertas afuera debe tener para Borges resonancias como la pesadilla; que en la biblioteca, entre los libros que ama, debe sentir que el indescifrable Universo tiene un principio de explicación, una momentánea, accidental, hermosa coherencia. Aquí la muerte y el olvido quizá no lo hieran. Quizá aquí no muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles... —¿Recuerda el poema, Borges? — Ah, sí, un árabe imaginario. Ese poeta no existe, naturalmente. Me gustó el contraste de unir en una enumeración las rosas y Aristóteles. Después de todo, creo que está bien, porque la obra de Aristóteles fue traducida por los árabes, y "rosas"..., evidentemente, la poesía oriental, como diría Lugones, comporta de suyo la rosa. —¿No le parece, Borges, que en el fondo no estamos convencidos de nuestra propia muerte? — Temo que no me suceda eso, aunque alguna vez haya dicho, en broma "¿Por qué voy a morirme si nunca lo he hecho antes? ¿Por qué voy a cometer un acto tan ajeno a mis hábitos? Como si me dijeran que voy a ser buzo o domador, o algo así, ¿no? ¿Cómo me voy a morir yo? Caramba, a mi edad, ejecutar un acto nuevo como la muerte, quién sabe si me está permitido". Una imponente mesa nos separa, nos divide, nos dice: "Allá está Borges, ciego, único, el que escribió El Aleph, Las ruinas circulares, El poema de los dones, posible premio Nobel, discutido, irreemplazable porteño. Acá, alguien que emprende la ardua, imposible tarea de descifrarlo. Toda la escena va perdiendo temporalidad, los sonidos se aplacan, los movimientos se hacen cautelosos. Cualquier brusquedad, cualquier irrupción, causarían el efecto de una bomba. Borges abandona su prevención inicial (está harto de reportajes) y habla con placidez, sin premura, amistosamente. —Pronto sabré quién soy..., dijo usted hace poco en un poema, ¿alude a la muerte? —Sí, a la muerte y a la posibilidad de una revelación después de la muerte, en el momento mismo de la muerte, mejor dicho. En muchos cuentos míos aparece esa preocupación, la idea de que alguien se entiende, sólo se entiende en el momento de la muerte. Por ejemplo, en la Historia de Tadeo Isidoro Cruz. Cruz se da cuenta de que él realmente es un matrero, es un lobo: ése es su destino. En Los teólogos también, aunque sus destinos sean otros. Yo no creo que sea una frase sólo literaria. Pronto sabré quién soy... (recita recordando). La frase está literariamente bien preparada, porque el poema empieza por un hombre que acepta la vejez, acepta la ceguera, acepta sus límites, que se ve obligado a prescindir de muchas circunstancias. Se entiende que prescinde de un amor personal, en fin, de la erudición también (ya no puede leer) y así va llegando al centro de su ser. —"La muerte le revela su verdadero nombre... — Eso es, y así lo digo también en el poema de Laprida, el Poema conjetural: ... Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano. Hechos y ficciones Ya dialogamos casi plácidamente, abandonamos nuestra actitud primera de jugadores de ajedrez y (los relojes se detienen), un clima de irrealidad termina por ganarnos. —¿Qué hechos de su vida entiende usted que han sido decisivos para su obra? —Aquello, que creo haber dicho ya, de que mi padre quería que yo fuera escritor, y luego la lectura de libros que admiro, que me gustan. —¿La lectura de libros que le gustan? ¿De qué manera? —Cuando uno lee un libro que le gusta, queda con la convicción, sin duda falsa, de que escribir es muy fácil. En cambio, cualquier libro que nos dé una sensación de esfuerzo, nos descorazona. Creo que ése es el defecto de la obra de Lugones. Se siente siempre el esfuerzo cuando se la lee. Y esfuerzo se parece a fatiga y todo eso desalienta al lector. Creo que cuando algo sale bien, parece inevitable, fácil. Alguien dijo que cuando uno escribe debe leer buenos autores, porque si uno lee autores mediocres o malos se da cuenta de que es exactamente igual a ellos (Se ríe, con esa risa franca, ingenua, de niño), y ese descubrimiento nos abruma. Ahora, en cuanto a acontecimientos decisivos, es tan difícil, porque los acontecimientos no son importantes cuando ocurren, sino después. Por ejemplo, yo he estado, como todos los hombres, enamorado muchas veces. Pero la primera vez que he hablado con una mujer (que he creído después irreemplazable) me ha parecido, inevitablemente, igual a otras, y he tendido a confundirla con su prima o con su hermana. Luego he hecho ese descubrimiento fatal de que es la única mujer que hay en el mundo, ese descubrimiento que uno hace sucesivamente con sucesivas mujeres. Aunque quizá haya algo único en cada persona, algo que justifique ese descubrimiento. (Los "quizá" y los "tal vez" abundan en él, sin embargo, vastísimo vocabulario de Borges. Esto no debe asombrar: antes que afirmar, fijar la realidad en un punto posiblemente ilusorio Borges prefiere la sabiduría, es decir, conjetura.) —Palermo, su Palermo... —Bueno, está hecho en parte con recuerdos de infancia y en parte bajo el influjo de un escritor que yo considero muy mediocre ahora, Evaristo Carriego, que era vecino y amigo nuestro. Luego, cuando escribí la biografía de Carriego, traté de hacer no una historia sino una suerte de mitología de ese tipo de vida de las orillas que, naturalmente, se dio no sólo en Palermo sino en otras partes donde incluso duró más: Turdera, Morón. Y luego he usado el tipo cuchillero, de guapo, bastante a menudo. Ayer estuvo Laferrére y me dijo que creía que mi "Historia de Rosendo Juárez" estaba basada en la vida de un guapo de Moreno llamado Nicasio Caballero. Y resulta que era la primera vez que