Vida y milagros de Juancito Caminador

Uno de los más prolíficos y valorados poetas argentinos -a quien acaba de adjudicarse el Gran Premio de la Sociedad Argentina de Escritores-
rescata los episodios más importantes de su trayectoria como artista y periodista.
Un rosario de cuitas en las que se enhebran Carlos Gardel, Pablo Picasso, el presidente Alvear, García Lorca y muchos otros paradigmas de una época para la nostalgia.
El 10 de noviembre las autoridades de la Sociedad Argentina de Escritores entregaron el Gran Premio de Honor correspondiente a 1972 al poeta y periodista Raúl González Tuñón (67, un hijo). Una distinción que, de alguna manera, reactualizó la imagen del artista que recibiera en 1926 y 1931 reconocimientos semejantes por su producción poética. Desde aquellos años hasta el presente, RGT publicó más de 40 volúmenes, constituyéndose en uno de los más prolíficos escritores argentinos. Sin embargo, no son muchos los que han oído hablar de sus andanzas como periodista y corresponsal de guerra: al parecer, las referencias que lo tienen como principal protagonista integran esa suerte de repertorio nostalgioso que habitualmente se desgrana en las redacciones de periódicos y revistas.

Con el propósito de que el propio González Tuñón refrescara algunos de los momentos más importantes de su vida, un redactor de Siete Días —Otelo Borroni— dialogó con él en el lugar que el poeta eligió para consumar el reportaje: el añoso café Tortoni. A la hora convenida y prolijamente engominado RGT franqueó las puertas del tradicional recinto de la Avenida de Mayo, en Buenos Aires. Con mirada picara eligió la mesa más propicia para la charla, y, una vez en ella, comenzó a juguetear con el cenicero: tic que no abandonó en ningún momento. Con voz pausada, cálida, deleitándose con cada frase, con cada reflexión que dotaba de prolija brillantez, el poeta estructuró su monólogo. Un racconto que condena la sucesión cronológica de los acontecimientos en beneficio de un orden más personal y emotivo.

Los cité en el Tortoni porque éste es un lugar muy vinculado a la vida literaria porteña de los años locos. En aquella época, cercana a 1920, aquí funcionaba una peña literaria fundada por dos boquenses: Benito Quinquela Martín y Juan de Dios Filiberto. Venían las grandes figuras de aquella época como Alfonsina Storni o Baldomero Fernández Moreno, pero también empezamos a venir gente joven a la que nadie conocía. Aquí, cuando yo tenía 17 años y los presidentes andaban solos por la calle, sin custodia, tuve mi primera anécdota como poeta. Dábamos un recital tres jóvenes: Carlos de la Púa, Nicolás Olivari y yo. Cuando estábamos por empezar, vimos que se acercaba al local un señor pintón, elegante, con una boquilla larga. Se sienta, pide una copa y se pone a escucharnos atentamente: era el presidente de la República, Marcelo T. de Alvear.
Carlos de la Púa, a quien le decían El Malevo Muñoz —y el pobre no tenía nada de malevo—, musitó: "Sonamos, vamos todos en cana". Pero en lugar de cumplirse el presagio, al terminar, el presidente nos llamó y nos dijo: "Estaba aburrido en mi despacho, así que salí a dar una vuelta. Vi el cartel que anunciaba su actuación y entré a ver qué pasaba. Aquí me tienen. ¿No quieren tomar un whisky conmigo?" Por supuesto que no nos negamos. Bueno, así era el Buenos Aires de esa época feliz. Por eso los cité aquí.
Lo primero que querrán saber es quién soy yo. Y yo diría que soy un hombre que sigue el consejo que dio hace más de 700 años un sabio franciscano llamado Roger Bacon, y que dice: "Contempla el mundo". Eso es lo que hice desde adolescente, desde muchacho: contemplé primero a Buenos Aires, conocí sus barrios, su vida. Casi todos los poemas de mi primer libro (El violín del Diablo, editado en 1926) están escritos en el puerto de Buenos Aires, en el viejo Paseo de Julio (hoy L. N. Alem), en Montevideo, a donde me escapé para vivir una aventura. Es decir, todos esos poemas salieron de contemplar el mundo. Eso le digo ahora a los jóvenes: contemplen el mundo. Además de que en la calle se aprenden más cosas que durante diez años de encierro en una biblioteca, se aprende a amarlo, a luchar por él.
Ya sé: ustedes me dirán que yo, aparte de contemplar, fui activo, creativo permanentemente. Es que mirar y aprender implica vivencias. Esa curiosidad, esas ganas de empaparme de cosas creo que se reflejan en mi poesía. Porque a mi manera siempre fui igual. Cierto, después viajé: conocí Europa, Asia, América, pero eso no influyó en mi estilo. Hay poetas que viven encerrados en su gabinete, ajenos completamente al rumor del mundo, y yo los llamo "los químicos del verso". Y después están los otros, los que se meten en la vida.
Y yo no creo que haya poesía social o antisocial, sino que existen poderosos elementos sociales que se meten en la conciencia del poeta, en el gabinete del artista sin que él se lo proponga. Por ejemplo, le voy a contar mi caso: cuando yo viajé a Europa por segunda vez, en 1935, fui directamente a Madrid, enviado por el diario Crítica como corresponsal de guerra. En la capital española estaban Pablo Neruda, oficiando de cónsul chileno; Federico García Lorca y otros poetas más: hacían tertulias a las que yo me agregué. Fue un año inolvidable. Bien: en ese momento todavía se seguía reprimiendo bárbaramente a los mineros de Asturias que se habían sublevado. Yo, hijo de asturianos para colmo, me impresioné por el drama de esa gente.
En ese momento estaba escribiendo un poema llamado 'Lluvia' que luego integraría el libro Juancito Caminador. Sin embargo, allí nacieron otros poemas míos agrupados bajo el nombre de La Rosa Blindada, donde se refleja toda la lucha de esos mineros; una gesta que conocí por boca de La Pasionaria y de otros testigos. A propósito: soy muy amigo de Dolores Ibarrury (La Pasionaria). Es una mujer maravillosa. La vi antes de la guerra de España, también después, e incluso hace muy poco, en Praga. Es fuerte, dulce ... Bueno, con esas vivencias, ¿fui yo quien se metió en la época? ¡No! Fue ella la que se metió en mí.

