Aquellos meses de
fines de 1967 y principios del 68— meses que
traerían años de amontonado entusiasmo retórico y
gritón, que causarían la encuadernación de tanta
pavada ya justicieramente olvidada— parecían
suceder bajo el signo de un milagro: el del boom
de la literatura latinoamericana. Los autores
—incluidos los argentinos, que en realidad fueron
a la cola de ese boom desatado por un peruano, un
colombiano, un cubano— salían hasta en las
revistas de modas, se multiplicaban los
reportajes, se decía donde comían, a qué hora se
levantaban para escribir, cuantas veces se habían
casado. Una revista Primera Plana, alentaba con
fervor esa euforia y produjo, quizá hacia abril o
mayo del 68, un acontecimiento: el colombiano
Gabriel Gabo García Márquez, vestido con una
horrible cazadora escocesa, las manos en los
bolsillos y sonriendo, usurpaba la habitual tapa
política. Adentro, la gloria: de ese
reportaje-nota urdido con exaltación, sólo se
podía salir directamente a la historia de la
literatura. Yo era Prosecretario de Redacción de
Confirmado, y tal vez por celos profesionales, me
sentí vagamente indignado. Pensé: Es cierto que
Gabo ha escrito bellos libros como 'El Coronel no
tiene quien le escriba' y algunos cuentos
hermosos, pero no creo que su obra alcance alguna
vez la contundencia y la profundidad de la obra de
Juan Rulfo, el mexicano. Pensé: y Rulfo no fue
tapa de ninguna revista, casi nadie lo conoce en
la Argentina.
Logré que me enviaran
a México a entrevistar a un escritor, de tal modo
eran distintos aquellos tiempos. Mientras volaba
pensaba que de algún modo estaba haciendo lo que
cualquier escritor de mi generación hubiera
querido hacer: conocer personalmente a uno de los
maestros, y tratar de hacer conocer su obra por
encima de tanto ruido a boom y otras fantasías. La
semana pasada, Rubén Tiziani, con quien nos
conjuramos para ir a ver a Rulfo a la Feria del
Libro, corroboró de algún modo mi pensamiento de
hace once años: "después de todo, es el único al
que uno todavía le puede decir maestro, el único
al que se lo puede admirar con el fanatismo de los
chicos". Al otro día, en la Feria, me encontré con
Ricardo Piglia: "Ah —me dijo—, mirando hacia el
stand donde se esperaba a Rulfo—, vos venís a lo
mismo". Yo ya había desistido de intentar un
reportaje; en realidad desistí para siempre cuando
hace unos años vino Rulfo a la Argentina
acompañando a Echeverría, el presidente de México,
aunque nos vimos varias veces. Rulfo está cansado
de la literatura, ya casi no quiere hablar. Así
que nos quedamos al costado de la cola, que no
cesaba. Yo debía quedarme a hacerle unas fotos; a
la hora, Ricardo me dijo: "Me voy. Quería verle la
cara de cerca, nomás". Ahí estaba ese hombre cuyos
dos únicos, infinitos libros —'El llano en
llamas', 'Pedro Páramo'— habíamos leído y releído
y comentado
como si fueran La
Biblia. Firmaba, firmaba. El público nos alejaba
de aquel maestro arisco, que siempre imaginamos
como un campesino mexicano. Los comentarios de las
señoras gordas nos hacían reír o sufrir.
Cuando, por fin, dejó
de firmar y pude saludarlo, Rulfo me dijo que
estaba cansado: "Estos señores —dijo, por los
organizadores de la Feria, o por quienes lo hayan
traído— hacen programas agotadores, de locos".
Hablaba bajo, confuso. Me despedí. Una locutora de
radio, se me acercó y me preguntó si Rulfo
consentiría en un pequeño reportaje. Dije que lo
intentara. Intentó que yo le dictara las
preguntas. Me dijo: "¿En la obra de Rulfo hay una
gran preocupación por el hombre, no es
cierto?".,"Sí", le dije. "Por el destino del
hombre", encimó."Claro", le dije."Sí —me dijo—,
porque eso es Juan Páramo". "Claro", le dije.
"Entonces le pido que hable del destino de la
humanidad" me dijo. La miré: "Pedile que te hable
de la feria", le dije, y me fui.
Por todo eso, decidí
exhumar este reportaje que le hice y publiqué en
junio de 1968, en esta misma revista. Me costó una
semana de espera en México —porque en aquél tiempo
tampoco quería saber nada del periodismo—, pero
después me deparó la felicidad de charlar todas
las tardes, durante una semana, con Rulfo,
tranquilos, frente a un grabador. Alguna vez, si
el tiempo no ha deteriorado las cintas, rescataré
otras partes de esa larga charla.
En aquél reportaje
—hecho con mucho tiempo, cortado por comidas,
descansos, paseos— Rulfo hablaba de muchas cosas
de las que ya no habla. Hablaba de dos libros,
Días sin foresta y La cordillera, que nunca
publicó. Personalmente, nunca creí ni me importó
que los escribiera. Como dice Jorge Di Paola
Levin, "tal vez sea mejor, fijate lo que es el
último cuento de Borges". No sé. Intuyo que la
obra de Rulfo ya está escrita, y pienso que
algunas de las pocas veces en que habló de ella,
están en este reportaje.