yo oía ese nombre. Pero como el personaje de mi historia es un poco genérico, habría resultado que Rosendo Juárez de Maldonado era Nicasio Caballero de Moreno. Me dijo Laferrére que este Caballero luego degeneró en tahúr o rufián, pero eso le sucedió a muchos compadritos. (Hay un dejo de desilusión en su voz, como si lamentara que el coraje pudiera corromperse, derivar en cosas tan ajenas como los naipes o las mujeres.) —El coraje es uno de sus temas preferidos, ¿a qué lo cree debido? — Puede ser porque muchos de mis mayores fueron soldados; yo, en fin, bueno, la mala vista, el saber que no soy una persona valiente, me han llevado a admirar el coraje. Y además creo que el coraje es una virtud cardinal. Hasta lo dije de una manera popular en una de las milongas que escribí: "Entre las cosas hay una / de la que no se arrepiente / nadie en la tierra. Esa cosa / es haber sido valiente." Y creo que es cierto. En cambio uno se arrepiente muchas veces de la propia cobardía. Quiero decir que la cobardía no puede ser un mérito ni creo que a nadie en el mundo se le haya ocurrido formular una ética de la cobardía. Sería una gran innovación hacerlo y no sé si puede hacerse con seriedad. La idea cristiana de poner la otra mejilla, por ejemplo, no postula la cobardía como un mérito, sino que trata de decir que se debe estar por encima de esas trivialidades que son el orgullo, la pelea, es otra forma de coraje, también. En la Historia de Rosendo Juárez se siente que el compadrito que la narra sólo es valiente cuando tira el cuchillo, permite que los demás piensen que es un cobarde, y se va. Casi es la única valentía que tiene. En ese ambiente, en el que el coraje es lo esencial, esa actitud de desprecio por el hecho de que los demás puedan tomarlo por flojo, es realmente una actitud valiente; la conducta de Juárez era insólita; atreverse a pasar por cobarde pudiendo no hacerlo es un signo de valentía, ¿no? —Ahora, si mal no recuerdo, Conrad... —Bueno, Conrad tenía el culto del coraje y del honor... —Pero hay en Conrad personajes que a partir de la cobardía elaboran un coraje, ¿no es cierto? —Sí, claro, por ejemplo Lord Jim. A él (a Conrad) le preocupaba mucho eso. Recuerdo que Wells lo critica, pero creo que Wells no tenía razón. Wells dice que Conrad vivió persiguiendo un fantasma: la idea del honor. Pero no sé si la idea del honor es un fantasma, salvo que Wells pensara que nadie obra de un modo completamente honroso. En eso tiene razón Wells, pero debemos tratar de hacerlo. Sin llegar, claro, a la vanidad de "Coronados de gloria vivamos..."; nadie vive coronado de gloria. Claro que cuando López y Planes escribió el himno no se refería a individuos sino al país, ¿no? Si no, la idea de "Coronados de gloria...parece muy fatua. Uno vive como puede. Generalmente no está coronado de gloria. Uno vive como puede y trata de no ser un canalla, pero de ahí a vivir coronado de gloria... Me parece un ideal pueril, los hechos no nos permiten vivir coronados de gloria, uno vive como puede. (Otra vez su risa abierta enciende la habitación, lo humaniza aún más.) Escribir es soñar —¿Por qué esa referencia al Buenos Aires de fines del siglo XIX y principios del siglo XX que aparece en gran parte de su obra? —Hay dos razones: una, la nostalgia. La otra es que yo creo que escribir un cuento o una novela se parece, de algún modo, a soñar. Entonces, si tomamos una época un poco lejana o un lugar un poco lejano, nos encontramos con mayor libertad para elaborar una ficción, para soñar. Hace poco vino a verme un muchacho que quería escribir una novela sobre el café que está enfrente de la iglesia del Socorro. Él lo frecuentaba y quería escribir una novela sobre la gente que va al café. Le dije que lo hiciera, pero que no dijera que era ese café, que no diera su nombre ni su ubicación precisa. Si no, inmediatamente no iba a faltar quien le dijera "en ese café no se habla de ese modo" y le señalara toda clase de imprecisiones y errores. Creo, pues, que mis cuentos están situados casi siempre en el pasado, no sólo por nostalgia, sino porque uno está fuera de él, del pasado, y ya no se está en juego. —El pasado le parece más maleable. —Sí, eso es, la palabra que no encontraba. ¿Quién puede saber exactamente cómo eran las cosas hace, por ejemplo, cincuenta años? Nadie. Entonces yo puedo trabajar con más libertad. En cambio, si todo lo que digo fuera contemporáneo, estaría sujeto a impugnaciones; pueriles, sí, pero molestas. Hoy cada lector es una especie de policía. En otras épocas no ocurría eso, se entendía que una obra de imaginación era una obra de imaginación. Ahora se exige un rigor documental, periodístico, histórico, y creo que todo eso puede coartar al escritor. En los tiempos de Shakespeare no existía esa preocupación. Pienso emprender una traducción de Macbeth (aunque ya acaba de traducirla Wilcock, lo que hará que mi versión sea superflua: él es mejor poeta que yo), y releyendo la obra encuentro que las brujas hablan de un marinero que ha llegado de Alepo, el capitán del "Tiger". Durante mucho tiempo creí yo que Shakespeare había nombrado así al barco porque ese "tigre" quedaba bien, resplandecía en el verso. Luego me enteré de que el "Tiger" era contemporáneo de Shakespeare y hacía el trayecto que se menciona en Macbeth. Ahora, la historia de Macbeth corresponde, creo, al siglo XI, pero al tomarla Shakespeare como materia para su ficción, podía, con toda legitimidad, hacer que a esa Escocia del siglo XI llegara un barco contemporáneo a él. No existía, en esa época, esa superstición flaubertiana por la exactitud