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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

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GUERRA EN ASIA

revista Primera Plana
febrero 1968

 

"Por unos pocos años, después de la Segunda Guerra, los Estados Unidos vivieron la edad de oro de su poderío; eran un gigante nuclear en un mundo de enanos convencionales. Pero mientras los soviéticos y otros países se inscribían en el club atómico, los Estados Unidos se transformaban en un Prometeo encadenado por su propia, enorme fuerza. Nunca este hecho fue más patente que en 1962, cuando Washington y Moscú, por causa de los misiles cubanos, estuvieron a punto de desencadenar un cataclismo, el incidente del Pueblo reitera el caso; aunque el Gobierno norteamericano es desafiado esta vez por una nación de décima categoría, a la que consideraba fuera de juego desde 15 años atrás."

Con estas frases inicia Newsweek su largo informe sobre la crisis del buque Pueblo. Contienen un avieso error: no es su propia, enorme fuerza, lo que ata a los Estados Unidos, sino, paradójicamente, el éxito de su continua extorsión nuclear. No obstante, en algo acertaba Newsweek: hasta fines de la semana pasada, al menos, Prometeo seguía encadenado.
La misma potencia que no demoró sus represalias en 1898, cuando el Maine fue volado en La Habana; o en 1941, cuando Japón destruyó Pearl Harbor; o en 1965, cuando el pueblo dominicano decidió sacudirse su tutela, esa potencia se abstuvo de responder a Corea del Norte. Para agotar todos los medios diplomáticos, pretende la Casa Blanca. Entonces, ¿por qué no los agotó también hace tres años, cuando unas andanadas en el Golfo de Tonkín le sirvieron de pretexto para iniciar la fatídica escalada en Vietnam? La propaganda no consigue disimular los hechos: la escalada, por fin, encontró sus límites. Retenido en Vietnam, el poderío militar de USA no podría emplearse en Corea.
Es un exceso de astucia suponer que el comandante de los guardacostas norcoreanos que abordaron el Pueblo, en el atardecer del martes 23 de enero, lo hizo para poner en evidencia, con cálculo genial esa imposibilidad estratégica. Nadie pensará sensatamente que Corea del Norte había sido requerida por Ho Chi Minh para desviar la atención norteamericana en vísperas de la insurrección que él preparaba en Vietnam del Sur. Tampoco es presumible que el Vietcong haya escogido su fecha -el lunes 29 de enero- después de apercibirse de las vacilaciones del Pentágono en el caso del buque espía: la insurrección debía coincidir con la tregua acordada para el inicio del Tet (Año Nuevo lunar).
El eje Saigón-Pyongyang es una fantasía. Con todo, la doble acción comunista en ambas penínsulas del Lejano Oriente demostró mágicamente la sinrazón de una estrategia que sus teóricos calificaron como "globalismo". Ni la primera potencia del mundo está en condiciones de imponer su voluntad en todas partes a la vez. Si la semana última el Vietcong arrasaba las ilusiones de quienes lo creían maduro para una negociación sin alicientes, Corea del Norte señala el momento culminante de esa estrategia, que en adelante debería replegarse, aunque con disimulo.
Asombra, en todo caso, la pasividad de China en este momento, cuando los dos países que defienden sus flancos anulan las perspectivas de una ulterior penetración de Occidente en el recóndito Imperio amarillo. Mao Tse-tung advirtió hace tiempo que el "imperialismo" norteamericano era un tigre de papel: a la hora en que su tesis parece materializarse, el sátrapa de Pekín asume el papel de cauto observador.