Miguel Briante.
La Historia (I)
Hay un amanecer o una
noche, en la vida de Juan Rulfo, que se define por
la llegada de un cuerpo cruzado sobre un caballo,
"y envuelto en un petate". Hay varias muertes más
a su alrededor, y tal vez las cuente y tal vez no
las cuente a lo largo de esta charla. Hay, antes,
un abuelo terrateniente y después un padre que
administraba una hacienda, "pero que en realidad
no era gente de campo", y hay una abuela que
presentía la muerte. Pero él, para la síntesis
prefiere contarlo así:
—Nací en un pueblo del
Estado de Jalisco, nombrado San Gabriel, más o
menos al sur de Guadalajara, la capital del
estado. Y viví allí hasta los diez años. Es uno de
esos pueblos que han perdido hasta el nombre.
Ahora se llama ciudad Venustiano Carranza. Ahí
viví, con una abuela mía; y mis hermanos, hasta
que mataron a mi padre. (Hasta poco después que su
padre, ese cuerpo envuelto en un petate, llegara,
cruzado sobre el caballo, muerto por la espalda).
De ahí pasamos a un orfanatorio y allá estuve
hasta la edad, más o menos, de 16 años. Es decir,
hasta que estalló la huelga de la universidad.
Quiero decir: hasta los 14 en el orfanatorio,
hasta los 16 en Guadalajara. La huelga estalló
casi el mismo día que entré yo, y duró como año y
medio. Debido a eso me fui a la ciudad de México,
a proseguir los estudios. Se suponía que iba a
estudiar la carrera de abogado, que mi abuelo era
abogado, y alguno tenía que usar su biblioteca.
Pero había pasado mucho tiempo, y algunas materias
las había olvidado. No pude pasar el examen
extraordinario a que nos sometían. Así que tuve
que trabajar.
Eso fue por 1936.
Rulfo había nacido en mayo de 1918.
Los lugares
La verdad, Juan Rulfo
rehúye las preguntas sobre su obra. Como si
quisiera taparla, como si no le importara. Parece
capaz de hablar horas y horas, vigilando el
grabador de reojo, sorteándolo. Cuando enfrenta el
micrófono, no hay manera de hacerle preguntas
directas; se entiende que ya no caben preguntas
sobre estructura o lenguaje, sobre técnica
literaria. Los lugares y los hombres son la carne
de Rulfo, su armazón; de eso puede hablar horas,
soltarse por ese rumbo con la palabra justa,
campesina, y el gesto irónico, el adjetivo casi
mortal. Se le puede preguntar, por ejemplo: "¿El
día que mataron a su padre —Rulfo tenía seis años—
fue la primera vez que usted vio la violencia dé
cerca?". Y ahí está Juan Rulfo, el narrador:
—Bueno, yo ya la había visto. Fue, es una zona,
hasta hace poco tiempo, una zona violenta. En
realidad, casi toda la tierra caliente del país es
violenta ¿no? Ahora, nada más se ha quedado un
poco concentrada en el Estado de Guerrero. Pero
antes, Michoacán, Jalisco, otros estados, los
sitios por donde cruza la tierra caliente, eran
zonas de mucho conflicto. Hay explicaciones. En
primer lugar, son zonas muy aisladas. La tierra
caliente le da una característica a la persona muy
especial, en donde importa muy poco la vida. Por
lo general, las gentes que viven en ese suelo
tienen "el mal del pinto" —allá le llaman
Chiriua—, tienen las manos pintas. Entonces, eso
mismo les crea un complejo de que..., pues, son
tipos que no les importa que los maten en
cualquier momento ¿no? Y al mismo tiempo el clima,
siempre caliente, porque es una zona que está
entre el altiplano y la sierra. Es tierra baja,
sin brisa. Y el calor, el bochorno, la misma
miseria que sufre esa gente, pues creo que causan
el carácter violento. A menos, no hay otra
explicación ¿no? La otra razón es que ésa es zona
despoblada; la gente o se ha ido hacia la costa o
se ha ido hacia el altiplano. O ha emigrado a los
Estados Unidos. Así son esos pueblos de la tierra
caliente, los de Jalisco. Y así los hombres, pues,
así son.
Y se le puede
preguntar:
—Usted se acuerda de
la muerte de su padre —como para que siga
hablando.
Y él dirá:
—Me acuerdo, sí, me
acuerdo —como para no hablar más.
