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Una llave para el Reino
Georgi Ivánovitch Gurdjieff: Encuentros con hombres notables


Si se acepta como verosímil una de las bases del pensamiento esotérico, en el principio de los tiempos los hombres compartieron, junto con el dominio de los elementos naturales, el don de la sabiduría. Sucesivas civilizaciones fueron aniquiladas con posterioridad a esa Edad de Oro, dejando como residuos comunidades secretas encargadas de conservar el conocimiento; Piotr Ouspensky llama a esos residuos el "círculo interno" de la humanidad, y sus características iniciáticas parecen haber sido la única metodología disponible para salvarlos del envilecimiento. 
La idea es difícilmente digerible para la cultura del siglo XX, sostenida en gran parte sobre el mito de la evolución. Dos mil cuatrocientos años de dicotomía cultural, desde Sócrates para acá, parecen avalar ese escepticismo. Sin embargo, si esa dicotomía se sostuvo durante tan largo tiempo, no es porque haya funcionado como una relación dialéctica, sino por un curioso fenómeno de omisión; hace menos de un siglo que Europa comenzó a aceptar, a regañadientes, la existencia de una cultura en Oriente, y se necesitó que el antropólogo belga Claude Lévi-Strauss descubriese las leyes del pensamiento como función para que el equívoco acabara por disolverse.
Sólo los más audaces pensadores contemporáneos —los científicos, sobre todo, antes que los filósofos— comienzan a aceptar que el mal llamado pensamiento primitivo no es una etapa inferior en el desarrollo del pensamiento occidental, sino un lenguaje cuyas claves se escaparon hasta el presente a los investigadores, a causa casi siempre de las hipótesis previas, fieles al dogma de la evolución como la madre de todo razonamiento.
No es extraño que así sea: Pitágoras —acaso el último de los universales— murió en el exilio, el año 507 a.c., esforzándose por encontrar una lógica de la Creación a través de las matemáticas. Desconfiaba con seguridad de la palabra, un medio de comunicación que alcanzaría su apogeo en el siglo siguiente, cuando la filosofía y el teatro griego creasen a través de ella un modelo del universo capaz de controlar la realidad durante más de dos mil años. El siglo de Pericles es, en ése sentido, no sólo el punto de arranque de la madurez de Occidente: también es el origen de una hipertrofia que la semiología contemporánea contempla con asombro, según la cual el hombre, sometido a la naturaleza, se convierte en su igual, y acaba por negarla.
En el camino de ese proceso, no pocos disconformes se vieron seducidos por Oriente: huyendo del antropocentrismo, buscando el equilibrio, o una respuesta quizás utópica que contrarrestara la angustia. Obviamente, casi todos esos esfuerzos se vieron condenados al fracaso, porque la base de lanzamiento impedía otros resultados: no era el lenguaje lo que se necesitaba cambiar, sino la actitud del hombre ante ese lenguaje, las estructuras primarias de su pensamiento antes que las de su voluntad.
Sin embargo, no es arriesgado decir que, en las últimas décadas, la antropología, las ciencias sociales y la lingüistica han hecho más por revertir el equívoco y tornar cognoscible el orientalismo para los occidentales, que todos los siglos precedentes desde la muerte de Pitágoras.
Cuando se escriba la historia de esa epopeya del pensamiento, Georgi Ivánovitch Gurdjieff figurará sin duda entre los precursores. "El hombre más extraño de este siglo", lo llamó Louis Pauwels desde el título del libro que le dedicó en 1967 (en español: Hachette/1965). A pesar del criterio exitista que puede reprocharse a los enfoques del director de Planète (los discípulos
de Gurdjieff abominan de esa biografía, y afirman que el despechado Pauwels no consiguió ser aceptado por el maestro), el libro sirvió a la causa de Gurdjieff de manera innegable; hasta sus calumnias destilan la imagen de un hombre fuera de serie, capaz de modificar todo lo que tocaba.
