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Periodista, diplomático, propulsor de la bossa nova, Vinicius de Moraes es, sobre todo, a los 55 años —nació en Río de Janeiro en 1913—, uno de los mayores poetas del siglo en lengua portuguesa.
Poco —y siempre en forma parcial— de su creación fue traducido al español. Ediciones De La Flor —con cuya autorización se anticipan estos textos— ha decidido modificar ese vacío con la publicación de "Para vivir un gran amor", un libro colecticio que reúne la larga experiencia periodística del autor, una selección de sus apuntes, algunos poemas celebratorios.
La tarea difusora continuará —por el mismo sello— con la edición de la "Antología poética" que Vinicius compiló en 1961, para resumir su primer cuarto de siglo de intimidad con la poesía. A la espera de ese libro mayor, las páginas de "Para vivir un gran amor" permiten establecer un primer frente de contagio con una obra que no reconoce otro compromiso que su devoción por la humanidad.
PARA VIVIR UN GRAN AMOR
por Vinicius de Moraes
(Publicado en la Revista Primera Plana, agosto de 1968)


Poema de cumpleaños
Porque cumpliste años, Bien-Amada, y el ala del tiempo rozó tus negros cabellos, y porque tus grandes y tranquilos ojos miraron por un instante el Norte inescrutable...
Quisiera darte, además de los besos y las rosas, todo lo que nunca entregó un hombre a su Amada, yo que tan poco puedo ofrecerte. Quisiera darte, por ejemplo, el momento en que nací, señalado por la fatalidad de tu llegada. Verías en mí entonces, en la transparencia de mi pecho, la sombra de tu forma anterior a ti misma.
Quisiera darte también el mar en que nadé cuando niño, el tranquilo mar de aquella isla en que me perdía y sumergía y de donde traje la forma elemental de todo lo que existe en el espacio: estrellas muertas, meteoritos sumergidos, el plancton de las galaxias, la placenta del Infinito.
Y más aún, quisiera darte mis enloquecidas carreras sin ton ni son, por cierto que en premonitoria búsqueda de tus brazos, y la voluntad de escalar hacia lo alto y trasponer todo lo prohibido, y los elásticos saltos danzarines para alcanzar hojas, aves, estrellas, y a ti, luminosa Lucina que derramabas claridad en mi infancia.
Ah, si pudiese darte mi primer miedo y mi primer coraje; mi primer miedo a las tinieblas y mi primer coraje al enfrentarlas, y el primer escalofrío sentido al ser tocado ligeramente por la invisible mano de la Muerte.
Y qué no daría yo para ofrecerte el instante en que, yacente y solo en el mundo, en tanto entonaba sus oraciones el canto litúrgico de la noche, vi emerger tu forma de mi flanco y esforzarse, inmensa ondina jadeante, para desprenderse de mí; y yo te parí gritando en medio de temporales desencadenados, roto e inmundo del polvo de la tierra.
Me gustaría darte, Enamorada, aquella madrugada en que, por primera vez, las blancas moléculas del papel se dilataron delante de mí ante el misterio de la poesía incorporada súbitamente; y ofrecértela con todo lo que en ella había de silencioso e inefable: el pasmo de las estrellas, el mudo asombro de las casas, el místico murmullo de los árboles tocándose bajo la Luna.
Y también el momento anterior a tu llegada cuando, esperándote, te recordé adolescente en aquella misma ciudad en que te reencontraría años después; y la certidumbre que tuve, al mirarte, de la insigne fatalidad de nuestro encuentro, y de que yo estaba, de un solo golpe, perdido y a salvo.
Sobre todo quisiera darte, mi Amada, el instante de mi muerte; y que él fuese también el instante de tu muerte, de modo que ambos, separados por tanto tiempo en vida, viviésemos en nuestra muerte una sola eternidad; y que nuestros cuerpos fuesen embalsamados y sepultados juntos y sobre la tierra; y todos aquellos que todavía se amarán puedan ir a mirarnos en nuestro último lecho; y que sobre nuestra lápida común yaciera la estatua de un hombre pariendo a una mujer de su flanco; y que en ella hubiese apenas, como epitafio, estos versos finales de una canción que te dediqué:
"...-duerme, que así
dormirás un día
en mi poesía
con un sueño sin fin..."