La obra: El llano en
llamas
Hay fragmentos de la
historia de Rulfo que promueven a las preguntas
directas; como ese recuerdo suyo que ubica una
guerra —la de los cristeros— en sus años del
pueblo. "La guerra de los cristeros me tocó a mí,
parte en mi pueblo y parte en Guadalajara, entre
el 26 y el 29. Las primeras guerrillas me tocaron
en el pueblo". Y enciende uno de los negros a
mitad de camino entre el cigarro de hoja y el
cigarrillo —como si ya previera la pregunta—. "Lo
que usted ha escrito pertenece de algún modo a la
experiencia que usted tuvo durante esos años",
como si ya estuviera empezando a contestar:
—Fíjese usted: nada
pertenece a nada. Se le quita todo, nomás, y queda
el mero fondo. No, es que no son vivencias
personales —hace como que miente—, son todas
imaginaciones. Pertenecen hasta un cierto punto la
ubicación de los lugares ¿no?. Más o menos el
aspecto de la tierra y del paisaje. Quizá usted
habrá observado: no tienen fisonomía los
personajes. Y no están caracterizados porque no
los conozco. Nunca he visto a esas personas. No sé
exactamente cómo tienen la cara.
Confirmado: ¿Para
usted forman parte del paisaje?
Juan Rulfo: Forman
parte de una conciencia, de un modo de pensar, de
una mentalidad que tal vez existe ¿no? Pero no la
logro localizar bien.
C.: Usted, Rulfo,
empezó a escribir a los 18 años, ya en México.
¿Qué fue lo primero que rescató de su obra?
J. R.: Bueno, entonces
escribí una novela más o menos larga, sobre la
soledad y esas cosas. Pero no me gustó, no creo
haber rescatado nada de eso. Parece que una
revista, hace muchos años, publicó un fragmento,
como un cuentecito, de todo eso. Pero lo demás lo
tiré. Yo lo primero que publiqué fueron cuentos,
en una revista que hacíamos con Arreóla, donde
pagábamos cada cual su colaboración. Ahí publiqué:
'Nos han dado la tierra'; y luego 'Es que somos
muy pobres'. Esos pasaron a 'El llano en llamas'.
C.: El libro está
organizado de alguna manera especial; ¿de acuerdo
al tiempo en que los escribió, por ejemplo? El
cuento que lo inicia, Macario, ¿por qué época lo
escribió?
J. R;: Fue más o menos
de la primera época. Fue al principio como podría
haber ido al final; en realidad lo organizaron los
editores, creo.
C.: ¿Había algún autor
que usted prefiriera, por aquella época?
J. R.: Sí, los
escritores rusos de la literatura presoviética o
casi soviética. Ya había leído a Dos Passos, pero
los norteamericanos —Poe sí, claro— no se conocían
por entonces. Pero lo que yo elegía eran Knut
Hamsun y Lord Domsany esos 'Cuentos de un
soñador'.
C.: En ese tiempo, muy
pocos escritores habían logrado arribar al
lenguaje que usted consiguió, digamos "mexicano" o
americano. ¿El de ustedes era un movimiento
literario?
J. R.: Mire, no sé si
sería un movimiento. Creo yo que era una idea. Yo,
personalmente, escribía de una forma muy
rebuscada, casi declamatoria ¿verdad? Y traté de
evitar ese idioma, y me ejercité en la forma del
lenguaje que había oído hablar cuando era
muchacho. Pensé que debía ejercitarme para
defenderme de la retórica, llegar a lo simple. Y
utilizar personajes que tengan un lenguaje muy
reducido, que no me exigieran frases de esas
rebuscadas, ajedreteadas ¿no? Y caí en lo simple,
digo que caí en la simpleza, total. Y ahora, pues,
no puedo salir de ahí. Creo que me estaba llenando
de retórica por andar en la burocracia. Me estaba
empapando de ese modo de hablar, de ese modo de
tratar todas las cosas.
Historia (II)
Así que tuve que
trabajar. Dejé los estudios porque a mí no me
jalaban las leyes. Empecé a trabajar como agente
de inmigración, en la secretaría de gobernación.
Sí, pescaba extranjeros. Perniciosos. Primero
aquí, en la ciudad de México. Después tuve que
salir: estuve en Tampico, en casi todo el país.
Llegué a Guadalajara, otra vez. Los agentes de
inmigración revisaban el documento de los
extranjeros. Los que estaban ¡legalmente en
México, los que habían cometido algún delito.
Entonces se los busca y se los deporta. Total:
una tarea policíaca. Era molesto, pero la gente
agradable. Además había mucha libertad, porque
usted estaba comisionado en un sitio, pero de allí
podía movilizarse fácilmente porque, como había
columnas volantes, que abarcaban todo el país, uno
se iba de una parte a otra. Fue un largo viaje de
unos dos, tres años. En realidad, por aquella
época, cuando vinimos de Guadalajara a México, no
había trabajo. Todo era burocracia. Entonces Rulfo
debió acomodarse a la burocracia ¿no? Entré a los
18 a Inmigración; después recién a los 32 años,
entré en una compañía fabricante de llantas de
hule.
