Ray Bradbury
Profeta de la era espacial
Luego de presenciar el lanzamiento de la Apolo 8,
deslumbrado por los adelantos tecnológicos, Ray Bradbury -el
talentoso autor de Crónicas Marcianas- advirtió: "Si el hombre
quiere habitar la Luna deberá repudiar su actual estilo de vida"
"¡Mi Dios, nunca soñé con esto! Es más imponente, profundo,
complicado, divertido, extraño y amedrentador que todo lo que pude
imaginar! . ." El hombrón —un metro ochenta de altura, abundante
melena entrecana, ojos chispeantes tras los lentes— no intenta
ocultar su euforia: el espectáculo que admiraba en ese momento lo
inundó de un entusiasmo casi infantil. Sin embargo, tiene cuarenta y
ocho años, se llama Ray Douglas Bradbury, es el mayor escritor de
Estados Unidos —y tal vez del mundo— en el género de la mal llamada
ciencia-ficción.
Esto ocurrió a fines de diciembre último, cuando Bradbury abandonó
por unas horas el confortable refugio de su casa en Cheriot Drive,
Los Angeles, y aceptó una tentadora propuesta: la NASA
(Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio) lo invitaba
a conocer, por dentro, la base de Cabo Kennedy. En ese momento,
viernes 20, se vivían las vísperas de un acontecimiento destinado a
electrizar al mundo: en la mañana siguiente partirla de la
gigantesca base la nave norteamericana Apolo 8, tripulada por los
cosmonautas Frank Borman, William Anders y James Lovell. En los días
sucesivos, la cosmonave recorrería el espacio interplanetario, hasta
situarse a sólo 110 kilómetros del satélite terrestre; una hazaña
que quedó registrada como el más trascendental viaje emprendido por
el hombre desde la época de Cristóbal Colón. Después vendría el
nuevo lanzamiento soviético, que el martes 14 inscribió un precursor
capítulo con sus astronaves Soyuz, permitiendo alentar otra
esperanza: la posibilidad de instalar, en un futuro inmediato, bases
cósmicas de aprovisionamiento para travesías prolongadas,
perfeccionando el método de las citas o encuentros entre dos
cápsulas espaciales.
Pero en la noche de ese día 20 de diciembre, ni Bradbury ni los
centenares de técnicos que hormigueaban en los vericuetos de Cabo
Kennedy podían saber qué destino aguardaba a la Apolo 8. ¿Llegaría a
destino —para regresar luego a la Tierra—, o permanecería por años
girando en órbita lunar, hasta desaparecer tragada por el fuego del
Sol? Todas las posibilidades estaban abiertas. El riesgo era
absoluto.
PROBLEMAS PARA SELENITAS
Uno de los operadores de la gigantesca computadora que seguía, paso
a paso, las operaciones de prueba previas al lanzamiento, describió
así su singular contacto con el autor de Crónicas Marcianas y
Fahrenheit 451: "De pronto, en una pausa de la tarea, descubrí a mi
lado a un muchachón absorto —eso me pareció—, que contemplaba mis
movimientos como hechizado. Apenas lo miré enrojeció, se turbó de
modo extraño, balbuceó una suerte de disculpa, para alejarse por fin
en completo silencio. Daba la impresión de un chico a quien se
sorprende robando un dulce de la alacena".
Por su parte, el ladrón del dulce estaba atravesando, según confesó
más tarde, por una experiencia decisiva en su vida. Algo que
superaba, inclusive, a los océanos de fantasía que hierven en sus
libros, desde las Crónicas, de 1950, hasta el reciente Remedio para
melancólicos: "Llegué. Vagué boquiabierto entre miríadas de ojos y
oídos electrónicos. Vi rayos Láser de color bermejo-rubí atravesar
túneles negros, semejando los acuosos reflejos de una salamandra
recién nacida. Vi enormes centrífugas, cuyo fragor achataba mi
cerebro contra las tapas del cráneo. Y recién entonces vislumbré mi
total, vergonzosa ignorancia".
Un periodista francés presente en el centro de lanzamiento grabó un
microreportaje al gran escritor, en si mismo instante en que se
hacía un último ensayo con las máquinas simuladoras (instrumental
que reproduce las condiciones del vuelo hasta en sus mínimos
detalles). Bradbury no ahorró calificativos para referirse al
universo tecnológico que lo rodeaba: "Se me ocurre ahora imaginar a
Cristóbal Colón simulando, si hubiera podido hacerlo, su exploración
a Las Indias: ordena que en pleno continente, cerca de Madrid, sea
excavado un falso lago, en el que habrán de desencadenarse tormentas
y mareas artificiales. Entonces, en este seudomar, Colón lanza un
conjunto de embarcaciones, decenas de réplicas de la Santa María, la
Pinta y la Niña. Muchas de ellas son destruidas y desfondadas por
las tempestades. Algunas son abandonadas por su tripulación. Las
restantes hallarán todavía una acechanza imprevista: un gigantesco
dragón mecánico, concebido por un genio de la tolla de Leonardo Da
Vinci, encrespa el oleaje para terror de los marínelos. Después de
eso, ya nada falta: el almirante puede disponer lo necesario para la
mejor aventura, la que se emprende en la realidad".
—¿Quiere decir —lo acosó el cronista—, que este conjunto de
dispositivos y servomecanismos, que apabullan la imaginación,
resulta más fascinante que el descripto en sus cuentos?
