|
UNICO SOBREVIVIENTE

El gato debía
bajarse de la pedalera, era algo inevitable a sus siesta veraniega, cuando ayudaba a mi
vieja a correr de la antecocina al patio la, hoy vieja, Godeco. Ese nombre podría inducir
a cualquier asociación, salvo que tengas una de esas máquinas de pié, pero sus letras
en dorado siempre fueron un recuerdo de una no tan simple máquina de coser, para lo que
era mi cabeza infantil. Colocar el carretel, pasar los hilos por los delgados alambres,
enhebrar la ahuja, colocar el carretel interior por esa embocadura con afilados dientes y
pedalear... sobre todo pedalear. Algo imposible para mis piernas coordinar ese suave
movimiento que mi vieja hacía con tanta cancha. La radio, con cubierta de cuero, a
transistor, que mi viejo había conseguido de alguno que la trajo "de
contrabando". Y el programa de Papá Antonio Barros, el "papá ventanero".
Y sí, mi vieja estaba como enamorada de Juan Ramón... No tendría diez años y me veo
colocando los viejos soldados enfrentar a los salvajes comanches. Para mí eran todos
comanches.
La copa del árbol y su sombra siempre parecía no ser suficiente para aliviar el calor,
entonces una buena regada con una lata de duraznos, con agua sacada del tanque parecían
aliviar más la cosa. Todo un secreto eso de repartir el chorro en extensas curvas sobre
la tierra, el movimiento ágil del brazo y la velocidad muy estudiada y precisa no
permitía nunca que hubiera enchastre al pisarlo. Esa lata de agua que me permitía crear
ríos imaginarios entre ladrillo y ladrillo. Ríos que, obviamente, los salvajes nunca
llegarían a cruzar para apoderarse del fuerte que con extremado cuidado defendían los
soldaditos, hasta que la sombra cubría el "porsh" posterior y llegaba la hora
de enterrar a los valientes. "...no má, no viste que los indios no se
entierran...". Mi vieja no prestaba mucha atención a las series de los Jinetes de
Mackenzie y de Rin-tin-tin, solamente le gustaba como corría el perro. Se terminaba el
rito y era hora de volver a entrar la Godeco. Cuando mi vieja cosía, me salvaba de dormir
la siesta, y hasta la podía ayudar a baldear. "voy a prender el tanque Tito, abrí
la canilla". Fresca el agua del tanque. Un sorbo de esa canilla tenía otro gusto. Y
de nuevo el rito. El gato que abandonaba su lugar para dar paso al ritmo. Los soldaditos
alineados defendiendo el fuerte del ataque de los salvajes. El papá ventanero gritando
aquello de "sean buenos...", y los valientes del fuerte que habían sido
alcanzados en su desgracia descansarían bajo algún cascote de ladrillo.
No sé cuando fué, se me hace dificil a mis cuarentisiete y pico establecer el momento,
pero llegó un tiempo en que el poster azul de Janis Joplin, ése que había salido en la
revista Pelo -desnuda ella y plagada de colgantes y pulseras-, reemplazó al crucifijo de
la cabecera de mi cama. Los ritos cambiaban, y el ritmo que escucharía sería otro que el
de la vieja máquina de coser. La siesta sería un cigarrillo a escondidas y el fuerte se
transformaría en un cuarto empapelado de figuras recortadas de las revistas. Pero aún en
ese instante de transición, recuerdo alguna noche haber visto un jinete con vincha y
plumas montado en un caballo, junto a unos libros que mi vieja había puesto sobre la
repisa, encima de la Godeco que hacía de improvisado escritorio.
Allí, junto a Jim Clark y los Rolins. En una pared donde los torinos correrían miles de
veces en "Nurbungrin" y el Trueno Naranja iría dándole paso a las Liebres. En
esa pared donde comenzaba a escracharse mi temprana juventud, había un sobreviviente.
Tito demoron
|
|
NUEVE: Escorpio
Había
oido sobre la fama de las escorpianas, pero no la había experimentado en carne propia.
Tampoco tenía un obsesión por tropezar con alguna, despues de todo, ¿quién puede
asegurar que el zodíaco jamás se equivoca?
Ella era una rubia, tetona, de piernas fuertes y caderas anchas. Con una artística
audacia en su vestir y una sonrisa ávida de sexo.
Sobre el final de nuestra primera cita, me invitó a subir a tomar un café (esta mujer no
había leído aquel libro "Las reglas del juego"). Arriba nos guiñamos un ojo y
el café terminó siendo champagne, en copa al principio, directo de la botella despues.
Su cara empezó a tener otras expresiones, de misterio tal vez....era raro. Su mirada se
hizo fuerte y precisa. Lo que vino luego fue un sambódromo de músculos, líquidos y
gemidos, una rueda que nos llevó al dormitorio. Allí ella se abría con las manos,
invitándome a penetrar en el túnel del amor. Y yo, que me jactaba de haber conocido
orificios, tuve que reconocer que jamás había dado con uno así. La mujer, de asombrosa
actividad, nos puso de rodillas y me lo abrazó con sus dedos a modo de anillo mientras yo
hacía en movimiento pertinente. Sus ojos se cerraban, se abrían, se ponían en blanco
mientras echaba la cabeza hacia atrás y hacia adelante. Sacudía su pelo como una sábana
y un fuerte viento abrió la ventana que iluminaba la escalera. Ella decidió ir a
cerrarla mientras continuaba teniendo orgasmos estando yo fuera de ella. Cuando logró
cerrarla, bajó las escaleras gimiendo y volvió a colocarse en su posición. El cuadro
era tan impresionante que se tornaba imposible concluir el proceso. Ella prendió un
cigarrillo mientras continuaba moviendo suavemente su abdomen. Yo le acepté uno y me
pasó el suyo para que lo encendiera. Le devolví el suyo y noté que se había apagado,
así que le dí el mío para que encendiera nuevamente. Me lo devolvió y finalmente todo
estuvo bien.
Tano de Palermo
(Fragmento de la serie Doce)
|
|