La obra: El llano en
llamas
Entonces se propuso
eso: aproximarse al lenguaje hablado, alejarlo de
la retórica. "Buscar personajes a los que pudiera
darles tratamiento más simple", dice. Y hubo un
cuento clave: "Ese... ése de 'Nos han dado la
tierra' ". Hasta que llegó a Macario, que es otra
cosa. Porque en todos los pueblos hay un loquito y
entonces, entrar en el monólogo del personaje,
significaba dar otra clave. A lo mejor buscaba un
lenguaje más primitivo, aún, más elemental. No
sabe. Sabe que le fue válido utilizarlo pero que
al mismo tiempo descubrió que era demasiado fácil:
"Porque una vez que se entraba en una mente
desquiciada se tenía demasiada libertad, se podían
dar saltos y saltos totalmente arbitrarios". Él se
dio cuenta: había llegado a ser muy largo ese
cuento. Corrigió: ¿qué busca Juan Rulfo cuando
corrige? "Llegar al tratamiento que me he
asignado. No es una cuestión de palabras. Siempre
sobran, en realidad. Sobran un qué o un cuándo,
está un de o un más de más, o algo así ¿no?" Y una
vez que entró en la técnica, la desechó, por
fácil. Porque una de las características de Rulfo
es el rigor, que no es lo mismo que la pobreza.
Basta leer sus cuentos, para darse cuenta. Le
parece fácil, como en Macario, la fluencia del
pensamiento, como le parece fácil cualquier
estructura ya usada. Aunque él no se propuso eso
de ser riguroso. "Le puedo decir que los cuentos
son casi espontáneos o naturales. Si no están
desarrollados como están imaginados —cosa difícil,
siempre— más o menos se puede decir, de la versión
final, que eso era lo que yo quería decir. No hay
ambigüedad en ninguna de las historias. A
excepción de una que otra que tal vez no tenga
importancia. A pesar de que ninguna debe tener
importancia, en realidad".
Él, de sus cuentos
elige Luvina: "porque allí el monólogo está hecho
en otra forma; allí el monólogo se enfrenta ante
un oyente, el hombre está hablando. Claro que el
que escucha no interviene para nada; el que habla
relata al que oye sus propios movimientos ¿no?"
—Y no es Luvina un
anticipo de Pedro Páramo?
—Bueno, yo creo que
sí. El clima ya está allí, un poco dado. Pero es
que Pedro Páramo venía desde antes. Estaba, ya,
casi se puede decir planeado. Pues, como unos diez
años antes ¿no? No había escrito una sola página,
pero le estaba dando vueltas en la cabeza. Y hubo
una cosa que me dio la clave para sacarlo, es
decir, para desenhebrar ese hilo aún enlanado. Fue
cuando regresé al pueblo donde vivía, 30 años
después, y lo encontré deshabitado.
Los lugares (II)
—Es un pueblo que he
conocido yo, de unos siete mil, ocho mil
habitantes. Tenía 150 habitantes, cuando llegué
¿no? Entonces, las casas aquellas inmensas —es uno
de esos pueblos muy grandes ¿no?, las tiendas ahí
se contaban por puertas, eran tiendas de ocho
puertas, de diez puertas— y cuando llegué las
casas tenían candado. La gente se había ido, así.
Pero a alguien se le ocurrió sembrar de casuarinas
las calles del pueblo. Y a mí me tocó estar allí
una noche, y es un pueblo donde sopla mucho el
viento, está al pie de la sierra madre. Y en las
noches las casuarinas mugen, aúllan. Y el viento.
Entonces comprendí yo esa soledad de Cómala, del
lugar ése. El nombre no existe, no. El pueblo de
Comala es un pueblo progresista, fértil. Pero la
derivación de comal —comal es un recipiente de
barro, que se pone sobre las brazas, donde se
calientan las tortillas—, y el calor que hay en
ese pueblo, es lo que me dio la idea del nombre.
Comala: lugar sobre las brasas.
—Pero, ése es su
pueblo.
—Sí, es y no es. Es el
lugar. Pero no son las casas, no son las gentes.
No son nada.
Alternativas
—Caminar una tarde de
sábado, con Rulfo, por las calles de México; verlo
escurrirse por el empedrado del Barrio San Ángel,
los muros que ya han contemplado 300 años, los
súbitos zanjones de ladrillo que dan a una enorme
finca particular. Buscar la plaza Gamboa —un
escritor; antes tenía nombre indígena, la plaza—,
ver cómo se produce un casamiento en la plaza que
enfrenta una capilla antiquísima. Comer con él en
un restaurante alemán donde muchos lo saludan, y
contarle que en la Argentina se sabe que él, a
veces, va a los congresos pero no va a los
congresos. Oírle decir: "Una vez fui a un congreso
de traducciones, en Europa. Yo no iba a andar con
toda la caravana, discutiendo sobre eso que es una
mensada. Nos juntamos con Guimaraes Rosa, que para
eso de hacerse el perdido era profesional, y ahí
nos íbamos a ver películas de James Bond, o de
Pasolini. O a recorrer, nada más. Ahora ya no está
él, y no vale la pena salir sin tener a nadie para
escaparse; él sí que sabía vivir, mirar las cosas.
No le iban a andar con congresos. O escucharle la
ironía cuando se menciona al grupo de
latinoamericanos, los escritores: "The group
—dice—, parece que Mary McCarty se inspiró en
ellos, para su novela; ahora parece que se van a
vivir a Londres, porque en París hay mucho
movimiento." O asistir a sus palabras cuando
cuenta, Juan Rulfo, cómo nació 'No oyes ladrar los
perros', ese cuento:
—Me llamó la atención
siempre la luna, la salida de la luna en las
tierras bajas del trópico. Una luna grande, roja.