Primero es la infancia con un olor a tierra mojada, con todas las calles del sol y los caminos del rayo y la lluvia.
Después la adolescencia atropellada, suelta a todas las emociones.
Después la juventud caminadora, apasionada, egoísta, generosa, de inolvidables rostros y esquinas, barcos y aviones, cementerios y bares, lunas ardientes, voces. Engrandecida en el anhelo de la salud y la dignidad de la vida.
Sigo rodeado de sueños, nacimientos y muertes.
{De "Poemas de Juancito Caminador".)

Nací en el barrio de Once, al Sur, barrio proletario. Me acunaron los pitasos de los trenes. Soy hijo de inmigrantes asturianos, como le dije. Cerca de allí nació Carlos de la Púa en Independencia y Saavedra, en una hermosa casa con dos patios y un níspero (en ese terreno ahora hay un horrible y gris edificio de departamentos). En la calle México, a dos o tres cuadras de donde yo vivía, había una casa con un cartel desteñido que decía: Círcolo Mandolinístico. El dueño era el padre de los tres hermanos De Caro. Así, fanfarroneando puedo decir que en mi barrio nacieron la poesía y el tango.
Mi infancia fue la infancia de un nieto de obreros, hijo de obreros Una dulce infancia porque mi padre trabajaba. Soy el anteúltimo de siete hermanos. Mi profesión y la de mi hermano Enrique no nacieron sólo del contacto con la gente de Buenos Aires sino también por el estímulo de nuestras maestras de escuela. Graciana Herrera (a quien tuve en segundo o tercer grado y que vive todavía) fue, sin duda, la que decidió mi vocación. Era la época de las composiciones sobre el árbol, la primavera ... ¡qué sé yo! Y ella me hacía leer en público mis escritos. Eso me jorobó bastante porque los chicos, a la salida, me gritaban: "¡Olfa, preferido de la maestra!" y otras cosas menos agradables. Esa maestra una vez nos leyó una copla y nos dijo: "Bueno, esto explíquenlo en prosa". A lo que yo contesté: "¿Por qué no me lee algo en prosa y yo lo convierto en verso?" Y por esa fanfarronada escribí mi primer poema. Era un canto a Belgrano o a la bandera, no recuerdo bien.
Después seguí escribiendo cosas, pero fundamentalmente leyendo, sin orden, sin ningún método. Y viviendo, ésa es la pura verdad. Yo tengo un libro de Jorge Luis Borges (del primer Borges, ese que no tenía alergia por todo lo popular y cuya imagen prefiero recordar porque la otra, la actual, me parece muy odiosa: es la imagen de la decadencia), dedicado con su letra chiquitita, que dice: "Al otro poeta suburbano". ¡Atenti que no dice "de Buenos Aires"! Eso hubiera sido demasiado pretensioso para los dos: él era el poeta de Palermo y yo el de la boca del Riachuelo, del Paseo de Julio, de los barrios.
Luego me hizo muy bien el contacto con la gente del Movimiento Martinfierrista, alrededor de 1924. Estábamos en la búsqueda (no siempre feliz) de nuevas maneras de expresión, con un gran amor hacia los temas nuestros. Paralelamente, funcionaba otro gran movimiento conocido como "el de Boedo". Nosotros éramos esencialmente poetas, y ellos narradores. A partir de estos movimientos se empezó a escribir de manera distinta en todo el país. Pese a las peleas brutales que teníamos, hubo finalmente una intercomunicación que influye todavía en las artes, la poesía, la narrativa y la pintura del Río de la Plata.
Bueno, ya que estoy hablando de influencias, quiero referirme a mis abuelos, que también influyeron en mí obra: Manuel Tuñón, minero de Asturias y metalúrgico en Buenos Aires, y Estanislao González, a quien conocí sólo de oídas, que era imaginero, tallaba esculturas religiosas. En mi poesía yo sigo siendo un hombre con ideas bien definidas por parte de Manuel, que fue uno de los fundadores del Partido Socialista argentino. Estanislao era un buen tipo y yo lo llevo en mi sangre. Un día le dijo a su esposa: "Hasta luego, Ramona", y volvió a los seis años. En ese lapso se recorrió todos los caminos de España. De allí viene lo de Juancito Caminador, que soy yo.

