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Fragmentos
La trama celeste
Adolfo Bioy Casares
Cuando el capitán Ireneo
Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de
diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había
gente engañada, gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo
también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos
permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una
encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis
Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo se veía la
efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina
Las aventuras del capitán Morris firmadas C. A. S. Transcribiré esas
páginas.
LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS
Este relato podría empezar con alguna
leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de
una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que
torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el
remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la
busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:
Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.
También podría empezar con la noticia,
que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al
capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos
movimientos, llamados "pases", que se emplean para que aparezcan o desaparezcan
los espíritus.
Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo
recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el
repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi
país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su
descendencia odiará a los turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio." Somos
como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible
sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra,
ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la
apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.
Continuó su relato:
Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A
las doce y media resolvió salir.
Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto.
El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó
contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después,
siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta
de calle. Mostró el anillo y salió.
Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media
hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle
arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron
ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas
del barrio, blanca en la noche.
Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.
¿Debías esperar afuera o adentro? interrogué.
El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia.
Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces,
en la que caían tres chorros de agua.
Apareció "un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de
Salvación" y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato
volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era
admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le
preguntó si tenía "el anillo del convivio".
Finalmente, para lectores
acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre
Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los
viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los
desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi
incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos
paralelos.
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Habrá infinitos mundos idénticos,
infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo
en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad,
en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi
situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su
nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable
superioridad de un adjetivo feliz.
Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo
que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no
existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de
la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen... Yo, y Viera, y
Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el
general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él
penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre
comillas la palabra "Owen", porque le parece extraña; por la misma razón, los
oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre
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