VEINTE AÑOS BAJO EL FUEGO

El desafío coreano, la imponente sorpresa vietnamita, dos recias afirmaciones nacionales. Los comunistas no son sino depositarios ocasionales de una personalidad histórica que los excede; si fuesen rusos los invasores de Corea, o chinos los devastadores de Vietnam, ambos pueblos combatirían con la misma bravura.
Es en el año 2333 antes de Cristo cuando Hwanung, hijo del Creador, desciende en un bosque de pinos, encuentra un oso, le infunde su aliento y lo transforma en una hermosa joven; hijo de ambos, Tangun será el primer Rey de Corea, "el país de las mañanas tranquilas".
Quizá no lo fueron nunca. Los chinos establecieron allí cuatro colonias, que una y otra vez debieron resurgir de sus cenizas. Ya en la era cristiana, los aborígenes instauraron Tres Reinos, que apenas si pactaban entre sí cuando los japoneses invadían la península. Las influencias del budismo y el confucianismo sólo tiñeron superficialmente el espíritu popular. La dinastía Wang, que rechazó invasiones chinas, mongólicas, y el constante asedio de piratas japoneses, perduró hasta 1392; en esa fecha, el general Yi Taejo, un héroe nacional, se casó con la última doncella de los Wang y fundó su propia dinastía. Una política de aislamiento feroz concluyó en 1882, cuando misioneros norteamericanos lograron radicar la primera relación diplomática.
La historia moderna de Corea comienza en 1894, cuando Japón declara la guerra a China e invade la península que los separa. Veinte años más tarde, aliados con los nipones, los coreanos van a la guerra contra Rusia; pero en 1910, cuando un regente anexa su país al Japón a cambio de un título nobiliario, comienza una resistencia de medio siglo puntuada por sangrientas rebeliones.
En 1943, en El Cairo, los Cuatro Grandes (USA, URSS, Gran Bretaña y China) prometieron devolver a Corea su independencia, pero "a su debido tiempo". En Yalta (1945), Roosevelt solicita ayuda a Stalin contra el Japón; se conviene en ocupar Corea conjuntamente; esta vez el ruso calculó mal, porque fue su Ejército el que tomó la península de cabo a rabo; rendido el Japón debía cumplir su compromiso, retirando sus fuerzas hasta el Paralelo 38 después de un desembarco del general C. H. Hodges.
Los rusos instauraron un Gobierno comunista presidido por Kim Il Sung, los norteamericanos recurrieron a Syngman Rhee; eran dos feroces dictadores que exterminaron a todos sus opositores y proclamaban a voz en cuello su voluntad de unificar el país por la fuerza. Evacuada la mitad del país por las tropas soviéticas, Kim, el 25 de junio de 1950, ordenaba a las suyas cruzar la frontera; no sólo dispersó al Ejército surcoreano sino que forzó también el repliegue de dos divisiones norteamericanas, las cuales, unas semanas más tarde, se defendían penosamente en el reducto de Pusán.
El 15 de setiembre, el general Douglas McArthur, bajo el pabellón de las Naciones Unidas, desembarcó en Inchón, atacando a los comunistas por la espalda, y a marchas forzadas avanzó hacia el río Yalú, sin atender las advertencias de China, que no consentía tropas norteamericanas en su frontera. El 3 de noviembre, un gigantesco Ejército chino detuvo a McArthur, lo obligó a retirarse hasta el Paralelo 38.
Las hostilidades concluyeron el 10 de julio de 1953 con el armisticio de Panmunjon, que restablecía los límites trazados en Potsdam. Chinos y norcoreanos sumaban un millón de combatientes; Los Estados Unidos, Corea del Sur y otras 15 naciones allegaron efectivos de la misma entidad. Los muertos en batalla excedieron el millón (los norteamericanos, 34.000); con las bajas civiles, el número de muertos fue estimado en 5 millones.
El armisticio no condujo a un tratado de paz, pero ha garantizado la coexistencia durante una década y media; sólo en las últimas semanas, después de un fallido atentado contra el Presidente surcoreano Chung Hee Park -que se atribuyó a un comando proveniente del Norte- se reanudaron las escaramuzas en la frontera.
El Vietnam no es sino uno de los protectorados que Francia estableció en la península indochina a mediados del siglo pasado; los otros, Tonkín, Annam, Camboya y Laos, y la colonia de Cochinchina. Es un semillero de grupos étnicos y de viejas culturas, avasalladas con frecuencia por invasiones chinas, malayas e indias.
En 1941, los japoneses, obrando con la anuencia del régimen de Vichy, dominaron una parte del país; pero al abandonarlo, cinco meses después del holocausto de Hiroshima, lo dejaron a merced de las guerrillas del Vietminh. La conferencia de Potsdam (1945) acordó la ocupación de Indochina por tropas de Francia y del Gobierno nacionalista chino. Un caudillo popular, Ho Chi Minh, gestionó el retiro de los soldados de Chang Kai-shek, y obtuvo de Francia -cuyas tropas llegaron en barcos ingleses-el reconocimiento de Vietnam como un Estado libre, dentro de la Federación Indochina y de la Unión Francesa.
El Presidente de Gaulle lo invitó a Fontainnebleau, donde sus tropas le rindieron honores como Jefe de Estado; pero el Gobierno sucesivo, que tenía varios Ministros comunistas, bombardeó Haiphong, el 23 de noviembre de 1946, con el pretexto de impedir un contrabando de armas.