Cuando llegó a París, en el verano de 1922, tenía 45 años, y lo rodeaba una treintena de discípulos, que compartieron con él la amplia finca del Príeuré de Avon, cerca de Fontainebleau. Allí instaló el maestro su Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre, donde fueron sus alumnos —en distintos períodos de tiempo— el arquitecto Franck Lloyd Wright, el compositor Thomas de Hartmann, Orage —uno de los críticos literarios más notables de Inglaterra, en las primeras décadas del siglo—, el cirujano Walkey, el físico Bennet —discípulo de Einstein—, la narradora norteamericana Katherine Mansfield, el poeta Rene Daumal, entre los más célebres. Cuando murió, el 29 de octubre de 1949, el Prieuré había dejado de pertenecerle, pero el sueño al que había dedicado su vida no parecía acabar con él; centenares de alumnos que habían alcanzado el grado de instructores en su método psico-físíco, se distribuyeron por casi todas las capitales del mundo para desparramar sus enseñanzas.
Durante sus últimos años, Gurdjieff (cuya prodigiosa habilidad artesanal le permitió desempeñar decenas de oficios a lo largo de su vida) se convirtió en escritor, con el propósito de testificar algunos aspectos de su experiencia. Sus obras completas, compuestas según un riguroso plan, se agruparon bajo el nombre 'Del Todo y de todo', divididas en tres grandes secciones: 'Relatos de Belcebú a su nieto', en los que recoge en forma narrativa todo el sistema parabólico y legendario de la sabiduría oriental; 'Encuentros con hombres notables', curioso libro que finge ser una autobiografía; 'La vida no es real sino cuando "Yo Soy" ', que resume su sistema, expuesto de tal manera que torna imprescindible la lectura de las obras anteriores para su correcta comprensión.
El hablar de Encuentros como una biografía fingida, no parece exagerado: fiel a la metodología esotérica, Gurdjieff ha hecho de él un libro que es varios libros a la vez, pero no continuados sino concéntricos —a la manera de los naipes del Tarot—, de modo que la legibilidad del material depende del ángulo de lectura.
Sin duda, Encuentros es, con mucho, el mejor material que pueda consultarse para acceder a los pormenores de su vida privada, para enterarse de ciertas precisiones biográficas que él escamoteó siempre, acaso deliberadamente, Puede saberse aquí que nació en Alexandrópol, en la provincia de Kars, el primer día del año 1877, poco después que el ejército del zar anexase la localidad a Rusia, dando fin a la soberanía turca. Se informa también de otras vaguedades: que tuvo varios hermanos (no dice cuántos), que se casó (no se dice con quién); que formó parte, aproximadamente durante veinte años, de un grupo denominado Los Buscadores de la Verdad, con el que realizó innumerables expediciones en Asia, África y Oceanía, cuyos verdaderos fines no se ven con claridad.
La falta de un orden cronológico en el relato, el estilo a veces ampuloso y a veces ingenuo, dificultan aún más las posibilidades de resumir el texto de una manera convencional. Pero se equivoca quien piensa, llevado de una primera impresión, que esas lagunas son otros tantos tributos que Gurdjieff debió pagar a su inexperiencia como escritor: una lectura más atenta permite ver que ese escamoteo obedece a una rigurosa estructura; que, como Gurdjieff bien sabía, la verdad es cristalina pero nunca evidente, y que el conocimiento que se obtiene sin esfuerzo se olvida con velocidad.
Así, la aparente aridez se transforma —en algún punto del libro; supuestamente en un punto distinto para cada lector— en una aventura tan apasionante como Las Mil y Una Noches; los personajes evocados son a la vez seres humanos y protagonistas de una parábola, y el libro un vasto poema que las contiene a todas. Dueño de un sentido del humor corrosivo y afable al mismo tiempo, Gurdjieff aparece aquí en las antípodas del charlatanerismo, los filtros mágicos y la parafernalia solemne y ridícula que suele acompañar con demasiada frecuencia al esoterismo. Obliga a replantear el problema: a preguntarse si esas disciplinas no guardarán en verdad un coherente sistema para formularse el universo, que Occidente intuye sin atreverse a confrontar (Hachette, 1967, 816 páginas) Primera Plana 30-01-1968

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