en los detalles. Shakespeare sabía que estaba escribiendo una obra de ficción y se permitía referencias a circunstancias contemporáneas. Sir Walter Scott, también, dice: "He tratado que mis personajes de la Edad Media hablen como hablaban mis abuelos cuando yo era chico. Desde luego, mis abuelos no pertenecían a la Edad Media, pero eso basta para darle cierto aire de antigüedad al texto." Y en ese sentido era un hombre inteligente, conocía los límites que iba a enfrentar al escribir libros situados en otra época. "Nuestra civilización debe ser salvada" Para Borges, un realista de la imaginación, es decir un realista a secas, nada es más irritante que la exigencia de "realismo", es decir de geografía e historia precisas que se suele hacer a cualquier escritor, especialmente a él. Porque sabe que esa geografía e historia que se le reclama no sobrepasa un nivel de escuela primaria o de canción de protesta. Niveles que Borges, obviamente, no frecuenta. Antes que urdir un mundo que, de alguna manera, ya está urdido y, como es sabido, bastante confusamente, prefiere crear orbes y razas que tal vez sean metáforas de nuestro civilizado ámbito, como en "El informe de Brodie", o versiones impecables, compactas, de culturas que, si bien parecen "irreales", al menos son perfectas, coherentes, como la que imagina en "Tlön, Ucqbar, Orbis Tertius." —En "Informe de Brodie" espero que el lector comprenda que ese mundo atroz es apenas un poco más atroz que el nuestro, pero ese mundo, con sus terribles limitaciones, debe ser salvado porque es el mundo de la cultura, una cultura espantosa, sí, pero con todo superior a la de los "hombres monos". Es la misma idea de que nuestra cultura occidental, nuestra civilización, que es ciertamente muy imperfecta, debe ser salvada. Es lo único que tenemos y debemos defenderlo, ¿no? Y no porque creamos estar defendiendo una utopía, ya que la cultura occidental dista bastante de ser una utopía. Por eso creo que los argumentos que los comunistas usan contra nuestra cultura son exactos, salvo que la que ellos han producido es mucho peor. Ahora, en "Tlön, Ucqbar, Orbis Tertius", desarrollé, como usted entenderá, otras ideas. Sobre todo dos: la idea de que el mundo, la historia, pueden ser modificados por un libro, cosa que, por otra parte, ya ha ocurrido en la realidad. Porque supongo que si no existiera la Biblia, si no existieran los Diálogos Platónicos, nuestro mundo sería bastante distinto, inconcebiblemente distinto, ¿no? También desarrollé la idea de un mundo basado en los principios de la filosofía idealista. Me gustó la posibilidad de la existencia de la enciclopedia de un país imaginario y luego la idea de que si esa enciclopedia fuera coherente podía desbancar la realidad, porque tendría los encantos del rigor, de la precisión, que nuestra realidad parece no tener o tiene de un modo un poco clandestino y recóndito. Creo que la intención del "Informe de Brodie" es mucho más modesta. Allí sigo la tradición de Swift y Voltaire. Es un cuento menos complejo. Por ejemplo, el misionero que refiere la historia no tiene un carácter muy especial, como el capitán Gulliver (el personaje de Swift) tampoco lo tiene. Quizá para ese tipo de cuentos no se necesiten personajes muy complejos. Eso podría diluir el relato, distraer al lector. Esta parece ser una de las mayores obsesiones del Borges actual: prescindir de lo superfluo, no utilizar sino lo estrictamente necesario. Todos los relatos que conforman "El informe de Brodie" así lo señalan y Borges no vacila en reconocerlo: —Releyendo mi obra para una edición de mis "Obras Completas" descubrí que yo había sido excesivamente barroco. Solía creer que un libro como "Otras Inquisiciones", por ejemplo, estaba escrito de un modo llano. Al releerlo comprendí que no. Está escrito de un modo demasiado mesurado, con frases tan lacónicas que resultan enigmáticas y referencias no explicadas a personajes literarios, a hechos históricos. En cambio, "El informe de Brodie" fue escrito tratando de lograr un libro preciso, ¿no? Sobre todo el primer cuento, ¿recuerda? "La intrusa". Creo que voy a seguir escribiendo así. Últimamente he escrito algunos poemas que pueden ser complejos, pero que están escritos de un modo sencillo. Tanto es así que en la primera versión de un poema que habla de alquimia yo había buscado los nombres metafóricos del oro y el mercurio. Luego me decidí, con mayor simplicidad, a poner oro y azogue. Me pareció que de la otra manera iba a quedar demasiado decorativo, en el mal sentido de la palabra. —Con esto está usted implicando que el barroco ya no le sirve como lenguaje, como estilo. —Bueno, sí, pero yo no querría que se tomara eso como si yo estuviera predicando el estilo llano. Simplemente quiero decir que estoy ensayando un modesto experimento lateral, tratando de renovarme un poco. Un crítico francés dijo que "siempre evolucionan las obras, aun cuando el crítico no lo note". Uno siempre trata de hacer algo distinto. Además, como ya hay tantas personas que están escribiendo "a la manera de Borges", me parece que yo ya he quedado relevado de hacerlo. Hay muchos que lo hacen bastante mejor que yo; entonces, me digo, vamos a intentar otra cosa. Una forma de renovarse. Claro que para alguien que no conoce lo que yo he escrito antes, lo que estoy haciendo ahora le puede parecer simplemente llano. Pero para mí, el hecho de ser llano significa un cambio. Mastronardi, por ejemplo, empezó siendo muy barroco. Luego lo fue de un modo mucho más sutil, más recatado. Publicó un libro titulado "Memorias de un provinciano". Conociéndolo