Fragmentario
AL TACTO
Por Francisco Urondo

Este santafecino de 37 años lleva casi veinte asediando todos los géneros de la creación literaria. Autor de guiones de cine (Pajarito Gómez, Noche terrible), de obras de teatro (Sainete con variaciones, puesta en escena por Luis Macchi en 1966; Veraneando, no representada), de relatos (Todo eso, Jorge Alvarez, 1966), es, dentro de la poesía, sin embargo, donde alcanzó cimas más sólidas. Desde sus libros iniciales (Breves, y Lugares) hasta 'Del otro lado', no editado aún en la Argentina, pasando por Nombres (1964), uno de los mayores libros de poemas de su generación, Urondo ha elaborado una voz reconocible y fiel a sí misma, que tiene pocos paralelos en la Argentina. Estos textos pertenecen a su segundo libro de relatos, que publicará Sudamericana la próxima semana.
revista Primera Plana
diciembre 1967

MALESTAR
No veo la hora de estar en un aeropuerto lustroso, como una cama, y de allí saltar a un avión y volver a Buenos Aires lo más rápido posible. Volver a casa, "vivir con mamá otra vez"; Dios mío: qué mal puede llegar a sentirse uno, qué momento para tener un cólico, qué inoportunidad: Río debió esperar, sin duda, mucho más de mí; al menos que tuviera más receptividad y no a la inversa.
Sobrevivo hace horas. Primero en casa de Guilherme, con ese ex diplomático empeñado en hablar conmigo a pesar de su hemiplejia; después esa actriz con la que hubo tácito y súbito entendimiento y con la que, sin embargo, hasta ahora no pasó nada porque mi mujer olió todo y esto complica las cosas.
Creo que empezó con el suco de laranja; o quién sabe si no fue después, con el abacaxi de la playa, o con el mar, que estaba más frío que la madonna. Lo que pasa es que uno viene por muy pocos días y quiere aprovechar, porque después no queda otro recurso que el río de la Plata, sucio y plagado de toscas; uno se rompe allí los pies, el alma. Uno puede llegar a morir, especialmente si lo agarra una buena sudestada en pleno remojón; una de esas que hacen crecer el río a razón de centímetros por minuto, y no da tiempo a salir y termina azotando a la gente contra las murallas de la costanera. Es casi seguro que he tomado frío en las frías aguas del mar.
Mi psiquiatra suele decirme: "Claro, quiere todo el mar para usted solo. La fantasía debe ser tomárselo, siguiendo con una vieja costumbre suya". Sí, ya sé, tienen ustedes razón, la avidez me pierde, pero prometo no volver a tomar nunca más una procelosa copita de mar turbulento y frappé. En realidad me debe haber liquidado el cambio de régimen alimenticio: los sucos, el frango. ¿Dónde habrá ido —me pregunto— a parar nuestra fluida carne de vaca, la mejor del mundo, o mais grande?
Y esos negros —para colmo— en pleno coloquio sentimental con el mismo mandinga, fumando marihuana, o maconha, como le dicen aquí. Esos negros dándose cuerda para estar a la altura de las circunstancias, es decir, de esa liturgia endemoniada, metiéndose en el mar, y bailar, y orar, y cantar, y sudar en el yemanyá, iluminando el mar con sus pobres velas de sebo, con ese frío espantoso que trae la noche. Alfonsina Storni debió internarse así en el mar, y no con la intención de adorar a la virgen negra de los esclavos, sino a su alma pura: "tú me quieres blanca".
Solo Dios y yo conocemos la cara que puso el camarero del hotel cuando lo llamé, a las cuatro de la mañana, y le dije: "Faz favor, pódeme procurar um pouco de maconha, ¿me entendió?" "Si senhor, eu entendí, más nao tenho; vocé pode encontrar no 'Cagaceiro' la, um barzinho que fica perto d'aqui" Pero en el barzihno nada; ni siquiera ese pibe que merecía ser argentino por la pintita, pero que cantaba en portugués y no hablaba una sola palabra de castellano. Tampoco tenía idea de dónde se podía conseguir, y se reía: ja, ja, qué gracioso. Un poco de maconha, cretino, para digerir el frango y el frío, y el suco y la inmensa virginidad del mar.