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

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comando: 31 hombres atacaron a Seúl
un solo norcoreano fue apresado

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Johnson: la piel de cordero

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Asesinato: El general Nguyen Ngoc Loac "hace justicia" con un Vietcong

El Gobierno, una coalición de nacionalistas y comunistas, se retiró a la jungla, mientras los franceses entronizaban al Emperador fantoche Bao Dai, a quien, tres años después, debieron concederle la independencia que negaban a Ho Chi Minh.
La Guerra de Indochina duró siete años y concluyó con el desastre francés de Dienbienphu; en 1954, reunida la Conferencia de Ginebra, se acordaba la partición de Vietnam en dos estados; Camboya, regida por el Príncipe Norodom Sihanuk, y Laos, por el Rey Sisavang Vong, accedían también a la independencia. El Gobierno de Washington, que se negó a suscribir el acta, apoyó a un mandarín católico, Ngo Dinh Diem, que pocos meses más tarde derrocaría al Emperador bao Dai.
Desde entonces, Vietnam del Sur fue un protectorado norteamericano; pero el Vietcong (un Frente de Liberación encuadrado por los comunistas) alistó a los campesinos en una guerrilla que hacia 1960, transformada en un verdadero Ejército, dominaba buena parte del país. La intervención exterior no tardó en manifestarse, con la infiltración de unos 50.000 norvietnamitas y la llegada de un contingente de medio millón de norteamericanos.