Permanece allí, en las planicies. Y crece siempre,
ésa es la verdad. Siempre imaginé que algo... yo
caminé mucho por esas regiones, cuando estaba la
luna en esa situación. Y nunca se borra, de cierto
la luna no se borra. Y la luna es como si fuera
una especie de horizonte. Y pensé luego que este
hombre recogía a su hijo herido, para llevarlo a
otro pueblo, y se topaba de pronto con la luna de
frente. Y allí, pues, el hombre zarandeaba al
muchacho, lo sopesaba, los golpeaba ¿no? Y se le
murió en el camino. Porque además está la cosa de
que como lo llevaba cubriéndole los oídos el padre
no oía los perros estos. En los pueblos,
anteriormente, apagaban la luz a las once de la
noche. Eso se llamaba el apagón. Era gente a más
pobre, entonces siempre no se veía luz desde el
oscurecer y menos después de las once. Entonces la
única forma en que se localizaban era por los
perros. Todo se ve gris, porque el paisaje es
gris, el paisaje de la tierra caliente es color de
tierra. Entonces la única ubicación que tienen es
que ladren los perros. Los perros ladran toda la
noche ¿no?
La obra: Pedro Páramo
—Lo raro es que,
después de 'El llano en llamas', donde
Rulfo se inclinaba
sobre una literatura más bien realista, o
construida sobre anécdotas posibles (aunque ya
Luvina anticipaba ese clima onírico, de pesadilla)
haya elegido una anécdota — una anécdota que
termina por convertirse en una estructura, que
casi desaparece— irreal, que todas las
conversaciones ocurran entre muertos:
—Bueno, no sé, en
realidad. Porque Susana San Juan fue siempre el
personaje central ¿no? Pero Susana San Juan era
una cosa ideal, una mujer idealizada a tal grado,
que lo que no encontraba yo era quién la
idealizaba. Entonces supuse, o supe, que en ese
pueblo estaba enterrada Susana San Juan. Porque
además tengo la mala costumbre de que siempre, al
llegar a un pueblo, voy a visitar los panteones.
(Esto lo rectificará después: Yo cuando hablo
invento —dirá—, y como la mujer de Orfila Reynal
abría mucho los ojos, pues le di a la historia.
Pero yo sólo fui a ese panteón por necesidad.) Y
siempre voy, no sé porque será así, me fijo la
fecha, me fijo cuándo murieron aquellos señores.
El panteón del pueblo es un panteón en ruinas. Y
los muertos están afuera de tierra. Yo fui; nunca
dejo de ir a los panteones. Es lo único de
interesante que hay en los pueblos.
C.: Volviendo a Susana
San Juan; ¿fue el primer personaje que construyó?
J. R.: Sí; no sé de
dónde salió. Tal vez sea una novia que me imaginé
alguna vez. Y construí Pedro Páramo alrededor de
ella y alrededor del pueblo. Más bien alrededor
del pueblo.
C.: ¿Y Pedro Páramo el
protagonista?
J. R.: No sé de dónde
salió; yo nunca conocí una persona así.
C.: ¿Pero Pedro Páramo
es el verdadero protagonista de Pedro Páramo?
J. R.: No. Es el
pueblo. El pueblo que nunca tuvo conciencia de lo
que podía darle la situación en que estaban. En
primer lugar, un pueblo fértil, lleno de agua, de
árboles, clima maravilloso. Cómo aquella gente
dejó morir el pueblo. Cómo se justificaba el
querer abandonar aquellas cosas. Sus casas, todo.
Por qué han dejado, como quien dice, arruinar
todos aquellas tierras. Por qué otra cosa sino por
cierto delito del pasado; ciertas actitudes del
pasado. Ese pueblo fue reaccionario siempre.
Cristero, partidario de Calleja durante la
independencia, partidario de los franceses durante
la reforma, antirrevolucionario cuando la
revolución. Y durante la cristiada, cristeros.
Entonces fue como pagar la culpa, ¿no?
C.: ¿usted sintió algo
de eso por esa época?
J. R.: Sí, me decían
eso.
C.: Ahora que ya está
imaginado, escrito, publicado, ¿cómo clasificaría
usted al personaje Pedro Páramo?
J. R.: Bueno, yo no lo
considero de fácil clasificación. Creo que es el
cacique ¿no? Abundan, abundaron los caciques en
México. Pero las actitudes que él tomó, sus actos,
son milagritos que uno le cuelga. Digo; yo no sé
si hubo un cacique que hizo su propia revolución
para defenderse de revolución. Pero se lo puede
clasificar en otros aspectos: no es generoso, por
ejemplo. Es más bien malvado.
C.: De todos modos, si
usted no conoció un cacique así, las condiciones
de esa época hubiesen permitido que existiera.
J. R.: Sí,
posiblemente. Tal vez no hubo uno sino muchos.
C.: ¿Usted se propuso
fijar esa época de la revolución, de las
confusiones? ¿O simplemente se le impuso como
material narrativo?
