Los queridos fantasmas

Marcel Proust sostuvo alguna vez: "Quizá no hay días en la infancia tan plenamente vividos como los que hemos creído dejar sin vivirlos, como los que hemos pasado con un libro preferido". Jorge Luis Borges, por su parte, ha confesado que nunca pudo despojarse del todo de las tardes trascurridas en una biblioteca de Palermo rodeado de libros ingleses, entre los que siempre se aparecía el pirata tuerto de Stevenson. Pero hay un nivel de recuerdos más lejanos, más ocultos tal vez, que el hombre no puede olvidar a lo largo de su biografía. En ese territorio vivieron, continúan viviendo, los enanos de Blanca Nieves, el feroz lobo de Caperucita, el ajado vestuario de la Cenicienta, el temible ejemplo del Pastor Mentiroso. A pesar de la opinión de las jóvenes psicólogas, esos cuentos terroríficos, crueles, culpables de muchas noches de insomnio, se convierten en una compañía permanente, un objeto gastado que se guarda en el desván de los recuerdos pueriles.
Una forma de intentar saludarlos por última vez consiste en recontarlos, deformarlos, cargándolos con nuevas experiencias, con la ironía de un adulto intelectualizado y burlón. La flamante editorial Tiempo Contemporáneo encargó a siete escritores argentinos (Beatriz Guido, Manuel Mujica Láinez, Pedro Orgambide, Dalmiro Sáenz, David Viñas, Fernando Di Giovanni y Germán Leopoldo García) que recontaran algunos de aquellos viejos relatos. Los párrafos que siguen corresponden a la recreación realizada por Mujica Láinez de la historia de La bella durmiente del bosque, imaginada por Charles Perrault a fines del siglo XVII.

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Cuando nació Bella-Bella, hubo en la estancia "La Luna" festejos notables. Era el primer vástago (fue el único) de los dueños de aquel establecimiento próspero, y su Papá y Mamá invitaron al bautismo a cuanta gente conocían. Resulta extraño que olvidaran, en la lista de huéspedes, a Mrs. Witch. Su olvido derivó, tal vez, de la circunstancia de que la tenían demasiado cerca para recordarla. Mrs. Witch había sido gobernanta y profesora de inglés de Mamá Bella y formaba, en cierto modo, parte de la familia. Hacía años ya que se había retirado de la actividad profesional a la cual adeudaba un prestigio desagradable y que, muy vieja, residía en un sector semiabandonado del caserón. Con todo, como decimos, fue extraño que la olvidaran en la distribución de las invitaciones, o quizás pensaron que su condición de cuasi miembro de la familia no la requería.
Lo cierto es que la quisquillosa Mrs. Witch se ofendió con británica hondura y pretendió aguar la fiesta, presentándose, en medio de los asados, las empanadas y el bailongo, con el desteñido batón cotidiano y las zapatillas de conejo sucio, a anunciar significativas catástrofes. El Papá y la Mamá estaban demasiado ocupados en atender a los visitantes, que subían y bajaban de las volantas y sulkies, reclamando inmediatamente las pantallas,, la horchata y el vino carlón, para comprender qué representaban con exactitud los airados gestos y las palabras confusas de la anciana extranjera. Además, ambos habían bebido con exceso, en su afán de corresponder a cada uno de los brindis que reiteraban la buena suerte de Bella-Bella. Pero una hermana de Mamá Bella, que debía su lucidez al rigor de su hígado, le confió a la señora el pronóstico formulado por la áspera institutriz, o sea que a la edad de quince años Bella-Bella se dormiría, y que no volvería a abrir los ojos hasta que (improbablemente) un hombre se dedicase a convencerla, con suficiente eficacia, de las ventajas de seguir mirando lo mucho y bello-bello que hay que ver en el mundo. Como es natural, ni el Papá ni la Mamá atribuyeron mayor trascendencia al episodio, y su condición de ebrios en cierne los hizo inferir que Mrs. Witch lo estaba en plenitud, cosa que su atuendo refirmaba.
Trascurrió el tiempo y nadie recordó el amargo vaticinio, hijo del resentimiento. Mrs. Witch tornó a enclaustrarse en su lejanía de la casa inmensa y apenas salió del enconado encierro, pues hasta la comida vegetariana le llevaban al refugio. Solo Bella-Bella, cuando alcanzó la edad de juicio, comenzó a visitarla, tres veces por semana, para atender a sus lecciones de inglés. Por los balbuceos de la niña, enteráronse sus padres de que Mrs. Witch consagraba gran parte del día a tejer y que, mientras sus agujas bailoteaban, furiosas, sobre la interminable labor, no cesaba de repetir una palabra que, al atravesar sus afilados dientes, se convertía en un silbido de víbora colérica: —Los prejuicios... los prejuicios... los prejuicios...