a Mastronardi, yo pensé que un título así es algo tan barroco como "Los crepúsculos del jardín", de Leopoldo Lugones. En cambio, si un señor cualquiera, un jubilado, pongamos por ejemplo, escribiera un libro que se llamara "Memorias de un provinciano", pensaríamos que el título es chato. En el caso de Mastronardi, un título así significa que ha renunciado a una serie de destrezas, que quiere ser eficaz de otro modo. —Entonces podemos decir que usted está intentado la eficacia en otro estilo. —Sí, desde luego, es así. Le aclaro que es mi caso personal. Yo no querría que todo el mundo lo hiciera, o, mejor dicho, si quieren hacerlo, que lo hagan, pero mi conducta no es una conducta deliberadamente ejemplar. —No está formulando una ética. —No, absolutamente no. —En muchos de sus cuentos, por ejemplo "El duelo", "Los teólogos", aparecen personajes que luego resultan ser su antagonista, son uno con él, precisan de él para ser quienes son. ¿A qué atribuye eso? —Qué raro, son textos muy disímiles. (Hace una pausa, parece recordar.) Ah, claro, por ejemplo, en "El duelo" lo importante no son las dos señoras sino la relación que existe entre ellas. Ellas casi no existen fuera de esa relación ¿no? He tratado de hacerlas simpáticas; eludiendo una tradición muy común he mostrado un ambiente mundano que no es desagradable. Es un ambiente de cortesía, de indulgencia. Es evidente que esas dos señoras no se malquieren y que las dos obran con perfecta lealtad. "El duelo" se da así de un modo secreto, ya que no tratan de perjudicarse en modo alguno. Es casi una forma de amistad, como si estuvieran jugando al ajedrez, ¿no? En "Los teólogos" el duelo es más directo. He llevado la situación hasta una especie de límite mágico, que yo mismo no alcanzo a entender. El hecho de que esos dos personajes sean uno solo para Dios... Bueno, eso podría ser porque ambos existen como términos polares... —O las dos caras de una misma moneda... —O las dos caras de una misma moneda, claro, sería un mejor ejemplo. Dios no los ve como distintos, porque, al fin de todo, lo único que es distinto entre ellos son sus opiniones teológicas y se supone que Dios está más allá de la teología. Le agradezco la observación, yo no había notado la semejanza entre ambos cuentos. "Los teólogos" y "El duelo" son, en realidad, dos duelos, aunque de naturaleza distinta, ¿no? En el caso de los teólogos, el duelo es feroz, uno llega a mandar al otro a la hoguera, aunque no lo hace por odio personal, lo hace movido por una especie de patrón intelectual. En "El duelo", estas dos señoras se quieren, se respetan y he tratado de que el cuento no sea satírico en ningún momento porque creo que si yo hubiera atribuido malos sentimientos a alguna de las dos duelistas el cuento se hubiera venido abajo, hubiera sido simplemente la historia de una rivalidad entre dos señoras, y eso es tan común que no creo que merezca un cuento. Encrucijadas A Borges parecen fascinarlo las encrucijadas, los cruces de destinos paralelos, aunque esos destinos se crucen, no en un duelo, sino tan sólo en la historia, en su imaginación. "La historia del guerrero y la cautiva" nos refiere uno de esos aparentemente casuales entrecruzamientos de destinos. —Ah, sí, eso es verdad. Aquí se da también el elemento antagónico, claro que de otra manera. Hay dos historias, una, que leí en un libro de Croce, la del bárbaro que, admirado por la ciudad que debe arrasar, se pasa de bando y la defiende, y la otra, su inversa, la de la muchacha inglesa que reniega de su cultura, pobre, sí, pero cultura al fin, y se va a vivir con los indios. Hay una rara semejanza entre las dos historias, ¿no? (Como la hay, Borges, entre usted y Groussac, ambos en la biblioteca, ambos ciegos, ambos deslumbrantemente epigramáticos, exactos en el uso de la palabra, ambos argentinos, aunque a usted lo acusen, infantilmente, de "extranjerizante" y a Groussac, con igual injusticia, de francés.) —Es vergonzoso que en la historia de la literatura argentina no se hable casi de Groussac, que no se le dé el lugar que sin duda se ha ganado. Usted lee un libro como la Historia de la Literatura Argentina, de Ricardo Rojas, un libro del cual es difícil ser excluido, tal la generosidad con que fue concebido, y sólo habla de "nuestro francés irónico y desdeñoso" apenas unos párrafos. —Había, tengo entendido, un problema personal con Rojas. —El problema es que Groussac había dicho lo que pensaba de Rojas: "cultor del floripondio", lo llamó. Es una injusticia lo que se hace con Groussac. Se da una especie de conjura o complot, por el hecho de ser francés, que es una lástima que no padezca Gardel, que siempre fue considerado ciudadano francés sin que a nadie le importara. Es imposible prescindir de lo literario en una conversación con este hombre que ha formulado a Buenos Aires como ninguno antes; que, de alguna manera, nos ha dado existencia visible, nos ha concretado. La entrevista ha derivado excluyentemente hacia el terreno que él conoce y domina, la literatura, su vida. —¿Sigue siendo "El Sur" su cuento favorito, en lo que a sus escritos respecta? —Bueno, es el más complejo quizá, puede ser leído como un sueño, también como una especie de símbolo. Lo contrario de lo de Oscar Wilde: "Todos matamos lo que queremos". En "El Sur" lo que queremos nos mata: un hombre vive pensando en el Sur, amándolo, y cuando llega al Sur encuentra la muerte. Actualmente me gusta más "La intrusa". Me parece que corresponde más al ideal de un cuento. Es decir, un relato, sin exceso psicológico pero con psicología, que es imprescindible para