J. R.: Pedro Páramo no
estaba situado en una época, estaba ubicado en una
región. Es difícil saber en qué época sucede.
Pero, sí, hay ciertos hechos, ahí, que más o
menos... En realidad no era tratar de involucrar
ninguna época, ni revolución, ni nada. Ninguno de
esos materiales. Simplemente involucrar los hechos
que habían pasado ahí. Y en realidad, nunca se
menciona una fecha.
C.: Su propósito no
era hacer historia sino contar una realidad
posible.
J. R.: Mi propósito no
era hacer historia sino contar una historia.
C.: ¿Aquél problema
inicial del lenguaje siguió preocupándolo mientras
escribía Pedro Páramo?
J. R.: En Pedro Páramo
ya no era preocupación. Ahí ya fue, simplemente,
el lenguaje que hablaba la gente.
Disgresión
"Si el tema de Malcolm
Lowry es el de la expulsión del paraíso, el del
paraíso, el de la novela de Juan Rulfo (Pedro
Páramo) es el del regreso. Por eso el héroe es un
muerto: sólo después de morir podemos volver al
edén nativo. Pero el personaje de Rulfo regresa a
un jardín calcinado, a un paisaje lunar, al
verdadero infierno. El tema del regreso se
convierte en el de la condenación; el viaje a la
casa patriarcal de Pedro Páramo es una nueva
versión de la peregrinación del alma en pena
(...). Juan Rulfo es el único novelista mexicano
que nos ha dado una imagen —no una descripción— de
nuestro paisaje. Como en el caso de Lawrence y
Lowry, no nos ha entregado un documento
fotográfico o una pintura impresionista sino que
sus intuiciones y obsesiones personales han
encarnado en la piedra, el polvo, el pirú. Su
visión
de otro mundo es, en
realidad, visión de otro mundo".
Que estas palabras
hayan sido escritas por Octavio Paz, patrón de las
nuevas juventudes literarias de México, no
alcanzan a redimir a Rulfo de un encasillamiento:
el de escritor rural, el de productor de una
literatura aparentemente opuesta a la urbana, y
perimida. ¿Se autoclasifca Rulfo con estos
términos? ¿Qué piensa de las críticas?
—Pues me lo han dicho.
Dicen que soy un escritor rural ¿no? Pero eso no
me interesa que lo digan: eso de que soy un
escritor regional. Porque yo no sé lo que quieren
decir con eso. En primer lugar, todos los
escritores son regionales. Cada uno expresa su
región. Tampoco cuadra eso de rural porque yo
utilice personajes del pueblo, o campesinos. Eso
no implica exactamente que vivan en el campo.
Pueden vivir en una población grande pero estar en
contacto con el campo. Pero esto tal vez se lo
pueda explicar mejor cuando hablemos de 'Días sin
floresta', el libro que estoy escribiendo —dice. Y
calla, para volver a interrumpir su silencio al
rato, después de fumar.
Por fin da una pitada
larga, tranquila, y se reclina en el sillón. Es
domingo; en la lluvia, la ciudad de México
transcurre mansamente, cruza entera por el
silencio de ese hombre que parece acechar todos
sus ruidos por un instante. Juan Rulfo ha llegado
a las seis de la tarde; tocan las nueve, lerdas, y
el grabador sigue vigilando. Por su voz —lenta y a
veces cansada, lenta y a veces brillosa como
refucilo— han pasado imágenes de Buenos Aires, de
Borges, de Gabriel García Márquez, de la película
Pedro Páramo —'"una mensada, no sé qué tenía que
hacer ese actor gringo ahí"— de los hombres que
habitan a ese hombre nervioso, a ese hombre hecho
para hablar y contar. "Yo he venido a contarles
cosas que no sabían: cosas que a lo mejor pasaron
hace mucho tiempo", ha dicho. Ahora se para,
cambia de mano el cigarrillo y estira el brazo,
veloz. En sus dedos brillan dos rebotes de luz,
que se mueven. "Tenía usted uno de estos bichos;
estos son los comejenes de los que yo hablo en
Luvina. Y rondan la luz y se chamuscan las alas y
quedan convertidos en puras hormigas", dice,
mientras intenta arrancar esas alas casi
invisibles. Distraído, aplasta al insecto entre
los dedos y se acerca a la ventana. El hombre
aquel que hablaba se quedó callado un rato,
mirando hacia afuera. Cuando retomó su voz ya no
hubo ni historia ni lugares ni obra ni
alternativas. Ninguna división. Apenas esa
pregunta que lo haría entrar en materia.
