Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

HIPPIES
¡DELIRANTES DEL MUNDO, UNÍOS!

La celebración -la semana pasada- de tres gigantescas asambleas musicales-pacifistas en Estados Unidos, Holanda y Gran Bretaña anunciaría un reverdecer mundial del hippismo y de sus exóticas formas de iracundia juvenil

“¡No nos importa que llueva, derrotaremos al diluvio con el Ari-ari-krishna, nuestro todopoderoso himno de batalla . . . !” Quien así desafiaba la furia pluvial era un adolescente de barbita mefistofélica y largas trenzas anudadas por cintas rojas: uno entre los 500 mil hippies —o como prefieran denominarse— que el lunes 6 derramaron su deliño en los otrora pacíficos predios de Byron, Georgia, al sur de Estados Unidos. Aunque el joven en cuestión se llama Roy Drewster y estudia en la neoyorquina Stanford University —como lo confesó al corresponsal de SIETE DIAS—, en ese momento había trasformado por completo su personalidad: amparándose en el apelativo de Yogi Bhajam trepó a una polvorienta tarima para orquestar, desde allí, la iracundia de sus huestes. Su liderazgo fue muy efímero: pocos minutos después el lugar era un aquelarre de cuerpos atiborrados sobre el pasto y parejas que practicaban (en público, claro) fascinantes intimidades. El resto del enjambre protestón se consagró a menearse con síncopas rebeldes o emprender sesudas discusiones al pie de sus carpas, sacudidas por el estrépito beat que brotaba de 128 altoparlantes, mientras admiraba con ojos seminostálgicos la dorada puesta de sol. Un broche adecuado, sin duda, para este Festival Estadounidense de Música Pop 1970.
Al día siguiente, casi todos iban a regresar a sus reductos habituales: “Sí, es cierto, muchos nos reencontraremos allí con los squares (superados) de papá y mamá’’, rió Drewster. Pero en medio del bosque-cilio permanecerían las huellas físicas del pandemónium; por ejemplo, las montañas de residuos y latas de cerveza, más ciertos emblemas —como la bandera norteamericana izada al revés, o una cara de Nixon con rasgos porcinos airosamente clavada en una pica— que insinuaban la ideología de los festivaleros.
En la misma semana, a miles de kilómetros de Georgia y en el centro de una inofensiva pradera, un cartel proclamó desafiante: "Las drogas están en venta desde las cinco de la tarde; en caso de arresto, uno de nuestros vigías móviles lo comunicará al cuerpo de abogados para la inmediata atención jurídica de tu problema."
El insólito letrero marcó el inicio del Encuentro de los Jóvenes de Europa, un evento que logró convocar a 100 mil barulleros del viejo mundo sobre el parque de Klaringsse, en Rotterdam, Holanda. Un agente de policía, casi al borde del desmayo, menospreció el miércoles 8, durante la primera de las tres jornadas que duraría el fenómeno: "¡Bah, son todos iguales, no tienen personalidad; igual que si los hubiera atacado un sarampión colectivo!”.
Ese diagnóstico no inquietó, por cierto, a los alegres insurgentes arribados desde San Francisco, Londres, París y hasta la mismísima Tokio. Al menos, sus actitudes equivalían casi a sacar la lengua o dar vueltas de carnero en el curso de una atildada reunión social, ya que a pocos metros de allí se distiende una de las barriadas más aristocráticas de la ciudad. Unas pocas familias se atrevieron a aproximarse al paraje, con sus automóviles y shorts multicolores, pero pronto huyeron despavoridas: nada podían hacer frente al océano de veinteañeros ataviados con vinchas y chalecos de todas las formas y diseños imaginables; o, a veces, desnudos. Así, cuando el sol apabulló más de la cuenta, un alud de pelilargos de ambos sexos se precipitó ágilmente en una de las lagunas que salpican Klaringsse. Antes, por supuesto, se habían despojado de sus incómodos atuendos.
En cambio, al caer el crepúsculo, aquellos conjurados habrían de apelmazarse en torno a las fogatas: el instante ideal para ejecutar el miniórgano electrónico de boca o abanicar simbólicos ramos florales; también, para arrebujar a los bebés llevados al cónclave a bordo de prácticos changuitos, en tanto se consumían psicofármacos de nombres sugestivos; Explosión solar y Ternura azul son los más populares, aunque tan poéticas denominaciones encubren, productos de añejo prestigio: entre ellos, el haschich, la marihuana, el lisérgico y el STP —una combinación entre LSD y anfetaminas varias—.
Con todo, los organizadores del pacifismo al aire libre suelen alentar astutos anhelos comerciales: en Georgia, 14 mil jovencitas amenazaron con incendiar carpas y escenario si no se rebajaba el precio de la entrada, que pasó de 14 dólares a sólo uno. En Rotterdam, mientras se disponía a engullir un sándwich Clínico —es decir, jalea mezclada con jocundos alucinógenos—, la estudiante Anneke Christiansen, de Amsterdam, protestó: ‘‘Cada día los cobran más caros, exigen más pan (dinero, en la jerga hippie); ¿querrán convertirse en burgueses a costa nuestra?” Un minuto más tarde traducía su euforia en lánguidos arrullos con un contertulio, sobre la hierba.
‘‘Pero esto ya no es como antes, los festivales hipps están agonizando”, exageró un pesimista. El pergeñado en la primera semana de julio cerca de Bath, en los alrededores de Londres, no pareció darle la razón: puesto bajo el auspicio de la Música y las Filosofías Progresistas, reunió a 60 mil protestones. Que, en todos los casos, parecieron preferir un par de actividades: descoyuntarse al ritmo del rock’n roll o escuchar por los parlantes la voz de un gurú, antes de desparramarse por miles para prodigarse tiernos arrumacos bajo la luz de la luna.
De tal modo, apelando a una miscelánea de expansiones entre eglógicas y sofisticadas, el hippismo intentaría refrescar sus añejos laureles; parece corroborarlo este ecuménica sarampión brotado simultáneamente en Georgia, Rotterdam y Londres, cuyo carácter contagioso lo marca, además, el eufórico anticipo de un participante: a fines de setiembre se proponen reeditar sus jugueteos junto al lago de Lucerna, ‘‘aunque más no fuera para provocar un síncope a los pudorosos funcionarios suizos”.
Revista Siete Días Ilustrados
19.07.1970
 

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