Habrá sido la falta de maconha. O el whisky aguado de Guilherme con tanta gente en su casa. Río es La Corte, y Guilherme el duque de Urbino. Además, Río de Janeiro es "la ciudad de los grandes contrastes". Santo Dios, será posible que todo el mundo siempre diga lo mismo y, además, se crea original, agudo y sobre todo en paz con su conciencia. Pero arriba de los grandes edificios siguen los morros miserables. Sí, "los contrastes": la miseria codeándose con la opulencia, como yo me puedo codear con su hermana. Y no es una guarangada lo que digo: bien puedo ser amigo de su hermana; el marido. Viajar con ella a Río de Janeiro —"capital de México"— y descubrir la miseria engarzada en el dinero, codeándose con él, como yo puedo codearme con mi mujer, es decir, con su hermana. A lo mejor empecé a sentirme mal de tanto parar la oreja: se hablaba por lo menos en cuatro idiomas en casa de Guilherme; no daba abasto porque no domino particularmente ninguno, solamente una palabrita aquí y otra más allá. Además, hablan tan rápido estos malditos cariocas; meten miedo. Un aeropuerto; sólo un aeropuerto, pido, y partir.
Un aeropuerto para morir bailando. Aunque sea este aeropuerto; aquí detuvieron a Perón, aunque "el hombre" no tiene nada que ver con mi actual estado de salud. Sin embargo, hay cosas que matan; por ejemplo: ambiciones, países. A Sebastián, sin ir más lejos, no lo mató otra cosa que no fuera Lima, "la horrible". Podía irme de aquí a Manaos, en vuelo directo o haciendo escala en Brasilia, y de allí a Iquitos, y de allí, pasando por la desaparecida Santiago de Chuco, a Trujillo y bajar hasta Lima, y en el jirón de la Unión abrazarme con mi querido Sebastián y decirle: "bailemos unas marineras hermano, que estoy a punto de ponerme a llorar como un Inca". No sé cómo decirlo: me siento mal. Estoy seguro de que prácticamente nadie se ha muerto de un cólico, pero, de todas formas, me siento mal. Debo haber tomado frío, pero no en el mar, sino en el morro, "lembrando sempre na favela". Se había levantado viento y yo estaba muy sudado de tanto bailar en la scola do samba. Qué me habrá dado por bailar; hasta Carmen me miró asombrada. Carmen que no se asusta ni de ella misma. Hoy no la he visto a mi amiga; debe estar retozando con su amigo. A lo mejor la han metido presa, porque Carmencita es de las que no tienen pelos en la máquina de escribir.
Volvía de Lima en un avión lleno de monjas, y una de ellas se desmayaba y se le caía la máscara de oxígeno, y yo dudé entre dejarla morir o acomodarle ese aparato en la trompa: esa monja denunciaría a mi amiga Carmencita, porque las monjas tienen un olor espantoso, el olor de la muerte que se avecina. Habiéndome sentido an bien en Antofagasta con el vino Undurraga y los locos —por citar a un marisco— y con Andrés, el poeta, ¿cómo puede ser que ahora me sienta tan mal?. Estoy en tierra firme, no caigo en los pozos de aire, no me azotan los vientos de la cordillera ¿me verá don José de San Martín desde allá abajo? Lo saludo desde una altura que nunca ha podido virtualmente sobrevolar. Quisiera estar en cualquier parte, menos aquí, en este restaurante, sobre la avenida Atlántida, sobre el océano que lleva su nombre.
Mi mujer está sentada enfrente, del otro lado de la mesa o del mostrador, si así lo prefieren. Se la ve notoriamente preocupada por la vecindad de la actriz y por el mal semblante que debo tener. La odio; siempre preferí denostarla a interesarme, a tratar de averiguar cómo era. Estoy harto de engañarla en sus propias narices, delante de su mismo trasero y ahora, con todo esto del cólico, creo que empiezo a necesitarla un poco: piedad y un aeropuerto. La actriz me mira: es rica, cachonda, pero las actrices son para mirar de lejos, desde un escenario y sólo representando: "¿Me gustaría saber qué mira?; camine, camine al gineceo, que los cólicos me ponen más misógino que un gallego". Dios mío, qué mal estoy, y además esta mujer incomprensible que-me-ha-manda-do-el-Señor, y que me patea porque piensa que miro codiciosamente a la actriz. ¿Qué pretende, que además de sentirme como me siento, no mire; que agache la cabeza; que rece, que pida perdón?; Un aeropuerto.