que el cuento exista. Yo pensé en algún momento que la novela estaba hecha de caracteres y el cuento de argumentos. Pero ahora creo que eso es absurdo porque los argumentos tienen que sucederle a alguien y entonces tenemos ya la psicología. Por otra parte, un cuento puramente psicológico tampoco se entiende, porque no ocurriría nada. De modo que creo que siempre hay psicología, aunque sea una psicología muy rudimentaria, como la de los dos compadres del cuento que le mencioné, ¿no? —¿Y qué poema suyo prefiere, Borges? —Yo creo que "Límites" es el mejor, porque allí expreso algo que todo el mundo siente en algún momento, aquello de que las cosas están ocurriendo por última vez, eso que uno siente más en la vejez que en la juventud. Creo que he tenido la suerte de dar con un tema nuevo, que al mismo tiempo es un tema esencial, que corresponde a todas las conciencias humanas, a todas las experiencias. Dar con un tema nuevo de otra manera es una trivialidad. Le voy a dar un ejemplo que a lo mejor ya está usado pero que resulta una 'reductio al absurdo'. Usted suponga que yo escriba la primera novela en que los personajes sean todos carteros, ¿no? Puedo quedar en la historia de la literatura universal como el autor de la primera novela sobre carteros que se haya escrito. Y puedo ser el precursor de otras muy buenas novelas sobre carteros que se escriban después. O sobre buzos. Diría el historiador: "Es interesante observar que ya en 1972 Borges había escrito una novela sobre buzos". Esa clase de novedades no me parecen valiosas, ni siquiera atendibles. Aunque pueden convenir para que el nombre de uno figure en la historia de la literatura. Este tipo de cosas ya ha ocurrido. Por ejemplo, Bartolomé Hidalgo, que fue el primero que escribió poemas gauchescos, en la "lengua gauchesca". Si después no hubieran existido Ascasubi, Estanislao del Campo, Hernández, Gutiérrez, Rafael Obligado, Güiraldes, Silva Valdés y otros, la obra de Hidalgo hubiera sido olvidada. Ahora, en cambio, y gracias a sus sucesores, es un precursor. Lo único que tiene Hidalgo es la invención del gaucho como personaje literario. Algo parecido a esto dijo Bernard Shaw de O'Neill, creo. Claro que lo dijo con injusticia: "Lo único nuevo que hay en O'Neill son sus novedades". Está bien, ¿no? Se ha acusado a Borges de muchas cosas con la arbitrariedad que puede ejercer sólo quien ignora su vasta obra y, lo que es peor, su vasta persona. Una de las acusaciones menos temibles, pero no menos general, es la que lo califica de "ecléctico". Para fundamentar la agresión se suele acudir no exclusivamente, a su afición por los enigmas, por la novela policial. más concretamente. Borges ha creado, y dirigido por muchos años con Adolfo Bioy Casares, la colección "El Séptimo Círculo", a más de dar vida a un singular personaje que resuelve enigmas policiales desde una celda, don Isidro Parodi. —¿A qué atribuye usted esa afición? —Eso puede explicarse fácilmente: hacia mil novecientos veintitantos todos tratábamos de ser caóticos. Desgraciadamente lo conseguíamos, es decir, el desorden era algo tan habitual que cuando Jacobo Fijman (pobre, está en un manicomio ahora) dijo que iba a publicar veinte poemas numerados, despertó el asombro de todo el mundo: "iCómo!, ¡veinte poemas numerados!" Entonces este poeta que se dice moderno vuelve al orden, al clasicismo. No nos dábamos cuenta que el hecho de numerar los poemas no significaba un orden demasiado "ordenado". Se da cuenta a qué extremos de caos habíamos llegado cuando se admiraba el hecho de que alguien escribiera 20 poemas numerados. "Ahí tenemos el orden, ahí tenemos la lección de Valéry, la lección de los clásicos". Y descubrimos en la humilde novela policial una lección de orden que no habíamos advertido antes. Porque una novela policial debe tener un principio, un medio y un fin. Un capítulo final en el que se explique todo lo que aparecía como inexplicable. De modo que creo que la novela policial, en una época en que se buscaba el desorden, salvó ciertos principios básicos elementales. Además del placer que uno siempre buscó en la resolución de problemas, ¿no? Y me atrajo el hecho de que la literatura policial tiene algo de literatura y mucho de juego, de juego intelectual, desde luego. Usted me puede decir que todo es un juego, que un soneto es un juego, por la forma, etcétera. Pero menos que la novela policial, porque ésta exige ese orden. Si uno leyera una novela policial sin explicación se sentiría defraudado hasta la indignación.. . —Ahora usted se refiere a la novela policial inglesa, porque las americanas tienen un estilo bastante distinto. .. —Es que no sé si son verdaderas novelas policiales. Lo curioso es que Poe, el inventor de la novela policial, fuera norteamericano, pero que su tradición, sus sucesores, persistan en Inglaterra (la tradición de un detective que resuelve los crímenes a fuerza de razonamientos, no a fuerza de violencia). Lo que se llama novela policial en EE.UU., ahora, es una forma sadista o sanguinaria de la novela de aventuras. En las novelas de Dashell Hammett, por ejemplo, los detectives hacen uso y abuso de su fuerza física, no son intelectuales, son simplemente criminales que están de parte de la ley. Tan violentos como los delincuentes, ¿no? Y eso, llevado a otro extremo que a mí me parece malo, son los filmes de James Bond. A mí me dicen que están hechos con una intención humorística, pero yo no sé si el público los ve como filmes humorísticos. Creo, más bien, que se admira a James Bond como se admiraba al Padre Brown o a Sherlock Holmes, ¿o no? —Es