—Yo no diría eso —fue la respuesta—; si algo me distingue de mis
colegas es, justamente, que el objeto de mi interés no reside en la
miscelánea científica con que nos asombra Cabo Kennedy: me apasiona,
más bien, los vertiginosos problemas que la ciencia desata pero no
controla: la vida, la muerte, el tiempo, el espacio desconocido e
infinito.
El reportaje continuó un par de horas después, cuando el reducido
grupo de observadores —dos o tres periodistas, encumbrados oficiales
de las tres armas y el doctor Charles Berry (53), médico-jefe de la
base— se ubicó frente a las pantallas de los monitores; allí se
reflejaba la plateada silueta de la Apolo 8; pocas horas más, y
partiría hacia la Luna entre un reguero de fuego, impulsada por el
descomunal cohete Saturno 5.
—¿Quién llegará primero al suelo lunar: los rusos o los
norteamericanos?
Bradbury se alisó el cabello, sonrió con picardía:
—Ese no es el problema. Vea el caso de los Estados Unidos: América
fue descubierta y explorada, en forma independiente, por franceses,
españoles, italianos, holandeses y, tal vez, hasta por los chinos.
Los ingleses llegaron con retraso a la cena, pero lograron
establecer sucesivas colonias. Toda esa marejada humana fue
englobada y superada por
una nueva nacionalidad: la americana. Sea quien fuere que descienda
primero en la Luna, puede estar seguro de que quienes fijen la
nacionalidad de nuestro satélite serán los propios selenitas . . .
PABLO PICASSO EN MARTE
El hombre que desde una máquina de escribir supo emular las
profecías de Julio Verne, publica sin cesar desde 1941 novelas e
historias que interrogan sobre el mundo del mañana: "Entre el 1941 y
1945 di a la prensa cincuenta narraciones; pero se equivocan
aquellos que me juzguen como un inventor de ficciones fantásticas. A
esos les respondo con una frase de Cocteau: Todo lo que escribimos,
ocurre".
Ahora, ya de regreso en su casona junto a una ladera, en la sala
donde se agolpan un busto de Edgar Allan Poe, una escultura
japonesa, un vaso peruano y una biblioteca que incluye desde Moby
Dick hasta novelones policiales, Bradbury se revuelve todavía
inquieto por la aventura. Su mujer, Margarita Susana, alcanza un par
de whiskies; el cuentista no puede permanecer quieto: camina de un
lado a otro de la habitación, juguetea con alguna de sus cuatro
hijas, o hace oscilar con un movimiento de su mano las máscaras
chinescas que cuelgan del techo. Pero al contestar cualquier
pregunta, o decir algo sobre sí mismo, se sienta, mira con fijeza a
su interlocutor.
"Es extraño: el domingo 22 de diciembre, los tres cosmonautas
norteamericanos sufrieron los efectos de las radiaciones; casi en el
umbral de la Luna, Borman fue devastado por náuseas y vómitos. Yo
estaba presente, ya que volví a la base no bien pude escaparme de
casa, cuando el doctor Berry asistió, con alarma, a los síntomas del
malestar. Si bien la enfermedad de Borman se disipó rápidamente, me
sugirió la dimensión humana que está siempre presente tras la
espectacular fachada técnica. La simple duda de que en el futuro el
hombre sea devorado por la ciencia, me aterroriza."
Ese terror está presente en su libro Fahrenheit 451, estremecedora
crónica de una sociedad que decide quemar a punta de lanzallamas
todos los libros, sin excepción, y que sanciona con la pena de
muerte a quienes osen leerlos. "El tema surgió cuando descubrí que
en 1790 el reglamento del Cuerpo de Bomberos de Estados Unidos
pontificaba, como mandamiento principal: Han de quemarse los libros
de influencia inglesa en las colonias. ¿Y sabe quién fue el primer
'bombero' empeñado en la tarea? Benjamín Franklin. Aquel en cuyo
homenaje se creó un premio literario, que me fue otorgado en 1953;
precisamente, por mi obra Fahrenheit. . . Curiosa coincidencia,
¿no?"
Sacudido por las llamaradas de la Apolo 8, que desde el monitor
reflejaban un vuelo espacial auténtico —superior a cuanto él soñara—
Bradbury enfatizó días pasados: "Me equivoqué; el hombre conquistará
la Luna antes de lo que pensaba; seguramente, a mediados de 1969.
Pero, más importante aún: llegaremos a Marte antes de 1980".
Ciertamente lo esencial es saber para qué ha de llegarse allí. No
parece razonable hacerlo sólo para instalar filiales de grandes
supermercados, que persuadan a improbables consumidores de otros
mundos sobre las ventajas de tal o cual producto, o erigir
dispositivos bélicos (según lo profetizó el mismo Bradbury en alguno
de sus cuentos). Por eso, insiste: "En el centro de pruebas de
Houston, Texas, mientras una batería de computadoras descargaba
sobre nosotros efectos especiales que anticipaban supuestas
agresiones lunares —mareos, disfunción en las relaciones
tiempo-espacio, sensación de ingravidez, pánico por la fuerza
centrífuga— sentí que me invadía una angustia mucho mayor: que en la
gloria de acceder a otros planetas no olvidemos, como en éste, los
poemas de Thomas Lovell Beddoes, las bailarinas de Degas, el
Minotauro de Picasso. Debemos desembarcar allí con. amor, que es
conocimiento. Y repudiar, por anticipado, las taras de esta
civilizador terráquea. Despreciar nuestro actual sistema de vida". |