Y dijo:
—Pues, 'Días sin
floresta' es una serie de cuentos. Debido a la
dificultad que tuve, al encontrarme que no iba a
terminar eso que era mi proyecto: La cordillera
—se alargaba demasiado, se me iba de las manos esa
Cordillera— entonces pensé volver al cuento, a la
pequeña historia, para narrar hechos más ...
digamos, más pequeños. Ya no con la actitud que
requería un trabajo más extenso. Ahora, también,
esto va un poco implicado con la cuestión de mi
trabajo, que es bastante, en el Instituto
Indigenista, donde tengo que hacer publicaciones,
tengo que estar corrigiendo textos, haciéndolos,
escribiendo introducciones y todo eso. Pues todo
eso me cansa mucho ¿verdad?, y es que todo el
tiempo estoy sobre papeles. Por eso pensé volver
al cuento, a ver si así tomaba al toro por los
cuernos. Se me ocurrió escribir estas historias,
que llevan el nombre de uno de los cuentos. Casi
todas las historias son difíciles de explicar de
qué se trata, no es fácil decir cuál es el
argumento de esas historias. Porque no hay una
anécdota central; son una serie de puntos de
vista, a veces narrados en diálogo; a veces en
tercera persona.
Porque Rulfo, ahora,
vuelve a utilizar la tercera persona.
—Aquella primera
novela de la que ya le platiqué, que escribí muy
joven recién llegado a la ciudad de México, que
trataba de la soledad y esas cosas, estaba escrita
en tercera persona. En realidad yo estaba solo, en
la ciudad, que era una ciudad pequeña, miserable.
Una ciudad burócrata. Yo no conocía a nadie, así
que después de las horas de trabajo me quedaba a
escribir. Precisamente como una especie de diálogo
que hacía yo conmigo mismo no? Algo así como
querer platicar un poco. En mi soledad en que yo
... con quien yo vivía. Se puede decir: yo vivía
con la soledad. Entonces yo platicaba, charlaba
con la soledad. De eso se trataba esa novela que
yo destruí, porque estaba llena de retórica, de
ínfulas académicas sin ningún atractivo más que el
esteticado y lo declamatorio.
Bueno, y ahora quiero
volver a utilizar esa tercera persona en cuentos
que tienen algo que ver con el ambiente de la
ciudad.
Días sin floresta
Porque a él, aunque
tiene más de treinta años de vivir en la ciudad de
México, esa ciudad no le dice nada. "No es una
ciudad que tenga características propias, es una
ciudad mistificada totalmente, son muchas
ciudades, en pocas palabras, entonces, cuando se
dice la ciudad, bueno... ¿cuál ciudad? De cuál
ciudad me hablan, o de cuál barrio, o de cuál
colonia. O de qué rumbo de la ciudad, digo. Así
que yo uso la tercera persona, porque por otra
parte yo me siento totalmente ajeno a estas gentes
que viven en la ciudad de México."
Tal vez; tal vez Juan
Rulfo no se sienta ajeno a otras gentes, que
también son la ciudad de México. Ajeno a la ciudad
de México del centro, ajeno a los conventillos de
escritores o a la zona Rosa. No a los aledaños de
la ciudad, porque acá "como debe pasar en Buenos
Aires, el setenta por ciento de los que vivimos en
la ciudad hemos venido de la provincia. Entonces
hay una población que no se adapta, el hombre que
ha nacido y vivido en el barrio de vecindad. Esa
es una realidad. Gentes que viven en condiciones
difíciles, barrios que están fuera del Distrito
Federal pero que no están separados sino unidos
por casas y más casas a la ciudad. Y muchos de
estos hombres, campesinos que llegan a la ciudad,
viven en la periferia porque no quieren perder
contacto con el campo, no quieren perder ese
contacto con la tierra que les permite soportar la
miseria de la ciudad. Las ciudades no tienen
trabajo para los campesinos, la ciudad industrial
opera ya con personas que han cursado la
secundaria. Y estas gentes muchas son analfabetas.
Pero todo eso venía al caso de que me interesa la
ciudad de México en el aspecto más bien de
inmigración. No el aspecto económico, sino, tal
vez, el impacto psíquico, el shock que reciben al
querer adaptarse a un medio hostil, que a veces
los rechaza y a veces los absorbe. Siempre se
sienten un poco angustiados, ¿no?"
—Borges dijo, hace
poco, que los seres elementales —como los negros,
por ejemplo— no sufren tanto como los hombres
cultivados.
—Tienen otro tipo de
sensibilidad, esas gentes. Hay que mirar cómo
destruyen con facilidad vidas humanas, por
ejemplo. Pero al mismo tiempo en que tal vez les
esté vedada cierta posibilidad del dolor, les está
vedada la alegría. La alegría no la buscan, la
crean. Por ejemplo aquí en México la música es
triste. Y la música los alegra. Es gente muy
triste, hay que verlos cuando se ponen a cantar.
La canción mexicana es triste, no hablo ya del
corrido, de los boleros, de lo que cantaba Pedro
Infante o Jorge Negrete, esas gentes raras. Sino
simplemente de la canción del pueblo. Yo los he
estado oyendo, a veces, en las noches; y no he
dormido por oírlos cantar en el requinto —que le
llaman allá, en Jalisco—, una guitarrita de cinco
cuerdas. Son canciones que duran a veces dos y
hasta tres horas, y entre una estrofa y otra se
fuman un cigarro y se toman unos tragos de
tequila, platican, y luego continúan con la
canción. Y son muy tristes, ¿no? Ahora yo digo que
el dolor sí lo sienten; el dolor es doloroso para
cualquiera. Y la tristeza debe ser más grande que
en las personas cultivadas, ¿no? Porque esas
personas cultivadas tienen corazas para
defenderse. Ellos no, carecen de escapes. A veces
tienen uno solo: el alcohol. Y el alcohol los
profundiza más a la angustia. Los lleva a honduras
que desconocen, pero no los saca de su realidad.