El Día de mi Padre
Hoy hace nueve años que Clodoaldo Pereira da Silva Moraes, hombre pobre pero de ilustre estirpe, se "desincompatibilizó" con este mundo. Tuvo él, entre otras prebendas encontradas en su modesto aunque lírico camino, la de ser mi padre. Y como en sus tiempos no había todavía esa ingeniosa promoción de prensa (para usar un anglicismo tan en boga) llamada "El Día del Padre" (con la calurosa bendición, dicho sea de paso, de los comerciantes locales), quiero, en la ocasión, traer a esta crónica el humilde presente que nunca le ofrecí cuando niño; no sólo porque, entonces, la fecha no existía, sino porque el escaso numerario que yo conseguía en las épocas de pantalones cortos, era hurtado a sus faltriqueras; hurtos cuidadosamente planeados y ejecutados muy temprano antes de que se levantase para el trabajo, y que nunca iban más allá de una moneda de esas grandes de 400 réis. Yo extraía un placer extraordinario de esas incursiones a su cuarto caliente de sueño, y operaba en sus bolsillos con el ojo pegado a él, oyéndole el dulce ronquido que para mí era el summum. Quien nunca tuvo un padre que ronca no sabe lo que es tener padre.
Si Clodoaldo Pereira da Silva Moraes y yo cambiamos diez palabras durante su vida, es mucho. Buen día, cómo te va, hasta la vuelta, y a veces ni siquiera eso. Hay personas con quienes las palabras son innecesarias. Nosotros nos entendíamos y amábamos en silencio, mi padre y yo. Quizá por el hecho de emocionarme tanto su figura siempre evité pisar con él el terreno de las cosas emocionales, puesto que estoy seguro de que, si hubiéramos comenzado a hablar, habríamos caído ambos en el llanto, tan grandes eran en nosotros los motivos para llorar: todo lo que podía haber sido y que no fue; todo lo que nos hubiera gustado dar el uno al otro, y a los que nos eran más queridos, y no podíamos; el orgullo da un padre poeta inédito por su hijo publicado y premiado, y el deseo en ese hijo de que fuese lo contrario..., tantas cosas que hacían que nuestros ojos no se demorasen demasiado cuando se encontraban, volviendo difíciles nuestras palabras. Porque las ganas verdaderas eran las de abrazarme con él, sentir su barba en la mía, acariciarle los ralos cabellos y llorar juntos nuestra inepcia para construir un mundo palpable.
De entre mis amigos que conocieron a mi padre quizás Augusto Federico Schmidt y Octavio de Faria sean los que mejor puedan atestiguar su paciencia para con la vida y la enorme bondad de su corazón. Y su generosidad. Nunca hijo alguno hubiera tenido más de haber sido él un hombre de fortuna. Siempre recuerdo las Navidades pasadas en la casita de la Isla del Gobernador y la maratón que hacíamos, mis hermanos y yo, cuando el pequeño tranvía que lo traía del Galeac, donde atracaban las barcas, rechinaba en la curva y se aproximaba, bamboleante y lleno de luces, a la parada junto al gran almendro de la playa de Cocotá. Eran racimos de regalos, a veces regalos de padre rico, como el juego de piezas para armar, ciertamente de procedencia americana, que me regaló y con el que construí, durante varios años seguidos, puentes, molinos, edificios, grúas y todo lo demás. Y los fabulosos Almanaques do Tico-Tico, leídos y releídos, y de los cuales, una vez arrancada la materia, recortábamos las figuras queridas de Gibi, Chiquinho, Lili y Zé Macaco.
Como poeta, mi padre fue un pos-parnasiano con un pie en el simbolismo. Es tradición familiar que Bilac, su amigo, lo instó a publicar sus versos, que las manos filiales de mi hermana Leticia habían de copiar y reunir amorosamente después, en un gran cuaderno de tapas negras. Hay un soneto suyo que me celebra todavía en el vientre materno. Yo también escribí en su memoria una elegía en medio de las lágrimas, en la oscuridad de mi escritorio en Los Ángeles, cuando, el día 30 de julio de 1950, la voz materna a través de siniestras espirales metálicas me anunció por el teléfono intercontinental, a las 3 de la madrugada, su muerte.