¡No hablo de los pueblos!
¡Los conozco!
¡Me conocen!
¡Me saludan en la calle porque saben que soy el poeta, el profeta!
(De "Poemas de Juancito Caminador".)

Tuve la suerte de conocer a mucha gente, a grandes hombres. Y a todos los miré desde otro ángulo. Como a Carlos Gardel, con quien tomé contacto en el barco 'Conte Rosso' que me llevaba como corresponsal a Brasil durante la revolución de Getulio Vargas. Al llegar a Montevideo vimos que la gente se arremolinaba en el puerto y coreaba: "¡Carlitos, Carlitos!" Así supe que viajaba con él y decidí presentarme. Era 1931. Durante esas cuatro noches tomábamos copas juntos en el camarote del capitán; la cosa duraba hasta la madrugada. Yo guardo de Gardel una maravillosa imagen, la de un hombre fino, sensible, un porteño típico como todos nosotros; y como dijo Evaristo Carriego, "un poco chacotón y un poco triste".
En el barco me enteré de muchas cosas; por ejemplo, que Gardel estuvo con Tita Ruffo, porque él tenía voz de barítono. Ruffo, en una de sus venidas a Buenos Aires, le había dejado escrito un decálogo con todas las cosas que tenía que hacer para cuidarse la voz; también le enseñó a impostarla. Carlitos nació con un don en la garganta (y eso lo demuestran los discos: hasta ahora nadie lo pudo ni siquiera igualar), pero esa voz la cuidaba y la educaba. Esa es mi imagen de Gardel, que se une a la que tienen todos y que de pronto es tomada por algún pedante, como Juan José Sebrelli, para criticarla. ¿Qué importa que haya sido amigo de Ruggerito? ¡Yo también lo fui! Eran hechos determinados de Buenos Aires que no se podían soslayar. Además, Carlitos estaba más allá de todas estas cosas. Cuando me despedí de él, en Río de Janeiro, me dijo: "Vení a mi camarote". Y cuando llegué, estaba con el torso desnudo, con pantalón pijama y haciendo gimnasia sueca. ¡Qué plato!
Es curioso: a Gardel (argentino) lo conocí en Brasil, a Neruda (chileno) y García Lorca (español), en Buenos Aires. Recuerdo que este último decía que la palabra más expresiva y resonante que había escuchado en su vida era atorrante.
Después, ya en España, volví a verlo a García Lorca: me invitaba a ir, todos los días al atardecer, a la Cervecería de Correos. Allí conocí a Luis Buñuel, a grandes pintores, artistas, músicos... toda una generación: León Felipe, Miguel Hernández, Rafael Alberti... Era 1935. Recuerdo que esa estadía en Europa fue decisiva para mí: me invitaron a un congreso de escritores que se desarrollaba en París. Así pude conocer a André Malraux, Ilyá Ehrenburg, Nicolás Guillén y qué se yo... Una cantidad de gente.
Sin embargo, los episodios más conmovedores, los que más voy a recordar, son los vinculados a mi encuentro con Pablo Picasso y Bertolt Brecht. A Picasso lo conozco en París en momentos en que mostraba el lienzo del siglo, Guernica: la batalla más tremenda que perdió Franco. Con Brecht las cosas fueron distintas: en Madrid se celebraba el Segundo Congreso Internacional de Escritores; lo inauguró un señor dulce y suave, Antonio Machado, que decía "¡Ahí, vosotros que venís de tan lejos ..." En el día de clausura, los 24 delegados latinoamericanos me eligieron a mí para pronunciar el discurso. Mientras esperaba el momento de hablar, noté que a mi lado estaba sentado un señor de anteojos, con un overol color azul y con un metro de carpintero en el bolsillo. Tenía un aspecto muy extraño y me pareció un utilero del teatro. De pronto se acerca un amigo y me lo presenta: ¡Era Brecht! Di un salto de alegría. Jamás pensé que lo podría conocer.