Guilherme, en este preciso momento, recuerda que Vinicius —inventor, como es muy sabido, de la bossa nova— no tiene casi voz y que canta, por esta razón, muy suavecito; sostiene que es éste el motivo por el cual todos cantan en un tono muy bajito, como si susurraran. Es una maldad simpática; tiene bossa. Y Guilherme ama a Vinicius; los brasileños se aman entre sí y yo me siento incomprendido, con todo mi odio encima. La vida entera he tenido este cólico, este odio. Empezó hace más de veinte años, antes del general Ramírez, cuando comenzaba la guerra y Holanda era invadida por los botes neumáticos: antes, cuando el Ejército del Ebro, si mal no me acuerdo. Todo empezó entonces y viene a terminar ahora, en Copacabana. Empezó en el Largo de Boticario, en la casa de ese pintor que quería levantarse a mi mujer: ma sí, que se la levanten de una buena vez y que me dejen tranquilo con toda esa agua que le echan al whisky estos cariocas.
Malditos sean cuando dicen "lotacao" y pronuncian las tres últimas sílabas cerno si estuvieran bailando estos cretinos, como si fueran las ancas de sus putas mujeres que miraba cuando dejé a la mía en la avenida Copacabana y me interné por Rio Branco, y pasó ese bonde que iba a Madureira. Lloró mi corazón souzinho, llora por la nostalgia, por las vírgenes y las magdalenas. Y mi mujer comprándose una bikini francesa de color colorado, mientras yo seguía a todas las mujeres de Rio, pero y ahora, "José a festa acabou, a luz apagou, o povo sumiu, a noite esfriou, e agora José?, ¿e agora, vocé? Está sem mulher, está sem discurso, está sem carinho, ja nao pode beber, ja nao pode fumar, cuspir ja nao pode, a noite esfriou, o dia nâo veio, o bonde nâo veio, o riso nâo veio, nâo veio utopia, e tudu acabou, e tudu fugiu, e tudu mufou. José, ¿e agora? Se vocé gritasse, se vocé gemesse, se vocé tocasse a valsa vienense, se vocé dormisse, se vocé cantasse, se vocé morrese... Mas vocé nâo morre, vocé é duro, José!"
Había feijoada por allí, que la gente comía de pie en un mostrador. O ese pescado a la bahiana pasando la Barra de Tijuca, más allá del morro de Rozinha; las negras vestidas de broderí blanco, sobre la arena blanca, sobre la virgen negra de yemanyá, rezaban bajo el pleno sol del mediodía. Había un café cerca del puerto; prostitutas muy pretas y batindinhos de cashasa, mientras mi mujer compraba su bikini y yo subía a la favela por esas callecitas, y Getulio no estaba más, y Jango tampoco. Sólo quedaban "los mineros de Lota saliendo de su cueva". Me acordé de Lawrence Ferlinghetti merodeando por Chile y diciendo eso de los mineros que, como simios, merodean Botafogo, y de Lacerda, echando a los tinhosos de ese morro al que confieren tan mala vista. Un aeropuerto, por el amor de Dios, que de un momento a otro me encuentro con mi mujer y me dice "hola, ¿a qué no adivinas lo que me compré?"
La pobrecita queriendo decir algo: "no podemos decirnos nada, amor mío; dame la mano, es demasiado para los tiempo que corren; la mano, la patita".
Me sigue pateando por debajo de la mesa. Como para levantarme a una actriz estoy yo; la procesión va por dentro querida: los feligreses me pisotean las tripas, es decir, el alma de los desdichados. Sangre mía de hermanos que nunca fuera derramada a su debido tiempo; un baño de sangre. Un aeropuerto para lavar los pisotones de la procesión que transcurre en mi templo interior, en mi alma, es decir, en mis tripas, en este enmerdado espíritu. No quiero un avión para irme a cualquier otro lado, quiero un aeropuerto para salir volando, y tomar aire, y respirar.