cierto, pero también se ríe a carcajadas... —Entonces tienen algún sentido. Ahora, lo que encuentro mal en Bond y sus congéneres es que el tipo de espía sea presentado como admirable. Yo creo que es una cosa horrible ser espía. Ahora, si el espía fuera presentado con una plena conciencia de lo trágico de su situación. Quiero decir, si tuviera conciencia del hecho de ser un hombre que, por su patria, tiene que simular estar de parte de sus enemigos, tiene que ser un hipócrita, vivir mintiendo... Pero no se lo muestra así, se lo muestra como un aventurero, con algo de héroe. Me imagino que el espionaje no debe ser así. Yo pensaba escribir un cuento sobre un espía, un cuento más bien triste por todas las humillaciones que padecen; un cuento sobre lo triste de tener que vivir mintiendo para obtener algo, y al mismo tiempo, una profesión esencialmente heroica, porque eso se hace por la patria, por eso se humilla y padece, de igual manera que un soldado padece y se resigna a matar gente, lo cual es horrible, salvo que en el soldado hay coraje y en el caso del espía no. —Usted escribió un cuento cuyo protagonista era un espía: "El jardín de senderos que se bifurcan"... —Es cierto, sí. Pero me gustaría ahora escribir un cuento de otro tipo. Yo tuve la suerte de conocer un espía en casa de Elvira de Alvear. Y él me habló algo de lo que significaba ser un espía, de sus experiencias. El había sido espía inglés en Austria y me describió todo eso como algo miserable, nada parecido a Bond. Además una profesión muy tediosa. Prácticamente no había aventuras. Y no llevaba armas (no sabía manejarlas tampoco) porque en cualquier momento podía ser arrestado y si lo encontraban con armas, su suerte estaba sellada. Se había hecho espía para eludir el servicio militar. Linda manera, ¿no? Todo eso pienso utilizarlo en un cuento. Un cuento más bien triste, ¿no? Bioy y el clasicismo Alguna vez Borges hizo crítica cinematográfica desde las páginas de "Sur". Amó, por entonces, los filmes del gran Joseph von Sternberg. —Yo creo que es el director más grande que ha habido. Recuerdo (son inolvidables) "La ley del hampa", "La batida", "A cartas vistas", "Los muelles de Nueva York". Eran filmes espléndidos. Diría que es una lástima que se llegara al cine hablado. Ahí empieza, en cierto modo, la decadencia del cine. Se fue haciendo demasiado espectacular. Un gran amigo mío, Néstor Ibarra, me decía (es un excelente fotógrafo) que es tan fácil hacer buenas fotografías. Lo primero que tiene que hacer un buen director es evitarlas porque es un efecto demasiado fácil. Es, por otra parte, lo que hizo Chaplin, de alguna manera. Los filmes de Chaplin, que a mí no me gustan demasiado, tratan de que las imágenes sean simplemente legibles. Pero Von Sternberg. .. Todo sus hallazgos fueron imitados, exagerados hasta lo espectacular por Orson Welles. En Orson Welles hay algo que me desagrada, aunque "Citizen Kane" es una especie de espléndida pesadilla, ¿no? Pero, insisto, en Welles hay algo que me desagrada moralmente, digamos. Sus obras parecen hechas por una persona vanidosa, que se hubiera propuesto hacer grandes filmes. Yo diría que una de las condiciones para hacer un gran filme o escribir un gran libro es hacerlo con una cierta espontaneidad y hasta con cierta indiferencia. Yo no creo que Cervantes haya escrito "El Quijote" pensando que iba a escribir una gran novela. Y Shakespeare, usted ve, cómo improvisaba sus tragedias usando piezas de otros, argumentos ajenos. Ya estamos de nuevo en la literatura, a la que Borges concibe como uno de los rostros del equilibrio, del orden; una aventura dominada por la inteligencia, encarada con la mayor lucidez. Una estética opuesta, quizá, a la que propone el surrealismo: —¿El surrealismo? No me interesa en absoluto. Creo que es un remedo tardío del expresionismo alemán. Un movimiento que produjo grandes escritores y más interesantes que los surrealistas. Además, el expresionismo está vinculado con una misión mística del mundo. Me han deslumbrado mucho los poetas expresionistas. Aunque, no sé si usted se fijó, cualquier texto que uno lee en un idioma que conoce poco, impresiona mucho. Es decir, si yo leo un poema en español, paso de las palabras al sentido. En cambio, si leo un poema en inglés antiguo o en islandés, me impresiona cada palabra en sí. Parece que sobresalieran, ¿no? Para alguien cuyo idioma es el español aquello de "... Recuerde el alma dormida, / reviva el seso y despierte. .." suena más bien horrible. Lo de "seso", ¿no? En cambio para un francés o un alemán esa palabra puede tener un sabor completamente distinto, nuevo. —Usted habla a menudo de las excelencias de un Lugones, un Capdevila, ¿No le parecen, sin embargo, incomparablemente menores, insignificantes, frente a las de un Cervantes, un Shakespeare, un Proust, un Joyce ? —¡Bueno! ¡Desde luego! Son escritores importantes para nosotros, pero no creo que Groussac se dejara deslumbrar por ellos. Alguna vez dijo: "¿Qué puedo hacer yo en un país donde Lugones es helenista?" —No le faltaba razón... —Tal vez, pero Lugones ha escrito cosas muy buenas. Claro, usted dirá que todo eso es provincianamente bueno, ¿no? —Algo así... —Pero es mejor ser provincianamente bueno que provincianamente malo, como Ricardo Rojas, ¿o no? —Sí, Borges, por supuesto, pero pensamos en escritores que no han tenido las facilidades de Lugones, o Capdevila para lograr que sus libros se leyeran. Y no precisamente escritores "provincianamente buenos", sino "internacionalmente" buenos. Hay uno, sobre todo, que usted conoce muy bien: Bioy