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Mientras agitaba las dos agujas feroces, la gobernanta no paraba de hablar Hablaba de hombres. Le hablaba a la pequeña Bella-Bella, en español y en inglés, didácticamente, de los hombres, y le aseguraba que no existen peores enemigos de la mujer, dentro del vasto concierto de bestias que pueblan el globo, ya que los hombres enseñan cosas feas; los hombres violan; los hombres obligan a tener hijos (que deforman y hacen sufrir); los hombres, en fin, constituyen una calamidad rampante, reptante, acostante, besante, abrazante, pellizcante, atravesante y demás.
Una prédica tan empeñosa no dejó de impresionar el ánimo sensible de Bella-Bella. El tapiz fabuloso, que la vieja institutriz, dada a las alegorías, llamaba "Los Prejuicios", continuaba entre tanto su marcha conquistadora. Ya era dueño de la casa, del jardín, del pozo, del parque vecino; ya se metía en los potreros y trepaba a los molinos y los árboles; ya enlazaba los muebles del comedor, las camas de los moradores, los libros de la biblioteca; ya apagaba las luces, cegaba el horno y tapaba los baños. Y ninguno de los que vivían en "La Luna" era capaz de la más mínima reacción frente al empuje envolvente de "Los Prejuicios".
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Treinta años trascurrieron de esa manera. "La Luna" se esfumó bajo un monte de lana, similar a una ensortijada peluca gigantesca, o a un colosal erizo de juguete, o a una bola de fantásticos pelos, o a cualquier otra imagen más feliz que se le ocurra al lector. La niña Bella-Bella contaba (sin contarlos) cuarenta y cinco años quietos. Había engordado, había madurado, y dormía, plácida, tan huera de arrugas como de emociones, en su desbordada camita virginal. Todos habían envejecido todos habían hecho ceder las costuras de sus trajes por obra de sus exigentes obesidades tranquilas. Todos dormían; de pie los unos, los otros tumbados o mantenidos por la tela hirsuta cuya prosecución no abandonaba Mrs. Witch, solitaria y centenaria vigía, único ser despierto, nutrido por su odio al sexo másculo, en una estancia hipnótica donde los ratones, los colibríes, el buen perro, el buen gato y los escarabajos arteros y los murciélagos lámparas, dormían también.
A seis leguas de los que vivían en "La Luna" vivía un joven peón, un muchacho todavía adolescente. Era tan hermoso que sus padres lo hacían andar desnudo, de niño, por los alrededores del puesto. El correr del tiempo no le hizo perder esa costumbre saludable, así que a los dieciocho años evolucionaba tan desnudo como a la tierra vino, circunstancia que no chocaba a nadie, quizá porque el espectáculo de su exacta belleza compensaba de las lógicas desazones que ella producía. Como los restantes vecinos, había oído comentar, en las nocturnas ruedas que convocaban a pastores, leñadores y guitarreros, la maravillosa (y triste) historia de los que vivían en "La Luna" y que, aprisionados por la trama de "Los Prejuicios" de Mrs. Witch, no se sabía, en verdad, si vivían o si estaban muertos, ya que ninguna de las expediciones enviadas a libertarlos por el Ministerio de Agricultura había conseguido atravesar la maraña de confección casera. Se mentaba, por supuesto, lo bella que era Bella-Bella. Eso hizo andar la sangre en las venas del ingenuo peón, quien resolvió, desnudo y esperanzado, lanzarse a la empresa salvadora.
Provisto del machete con el cual habría picadas en la selva próxima, multiplicó el ataque a la tremenda lana voraz. Varios meses luchó contra el sutil y poderoso adversario. No bien lograba adelantar unos metros en el corazón de tanto abrigo, los puntos del crochet maléfico tornaban a unirse, rodeándolo, ahorcándolo, tironeando con amatoria rabia de cuanta excrecencia ofrecía su cuerpo inerme, y fue menester que tuviera harta fe y harto dominio de la técnica de vencer a "Los Prejuicios" voluntariosos, para que una tarde desembocara, cruzadas la galería y su sweater atroz, el comedor y su interminable bufanda, y la sala y su gorro de pompones extraordinarios, en el dormitorio donde Bella-Bella dormía bajo el barniz de la dulce traspiración y bajo sesenta frazadas de lana uniforme. La vio allí, gorda, cuarentona, aparentemente fresca en su cálido lecho, la admiró y la amó. Desnudo, impulsivo, joven y apto con obvia evidencia, se aproximó, besó sus párpados, su boca, su noble pecho, su carnal estructura (en las regiones donde la obstinación de la lana permitía esa labradora libertad) y tuvo la alegría de que Bella-Bella se desperezase. Se desperezó la ex niña Bella-Bella al contacto de aquellos labios que mojaba también un justificado sudor, después de tan importantes esfuerzos de su machete, y con ella se desperezaron su Papá y su Mamá, sus añejos servidores, sus peones, domadores, cebadores de mate, etc.. y el forcejeo insólito de tantos brazos que se descoyuntaban, luego del largo sueño, pudo más que la tensión de la lana que los reducía a cautiverio. Dicha lana concluyó por caer a sus pies, a manera de un quimérico perro de lanas, y la yuxtapuesta visión de Bella-Bella y su esbelto amante sin ropas, recostados agradablemente en el lecho tejido, puso punto final a sus bostezos y a su restregar de ojos, en momentos en que los colibríes y los murciélagos sacudían las entumecidas alas y se echaban a volar para anunciar en el ancho bosque que la vida había retornado a "La Luna" y que el tapiz de "Los Prejuicios" retrocedía, como una marea pilosa, hacia la habitación de Mrs. Witch, quien gritaba en vano, maldiciendo al Hombre y tratando de zafarse de los garfios que ella había creado.
Desde entonces, el himno del ruiseñor sustituyó al ronquido grosero en la estancia argentina, y Bella-Bella y su peón apuraron constantemente el cáliz de la despierta felicidad. La inoportuna lana fue desterrada para siempre de "La Luna". Al peón desnudo, nada le costó renunciar a ella. La señorita de la estancia imitó a su joven amador, y de aquel día en más a todos regocijó que el magro del machete y la gorda Bella-Bella (estimulada por el cariñoso ejemplo de su partner desvestido) recorrieran las cuadras y las avenidas de "La Luna", sin otra ropa que su propia serenidad y su candor enérgico, enseñando de tanto en tanto a quienes los circundaban benévolamente —y que habían sido, durante treinta años, víctimas de "Los Prejuicios" trabadores— las eternas prácticas del amor fecundo, fuente de toda razón y justicia.
Revista Análisis
06.11.1968

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Manuel Mujica Lainez