Ya no se puede respirar, a pesar de todo el océano; no sé cómo tomar aire. Hay que apurarse, porque estoy a punto de irme a la marchanta, por no decir otra cosa: una grosería, de esas que en nada benefician al mundo.
ADIÓS
—Sí, mamá... —Yo le decía mamá, aunque en realidad no lo era. La llamaba así para que no hubiese dudas. En realidad quería decirle: "te quiero mucho"; por eso le decía mamá.
—...están muy bien, te mandan besos; en el próximo viaje te los voy a traer. —Me refería a mis hijos; ahora vivían en Santa Fe con su madre, y yo no vivía más con ellos. Mamá sospechaba algo de toda esta situación matrimonial, pero nunca comentamos nada; no me pareció oportuno.
Por otra parte, era difícil, porque mamá nunca hacía preguntas. Prefería que uno le contara espontáneamente; si tenía ganas, o si podía. Así me encontré muchas veces hablando de alguna cosa que ni sospechaba iba a terminar conversando con ella; porque ella conversaba, no daba consejos. Después venía un alivio: los problemas se achicaban, la vida era linda. Estar a su lado, hablar; sin embargo, esta vez no había querido decirle nada, traerle más problemas, con todo lo que estaba viviendo.
Ahora niega algo con un movimiento de su cabeza: 
—¿No, qué? 
—No los voy a ver... 
La miro, finjo, digo que no la estoy engañando, que en el próximo viaje voy a venir con los chicos; pongo, incluso, ojos de desconcierto cuando no tengo más remedio que reconocer que se está refiriendo a otra cosa, no al posible incumplimiento de mi promesa.
—.. .a vos tampoco. 
Sin dejarla terminar, despliego un elenco convulso de explicaciones inútiles. Por ejemplo, que la otra vez, cuando la operaron, después de darle sangre, también había comentado que no valía la pena o algo por el estilo. Que hacía más de dos años de todo esto: "mira si no valía la. pena". 
—Ya ves: no valía la pena. 
—¿Cómo que no?
No insistió aunque era evidente que estaba convencida de sus razones; se limitó a negar con un pesado movimiento de su cabeza. Estaba tapada hasta las orejas, apoyada precisamente sobre el costado donde estuvo el pecho que había desaparecido en aquella operación. Tenía en la piel ese color que trae la enfermedad, el olor a remedios que trae la enfermedad.
Mamá, cuando estaba sana, siempre hacía scones, y nunca vi que ofendiera a nadie. Tampoco era cargosa con sus caricias, no molestaba, daba lo que estaba haciendo falta y en el momento preciso. Cuando hacía scones, la tarde era una fiesta: la masa cruda todavía, la copa con que la cortaba antes de ponerla al horno. ¿Cómo era posible que desaparecieran con ella esos scones? 
—Vale la pena: dentro de un par de semanas te vas a sentir mejor y te vas a poder levantar.
Ya ni siquiera negó con aquel movimiento de su cabeza. Me miró fijo, y nada más. Después sonrió un poquito y, penosamente, extendió el brazo dolorido, sin duda, y tomó mi mano, como hacía antes para que me durmiera, como haría siempre a partir de ese momento, sin soltarme nunca, sin decir nada, como sonriendo. Una lágrima resbaló por la filosa ladera de su nariz, y yo sentí que se clausuraba mi garganta. 
—¿No tenés que irte ya? 
—Todavía es temprano. 
—¿A qué hora sale tu tren? 
—Falta mucho.
—No se te vaya a hacer muy tarde... 
—...Tengo tiempo todavía. 
—Si querés, anda; no te demores conmigo. 
—Con un taxi estoy enseguida. 
Retiro estaba muy cerca, y no perdí el tren. Dos días después, tomaba certeza con algunos amigos, en Santa Fe. Conversábamos, y ya ni me acuerdo de cuál era el tema en ese momento; tal vez nada importante, pero en eso andábamos, dejando pasar el tiempo, cuando vino alguien a decirme que habían hablado por teléfono desde Buenos Aires, para avisar que la tía se había muerto. Era más que la tía, era ni madre, como ya dije.

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