Casares. —Ah, sí, Bioy Casares, por supuesto. —Es muy amigo suyo ¿no es cierto? —Sí, un gran amigo. Nos conocimos en casa de Victoria Ocampo, en San Isidro, en el treinta y tantos. El me llevó en su coche (es un hombre rico y yo no) hasta Las Heras y Pueyrredón, donde yo vivía. Y nuestra primera conversación fue sobre un libro de Vicente Rossi, "Cosas de negros". Un libro acerca de los orígenes del tango y de la milonga. Poco después salimos a comer juntos y nos hicimos muy amigos. Yo había inventado un argumento policial, que es el del primer cuento de "Seis problemas para don Isidro Parodi", y él me propuso que lo escribiéramos juntos. Yo le dije: "No creo en la colaboración, me parece imposible". A los pocos días, fui a almorzar a su casa y, por error, llegué dos horas antes de lo convenido. Bioy me propuso que empezáramos a escribir el cuento. Para desalentarlo y demostrar la imposibilidad del proyecto y la verdad de mi convicción, acepté. Al rato, nos dimos cuenta de que, de alguna manera, estábamos haciéndolo y de un modo que no se parecía a nosotros. ¿El nombre? Le pusimos Bustos porque un bisabuelo mío se llamaba así y Domecq, por un bisabuelo de él, francés. Unimos los nombres porque nos pareció que era muy típico de Buenos Aires que una persona tuviera dos apellidos de distintas cepas. Desde entonces hemos seguido trabajando juntos con alguna asiduidad. Ahora, siempre que alguien trabaja con una persona más joven que él, se supone que el mayor es el maestro. En este caso ocurre lo contrario. Yo estoy seguro que él ha influido más en mí que yo en él. Porque, precisamente, él me ha llevado a una búsqueda de clasicismo, a un propósito de clasicismo. Por ejemplo, yo creía, como Lugones en su tiempo, que Quevedo era muy superior a Cervantes. Adolfito, sin decirme nada, simplemente leyéndome en voz alta páginas de Quevedo y de Cervantes, me demostró la infinita superioridad de Cervantes. Quevedo es un escritor retórico y la retórica se renueva cada tantos años. En cambio, "El Quijote" no se renueva cada tantos años, ¿no es cierto? Además hay un gran afecto personal entre los dos. Estoy extrañándolo mucho. —Está en Europa ahora ¿no? —Sí, está en Alemania, creo. Vuelve en diciembre. Los nuevos Queremos saber su opinión sobre algunos de los nuevos. Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes. —¿Cortázar? Bueno, yo tuve el honor de publicar el primer cuento de Cortázar en Buenos Aires. "Casa Tomada", se llamaba. Yo dirigía una revista, Los Anales de Buenos Aires. Un día se presentó en la redacción un muchacho y me entregó un cuento para su publicación. Le dije que pasara a los diez días, yo ya habría leído el cuento y podría contestarle. Él estaba muy impaciente, nunca había publicado, y se presentó a la semana, pidiéndome noticias de su cuento. Le dije: "Puedo decirle dos cosas. La primera, que el cuento está en la imprenta. La segunda, antes de enviarlo a la imprenta se lo di a mi hermana para que lo ilustrara". Años después, nos encontramos en París, en casa de Néstor Ibarra (ya le hablé de él). Se presentó y me recordó el episodio. He leído después algunos cuentos de Cortázar que no me han gustado tanto. Me han leído también alguna novela escrita de una manera muy incómoda porque se combina lo que le ocurre a una persona con lo que recuerda y con lo que imagina; me leyeron unas páginas y sentí que yo estaba muy lejos de eso. Mire, yo creo que hay que tratar de escribir del modo más sencillo posible, ¿no? Esos juegos, además, ya los habían hecho Faulkner, Virginia Wolff y otros. Actualmente, me dicen que sigue entregado a esas pequeñas incomodidades para con el lector, a tratar de que la lectura sea trabajosa. Me han dicho que lo logra. Como yo no he leído esos libros no puedo juzgar, pero ese cuento, "Casa Tomada", y algún otro que he leído después que se llamaba, creo, "Axolotl", eran muy buenos. Personalmente, estamos en excelentes relaciones. El hecho de que yo sea conservador y él comunista no tiene nada que ver con el hecho literario. Todas las opiniones son superficiales. Lo importante es lo que está más allá de nuestras opiniones. Estas cambian. No creo que un escritor deba ser juzgado por sus opiniones. En ese caso, yo tendría que admirar a todos los escritores que se han afiliado al partido conservador. Y Cortázar tendría que admirar a todos los comunistas. No creo que ése sea su caso. La literatura es algo mucho más complejo que esas cosas. —Por otra parte, él ha manifestado más de una vez su admiración por usted. —Caramba, qué generoso. —¿Conoce algo del colombiano García Márquez o del peruano Vargas Llosa ? —No. Sucede esto: yo perdí la vista en el año 55. Entonces me dediqué al estudio del anglosajón y del islandés. También a dar conferencias, clases y a escribir mi propia obra, he publicado algunos libros, ¿no? De modo que no he tenido ocasión de leer a mis contemporáneos. Como me tienen que leer, prefiero que me lean, por ejemplo, las historias de la literatura o de la filosofía, pero en cuanto a literatura, creo que ya he leído mucho. Y además, en general, a mí lo contemporáneo no me interesa. Creo que lo contemporáneo ha de parecerse bastante a mí. Después de todo, yo también soy contemporáneo. En cambio, si uno estudia literaturas de otras épocas, puede encontrar novedades. Tratándose de lo contemporáneo, estamos viviendo en el mismo mundo y no creo que podamos ser muy distintos unos de otros. —¿Qué siente ante la fama que va acaparando su nombre? —Estupor e indiferencia. Todo eso le sucede al otro Borges. No tiene nada que ver conmigo. Además, eso tiene que