LA BATALLA DE SAIGÓN

La contienda vietnamita envenenó la política mundial en los últimos tres años. Los bombardeos a Vietnam del Norte, para cegar la infiltración, han resultado ineficaces. La heroica resistencia del pueblo de Ho Chi Minh enfrenta a los Estados Unidos con la crisis nacional más honda de su historia y conmueve al sistema económico de Occidente.
La diplomacia de Washington, después de una infinita serie de rodeos, de marchas y contramarchas, urdió la llamada "fórmula de San Antonio" (por un discurso del Presidente Johnson pronunciado allí en setiembre de 1967): ofrecía suspender los bombardeos, siempre que el Vietcong desistiera de combatir. El Gobierno de Hanoi reclamaba, en cambio, el cese incondicional de los bombardeos, por recelar de que se tratase de una trampa: el Vietcong, privado de abastecimiento en hombres y armas, podría ser destruido por los norteamericanos.
El círculo vicioso comenzó a despejarse el jueves 25 de enero: dos días después del apresamiento del Pueblo, Clark Clifford, el nuevo Secretario de Defensa, en una audiencia del Senado, anterior a su asunción del cargo, deslizó una frase que retocaba levemente la "fórmula de San Antonio" Admitía que, en el transcurso de las negociaciones de armisticio, el Vietcong y sus aliados mantuvieron alguna actividad militar, sin incrementarla. En ese momento estalla la insurrección general.
Decenas de miles de combatientes -los más, civiles que se ciñeron brazaletes rojos- invadieron Saigón y otras cincuenta ciudades, mientras el Ejército embestía con denuedo las gigantescas bases aeronavales empotradas por USA en todo el territorio. Fue una lucha desesperada, calle por calle; los contendientes se ametrallaban entre piso y piso. Un turbión de metralla y granadas cubrió Vietnam del Sur.
Audaces golpes de mano permitieron a los insurrectos enastar su bandera en los edificios públicos de Hue, la antigua capital imperial; de Dalat, uno de los mejores balnearios de Oriente; de Quang Tri y Phu Loc, dos capitales de provincias próximas al Paralelo 18. Cortadas las carreteras de acceso, saboteados los transportes, el espectro del hambre surgió ante los ojos despavoridos de la población.
El Embajador norteamericano Ellsworth bunker, de 73 años, fue extraído de su dormitorio a las 3 de la madrugada para que soldados de su país pudiesen desalojar a un comando suicida que había asaltado la sede diplomática. El enemigo llegó "a la distancia de una pedrada" del palacio presidencial, donde Nguyen Van Thieu deliberaba día y noche con sus generales. Radio Saigón fue ocupada dos veces. Los cohetes tierra-tierra quemaron decenas de aviones en las bases de Danang y Ke Sann, cercadas. El jueves último, un "comité revolucionario", en Saigón, asumía la administración de las "zonas liberadas". Ofreció la amnistía a los generales survietnamitas e incitaba a la deserción. "Somos el Vietcong, venimos a salvarlos", era la consigna.
Los pelotones suicidas enfrentaban a pecho descubierto, y sin el menor reparo, a un Ejército de inigualable capacidad técnica, con tanques pesados, helicópteros lanzacohetes y aviones de retropropulsión que descendían en picada sobre los barrios populares, reducidos a escombros y en llamas que lamían la noche. El viernes, quinto día de batalla, el comando aliado enunciaba estas bajas militares: Vietcong, 10.533; norteamericanos, 281; survietnamitas y otros, 917. (Los muertos que matan los estadígrafos suelen reaparecer al día siguiente.). Pero los muertos civiles sí, en una ciudad de tres millones de habitantes, deben estimarse en decenas de miles.
Los informes norteamericanos favorecían la impresión de que el objetivo de la guerrilla era tomar Saigón, expulsar hasta el último invasor y unificar el país. De este modo, cuando la ofensiva se agotara, se podría aseverar que los comunistas habían sido derrotados. En realidad, el vietcong escogió el momento oportuno -desconcierto de Washington en el episodio naval coreano, sigilosa exploración del Secretario Clifford- para una demostración de fuerzas. Es falso, ha dicho Washington, que estemos al borde del colapso; nuestro poder de negociación es mayor que nunca, no hace sino crecer.
Un colérico espasmo recorre, en los Estados Unidos, a la opinión pública, persistentemente engañada sobre la vitalidad del enemigo y sobre la solidez del régimen survietnamita. Un Dienbienphu norteamericano es inconcebible; pero éste es, sin duda, un Dienbienphu moral.
La primera nación del mundo busca un culpable, y lo hallará, tal vez, en la persona de William C. Westmoreland, un morrudo y canoso general de 54 años que en 1936 egresaba de West Point como el mejor cadete de su promoción. Veterano de Marruecos y Túnez, de Sicilia y Normandía, lleva dos décadas combatiendo al comunismo en Asia. En Corea, donde obtuvo sus cuatro estrellas, debió resignarse a un empate; en Vietnam, donde suele pilotear helicópteros y hasta saltar en paracaídas, la gloria se le escapa cruelmente.
En 1965, la revista Time lo proclamó "el hombre del año"; en 1968, volverá, sin duda, a tomar huevos revueltos y café caliente en la galería de su casa, entre su esposa y sus tres hijos, en un pueblito de Carolina del Sur.