El amor por entre el verde
Muy a menudo, por la tarde, llegándome a la ventana, veo a una parejita de jovencitos que vienen a hacerse cariños sobre el pequeño puente de balaustrada blanca que hay en el parque. Ella es una niña de unos 13 años, el cuerpo elástico metido en unos blue jeans y en un suéter holgado, los cabellos tirados hacia atrás por una cola de caballo que siempre está balanceándose hacia todos lados; él es un muchacho de, a lo sumo, 16 años, larguirucho, con mechones de pelo que le caen sobre la frente y un aire de haber descubierto la fórmula de la vida. Una cosa puedo asegurarles: ambos son hermosos y permanecen montados, uno frente al otro, en el pasamanos de la columnata, rozándose las rodillas, los rostros buscándose en todo momento para pequeños secretos, pequeñas caricias, pequeños besos. Son, en su extrema juventud, la cosa más antigua que hay en el parque, incluyendo viejos árboles que por allí extienden su verde sombra; y las monerías y bromas que se hacen proporcionarían material para escribir un tratado sobre la arqueología del amor, pues tienen semejante ancestralidad que nunca ha de saberse a cuántos milenios remontan.
Yo los observo sólo durante un minuto, para no perturbarles los juegos de manos y la misteriosa mímica con que se entretienen, pues sospecho que saben todo lo que ocurre a su alrededor. A veces, para descansar de la posición, ensamblan sus cuellos y reposan los rostros uno sobre el hombro del otro, como dos caballitos cariñosos, y yo veo entonces los ojos de la niña recorrer vagamente las cosas en torno, con aceptación de los hombres, de las cosas y de la naturaleza, mientras los del muchacho se mantienen fijos, como escrutando designios. Después vuelven a la posición inicial y se miran a los ojos y ella aparta con la mano los cabellos de la frente del enamorado para verlo mejor, y se siente que se aman y dan suspiros que parten el corazón. De pronto el jovencito, con cualquier excusa, comienza a torcerle la muñeca hasta que ella diga lo que él quiere oír, y ella lo agarra por los cabellos, y todo termina, cuando nadie pasa, en un beso largo y meticuloso.
¿Qué será —me pregunto yo en vano— de esas dos criaturas que tan temprano comienzan a practicar los ritos del amor? ¿Continuarán amándose, o súbitamente, en su joven incontinencia, procurarán el contacto de otras bocas, de otras manos, de otros hombros? ¿Quién sabe si mañana, cuando yo llegue a la ventana, veré a un jovencito moreno en lugar del rubio o a una muchachita con la cabellera suelta en lugar de ésa con los cabellos recogidos?
Y si continuaran amándose —me pregunto nuevamente en vano—, ¿se casarán algún día y serán felices? Cuando satisfecha su joven sexualidad se miren a los ojos, correrán el uno hacia el otro y se darán un gran abrazo de ternura? ¿O desviarán la mirada, para pensar cada uno hacia sus adentros que él no era exactamente aquello que ella pensaba y que ella era menos bonita o inteligente de lo que él había imaginado?
Supone tal milagro encontrar, en este infinito laberinto de desengaños amorosos, al ser verdaderamente amado. Olvido a la parejita en el parque para perderme por un momento en la observación triste, pero fría, de este extraño baile de desencuentros en que frecuentemente aquella que debía ser de aquél acaba por bailar con otro porque el que era esperado nunca llega; y éste, mientras tanto, pasó ante ella sin que ésta lo supiese, sus manos se rozaron sin querer, ambos se miraron a los ojos por un instante y no se reconocieron.
Entonces es cuando olvido todo y me dirijo a contemplar los ojos de mi Bien-Amada como si nunca la hubiese visto. ¡Es ella, Dios del cielo, es ella! No sé cómo la encontré. No vi cómo llegó hasta aquí. Pero es ella, sé que es ella porque hay un reguero de luz cuando pasa; y cuando me abre los brazos yo me crucifico en ellos bañado en lágrimas de ternura; y sé que mataría fríamente a quienquiera le causase daño; y me gustaría que muriésemos juntos y fuésemos enterrados dándonos las manos, y que nuestros ojos, incapaces de descomponerse, quedasen abiertos para siempre, mirando mucho más allá de las estrellas.