He marchado detrás de los
obreros lúcidos
y no me arrepiento.
Ellos saben lo que quieren
y yo quiero lo que ellos quieren:
la Libertad, bien entendida.
(De "Poemas de Juancito Caminador".)

Yo siempre tuve una profesión paralela a la de poeta: el periodismo. Dentro del mismo traté de moverme con un sentido distinto. En ese sentido, nunca me voy a olvidar la serie de notas que hice cuando se instaló el campamento de desocupados; fue en 1932 y ocupó toda la zona costera que va desde Retiro hasta Canning. Estaba todo lleno de agencias de colocaciones. Yo titulé la serie "La ciudad del hambre". Fue la primera villa de emergencia que tuvimos en la Capital, algo verdaderamente sobrecogedor. En ese lugar escribí páginas impresionantes; presencié la locura de un amigo mío que se cortó las venas con una latita de té Sol. Yo iba como un desocupado más, porque los periodistas se burlaban de ellos y Pepe Arias los ridiculizaba en el teatro Maipo, como siguen haciéndolo ahora. El director de Crítica, Natalio Botana, que era un genio, me dijo: "Raúl, andá con alpargatas, ponete un suéter viejo y dejate crecer la barba. Andá como un desocupado más; si no, no te van a dejar entrar". Y así lo hice.
Esas notas fueron un aldabonazo dado a la conciencia de la ciudad y, como Crítica era muy popular, se formó rápidamente una corriente de ayuda hacia esa gente. Entonces, un día, ya sin las zapatillas y bien afeitado, me fui a ver a mis viejos amigos y me recibieron como a un héroe. Casi todos eran extranjeros: checoslovacos, lituanos ... No voy a decir que éramos superiores a los periodistas de ahora; de ninguna manera, pero teníamos otros elementos que ahora no tienen: la libertad de prensa más extraordinaria y la más completa libertad de expresar lo que el periodista sentía. Especialmente en Crítica, que era una mosca blanca. Ocurre que los hermanos Botana vinieron de Uruguay a conquistar Buenos Aires como poetas, y fallaron. Entonces pusieron un diario y emplearon a un grupo numeroso y fabuloso de poetas y escritores. Entre ellos, yo. Incluso las secciones policiales y deportivas eran redactadas por nosotros. Exceptuando ajedrez y música, aprendí a escribir sobre cualquier cosa. La idea de Botana era que a la gente hay que darle lo mejor. Y nosotros incorporamos al periodismo algo que estaba de moda entre los artistas: la metáfora. Y así salían títulos al estilo de "El Riachuelo es un barbijo en el rostro de la ciudad". Eso tuvo un éxito enorme: apareció un nuevo tipo notero, el literario - periodística. Algo digno de buscarse en los archivos y de leerse ahora.
Por eso, cuando me preguntan si lo de antes era mejor que lo de ahora, o cuando me preguntan sobre lo que pienso del futuro, yo siempre me pongo a reflexionar y contesto de manera indirecta: yo creo que los chicos de ahora están pasando una época fascinante. Posiblemente nuestra infancia fuera más agradable: había baldíos, por ejemplo, a los que de repente les nacía un circo o de pronto les brotaba una calesita. También veíamos el crecimiento de Buenos Aires. Por ejemplo, teníamos el Paseo de Julio, desde Bartolomé Mitre hasta Córdoba, en que había de todo: cosas monstruosas y cosas estupendas; marineros de todos los países, piringundines, teatros de títeres, salones de novedades, parques de diversiones... Había unas máquinas con ranuras donde uno ponía 20 guitas y se veían postales de Suiza, bellas chicas, paisajes... Por eso yo digo en mi verso: "Eche veinte centavos en la ranura, si quiere ver la vida color de rosa".
Yo creo que eso de "todo tiempo pasado fue mejor" es muy relativo. Yo insisto en que el futuro será siempre mejor. Pero, ¡ojo!, siempre hubo en el pasado algo que fue mejor, algo entrañable que merece perdurar y es lo que formará la base principal de la nostalgia. ¿Te acordás del poema? "Ciudad de maldicientes bebedores de agua, adiós: / en cada una de tus calles queda algo mío."

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Raúl González Tuñón
Raúl González Tuñón en el Café Tortoni