desvanecerse en algún momento porque lo que yo escribo no merece la fama. Cuando llegan a casa artículos sobre mí y mi madre se ofrece a leérmelos, le digo que no me interesa. Aunque sean elogiosos, a mí no me interesan esas cosas. Una noche me leyeron un análisis de un cuento mío. Eso sí me interesó porque el que escribía eso se había metido en el mundo del cuento y lo había tomado en serio. Eso sí me agradó. Pero que hablen de mí, qué puede importarme. No soy una actriz ni un político. En ese sentido Groussac y Lugones tuvieron más suerte que yo, en ese tiempo la gente no se ocupaba tanto de los escritores. Era más cómodo, ¿no? Anteanoche un señor en la calle se me acercó, me dio un beso en la mejilla. Yo me quedé horrorizado, estaba con una señora, qué va a pensar de esto, me dije. "Usted es el escritor José Luis Borges", oí que me decía. Bueno, pensé, José queda mejor que Jorge; Jorge y Borges suena demasiado áspero. "Yo soy el boxeador Selpa", alcancé a oír. Le dije "Buenas noches, señor", y me fui aterrado. ¿Existe el boxeador Selpa? —Sí, existe, y es muy fuerte. —M—Menos mal que lo traté bien, entonces; en una de esas se enoja y me rompe el alma. (La posibilidad de un encuentro tan desparejo, inverosímill, digno de la imaginación de Jarry, nos hace reír con ganas.) Le dije a la señora que estaba conmigo, una señora montevideana, muy bonita: "Caramba, qué raro que estando vos aquí me besara a mí". El que está solo Termina de contarnos el increíble episodio, y se nos ocurre pensar que Borges, como buen porteño, tiene un filoso sentido del humor. Y un pudor, también, que le hace asombrarse ante la fama y temerla como posible agresora de su individualidad. Esa individualidad que parece irritar a sus antagonistas más que ninguna otra característica de Borges. Torre de marfil, fuera de la realidad, son algunos de los lugares que prefieren adjudicarle como sitio de residencia. —Me parece una acusación injusta, infundada. Yo siempre he opinado, siempre he dicho lo que pensaba acerca de los hechos y acontecimientos contemporáneos. Nadie pudo creer nunca que yo fuera nazi, o comunista, o peronista, o antisemita. Durante la época de Perón todo el mundo sabía lo que yo pensaba de él. Y la prueba es que me echaron de un pequeño puesto que yo tenía. Hasta hubo gente que se negó a publicar libros conmigo porque no quería que su nombre apareciera junto al mío, que era un nombre peligroso. Durante las dos guerras mundiales estuve de parte de la democracia. Nunca he ocultado el afecto que me inspiran los Estados Unidos. Pero al mismo tiempo, he tratado de que esas opiniones, esas preferencias, no interfirieran en mi obra literaria. Creo haber resuelto así el problema. No estoy encerrado en una torre de marfil. La gente sabe lo que yo pienso sobre prácticamente cualquier cosa. Vienen periodistas, me hacen preguntas y yo las contesto. En la época de Perón yo daba conferencias y siempre decía algo contrario a la dictadura, aunque fuera tirado de los pelos. En cuanto a mis libros, yo escribo cuentos, sonetos, y no tengo por qué dejar que mis opiniones políticas intervengan en mi obra literaria. De modo que creo que es injusto lo que se dice. Lo que podría decirse es que mi obra literaria podría haber sido escrita en una torre de marfil, pero creo haber sido bastante explícito en mis opiniones. Salvo que, como digo, he tratado de que mis opiniones no interfirieran en mi obra. Nunca he escrito fábulas ni cuentos con moralejas. Eso no quiere decir que me mantenga alejado de los hechos. Ahora mismo, estoy preocupado por el momento que nos ha tocado en suerte. —¿ Usted se refiere a la Argentina? —Quizás a todo el mundo, pero pienso más en la Argentina porque es mi patria; soy argentino. Nos acompaña fuera de su despacho. Sin que se lo pidamos nos muestra la Biblioteca, su Biblioteca, que ya no ve. Desde el primer piso, nos parece estar en esa Biblioteca que Borges, premonitoriamente, describiera en su cuento "La Biblioteca de Babel". La sensación de irrealidad es cada vez mayor. Para acentuarla, Borges nos recita el "Poema de los dones", mientras recorremos los depósitos. —Acá murió Groussac..., nos dice al mostrarnos una habitación abrumada de libros. Su voz no parece venir de él. Tal vez nos ha hablado el verdadero Borges, el que está solo: "Ya no es mágico el mundo. Te han dejado./ Ya no compartirás la clara luna / ni los lentos jardines. Ya no hay una / luna que no sea espejo del pasado./ Cristal de soledad, sol de agonías./ Adiós las mutuas manos y las sienes / que acercaba el amor. Hoy sólo tienes / la fiel memoria y los desiertos días./ Nadie pierde (repites vanamente) / sino lo que tiene y no ha tenido / minea, pero no basta ser valiente f para aprender el arte del olvido./ Un símbolo, una rosa, te desgarra / y te puede matar una guitarra". Recordamos en silencio. "Y te puede matar una guitarra", nos repetimos. Este endecasílabo encierra, quizá, la más apropiada admonición que puede hacerse Borges a sí mismo. También la más terrible, la más patética. La que nos hace suponer que la soledad, ese pavor, su soledad, es la condición que lo hace más vulnerable, aún más humano. Y el testimonio, no por velado menos desgarrante, que Borges ha dado de ella, de su soledad, sin duda, y a pesar de confusas políticas, le sobrevivirá. En él, en esa soledad, cuantos le admiran y quieren se reconocen. Un hombre, en definitiva, es todos los hombres, y la soledad de uno, por intransferible que parezca, es la de cualquiera, la de todos. Revista Atlántida 12/1970 |
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