Pedro, mi hijo. . .
Como nunca luché para dejarte nada más allá del mañana indispensable: una quinta de tierra verde donde corra, quién sabe, un arroyo pensativo; y en esa tierra, un techo simple en el que puedas ocultar la terrible herencia que te dejó tu padre, la insensatez de un corazón constantemente apasionado.
Y porque te hice con mi semen hombre entre los hombres, y te quisiera para siempre esclavo del deber de celar por esa alquería, no porque sea mía, sino porque fue plantada con los frutos de mi más dolorosa poesía.
De la misma forma en que yo, muchas noches, me agaché sobre tu cuna y vertí sobre tu cuerpecito adormecido mis más indefensas lágrimas de amor, y pedí a todas las divinidades que clavasen en mi carne las banderillas hechas para la tuya.
Y porque vivimos tanto tiempo juntos y tanto tiempo separados, y lo que la convivencia creó nunca la ausencia podrá destruir.
Así como creo en ti porque naciste del amor y creciste en la esencia de mí como un árbol dentro de otro, y te alimentaste de mis vísceras, y al hacerte hombre rompiste mi corteza y estiraste los brazos hacia un futuro en el que creí por encima de todo.
Y siendo que reconozco en tus pies los pies del niño que fui un día, frente al mar; y en la aspereza de tus plantas, las grandes piedras que escalé y les altos troncos que subí; y en tus palmas, las quemaduras del Infinito que busqué tocar como un loco.
Porque tu barba viene de mi barba, y tu sexo de mi sexo, y hay en ti la simiente de la muerte creada por mi vida.
Y mi vida, más que ser un templo, es una caverna interminable en cuyo último escondrijo se oculta un tesoro que me fue legado por mi padre, pero que nunca encontré y cuyo descubrimiento ahora te pido.
Como las amplias avenidas de la juventud se transformaron en estas estrechas veredas de la madurez, y el Sol que se pone detrás de mí alarga mi sombra como una saeta en dirección al tenebroso Norte.
Y la Muerte me espera oculta en algún sitio, y no quiero tener miedo de dirigirme a un inesperado encuentro.
Por lo mismo que lloré tantas lágrimas para que no precisaras llorar, sin saber que creaba un mar de llanto en cuyos remolinos también habrías de perderte.
Y amordacé mi boca para que no gritases y cegué mis ojos para que no vieses; y cuanto más amordazado, más gritabas; y cuanto más ciego, más veías.
Porque la poesía fue para mí una mujer cruel en cuyos brazos me dejé estar sin remisión, sin siquiera pedir perdón a todas las mujeres que por ella abandoné.
Y así como sé que toda mi vida fue una lucha para que nadie tuviese que luchar más:
Así es el canto que te quiero cantar, Pedro, mi hijo... 
Copyright Ed. De La Flor, 1968.

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Vinicius según Sábat

 

 

 

 
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