Esos son los hombres
de los que Rulfo quiere hablar.
La Cordillera
Se llega a ella —a su
mención, casi rehuida por Rulfo— después de mucho
tiempo, y lentamente. Primero, Rulfo habla del
idioma de esas regiones que son su mito, su
recuerdo, la sombra de sus días. "Hablan un idioma
siglo XVI —dice— y ojalá pudiera yo alguna vez
aprender ese idioma."
Y en esas regiones,
sí, se desarrolla 'La cordillera'. En un círculo
de montañas. En realidad la zona no está definida
como cordillera, es una cordillera de cuerda. Tal
como se acostumbraba hace unos años a llevar
prisioneros de un lado a otro, entonces había
centros de cordillera, lugar donde remudaban,
cambiaban las mulas los qué llegaban con la carga
o con la mercancía con la gente, y ahí se
encontraban con otras personas que iban hacia otro
rumbo. Ese es el origen de la palabra. Pero al
mismo tiempo, una cosa bastante rara en una
cordillera de montañas, hay una cordillera de
pueblos, al pie de las montañas. Los pueblos son
familias que están emparentadas unas con otras. La
región se me ha ocurrido situarla en un lugar que
antiguamente se llamó Pueblos de Martín Monje. No
sé quién es Martín Monje, pero es como si
dijéramos "en la provincia de Santa Fe la zona de
los Comechingones". (Originalmente yo querría
haberme apropiado de esa frase: "Al Norte de
nuestro país vive un pueblo que se llama
Comechingones", porque nosotros tenemos aquí al
Norte de México a los comechingones más grandes de
la tierra, del universo. Y para nosotros
comechingones es una palabra muy fuerte ¿no?).
Entonces, estos pueblos de Martín Monje formaban
una serie de poblados grandes, donde vivían
dispersas las familias.
Esta es la historia de
esa cordillera, de esa cuerda, desde el centro de
la cordillera, que es de donde parte la historia,
hacia
todos esos pueblos que
es donde está la vida de las gentes. Lo que une
todo es el centro de la cordillera. Es una espiral
de historias que se van uniendo, a partir de allí,
para cerrarse en las montañas. La historia se va
abriendo, abarca las poblaciones, y luego sube
hacia lo que ya es la zona montañosa. Pero lo que
allí sucede es muy difícil de explicar, porque la
historia se trae desde el año 1541, cuando la
rebelión de los últimos indígenas que quedaban
allí, hecha por los brujos, por los hechiceros.
Confabulada, organizada por ellos. Que se extendió
por toda la Nueva España, llegó hasta
Centroamérica. De ahí tomó un pequeño suceso. En
ese lugar mataron a Pedro de Alvarado, el brazo
derecho de Cortés. Se enteró de la rebelión, y
andando en esas andanzas lo mataron. Ahí empieza
la historia, pero no se habla de siglos o de
tiempos, no se señalan fechas. Parto de ese hecho
y sigo su imbricación con los demás, y llego a las
cosas que actualmente existen. En realidad es la
historia de una familia, que es el nexo central.
Utilizo la primera persona, en gran parte, pero
hay un narrador allí que no es el autor ni un
narrador descriptivo, sino una persona que está
muy ligada a esta familia, y que es la asesora
legal de todos ellos. Ahí está la cuestión de por
qué algunas personas llegaron a acumular muchas
tierras sin tener derechos legales, haciendo
desaparecer pueblos para correr a la población y
evitar así la dispersión de la tierra. El
personaje central es una mujer que está leyendo su
acta de defunción. Se llama Pinzón y es dueña de
una zona rural que se llama la Pinzona. Aquí sí me
meto con algunos acontecimientos verdaderos,
históricos, pero que no tienen relación con los
personajes. Hechos históricos de ciertas épocas
revueltos de tal forma que no se sabe si coinciden
con el siglo pasado o con un siglo tres veces
anterior. Y donde no recuerdo, pues, a ver qué le
colgamos a la historia. Jugar con hechos ciertos y
ficticios hasta saber si lo ficticio desvirtúa la
historia o al revés. Yo tengo el pálpito de que la
ficción va a ganar, por más real.
Hasta aquí, Juan
Rulfo. Después, otra vez el silencio, y ahí, en el
medio, la gran promesa de la novela que vendrá.
Cuando Rulfo se vaya, cuando entre en la lluvia
después de despedirse (la cabeza topando
agresivamente el aire, el mundo, los fantasmas que
vagan por Jalisco), alguien debiera gritarle,
hacerlo volver. A él —a usted, Rulfo— no va a
gustarle tanto título, tanta tipografía. Pero aún
faltaba una imagen: la de esa figura, perdida en
la lluvia. Porque cuando se levante la solapa del
abrigo, va a parecer que ese hombre ha vuelto a
enterrar su voz.□
Revista Confirmado
29.03.1979
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