Pero es sólo por un instante: una escuadrilla de aviones se acerca en
vuelo rasante. ¿Sigue la guerra? Desde la cumbre donde se domina todo el valle turolense
y las montañas de Mansueto, metido entre las ovejas que acaba de arrear en las laderas,
el pastor sonríe señalando a los monotes con su bastón de cáñamo: "Eso no lo
deja el Ayuntamiento tirar; son un lindo adorno". Se ajusta la manta de piel de
cordero que lleva atada al hombro y se encamina hacia las ruinas de Santa Bárbara, una
ermita que no destruyó la contienda: la derrumbaron los años. "La guerra, chaval,
aquí no existe -dice el pastor- nadie se acuerda de ella". Se explica: tiene 28
años y sólo sabe que cuando era chico recorría los montes acompañando a los
chatarreros que se inclinaban tozudamente sobre cada palmo de tierra, buscando bombas sin
estallar y esquirlas de granadas. Su mirada burlona o indiferente también se explica:
parece tonto recordar la guerra por esos ruidos cotidianos. Las explosiones sólo indican
que Teruel aprovecha sus canteras para seguir fabricando las famosas cerámicas; y los
aviones pertenecen a una base cercana donde se practica tiro y ejercicios de combate.
Pero existen los espectros. Y el pastor los conoce. "Acá -indica con el
bastón- había una línea de trincheras donde veníamos a jugar cuando niños. Y por
aquí -baja hacia la ladera que mira a la ciudad- todavía quedan las entradas a las
cuevas donde se metían los rojillos para resistir los bombardeos de la aviación".
Están casi intactas. Los túneles se extienden hasta el propio corazón de la montaña y
el paso del tiempo sólo se percibe por la tapa de alguna revista de actualidad que emerge
de las piedras. Arriba, sobre la arcilla blanca y húmeda que cubre la planicie, todavía
se ven restos de casamatas donde se emplazaban las ametralladoras. Treinta y dos años
atrás, el 15 de diciembre de 1937, los generales comunistas Líster y Modesto movían a
sus hombres desde estas mismas cumbres para el asalto a Teruel. 'El día de año nuevo
llegaron a la plaza del Torico, en el centro de la ciudad, mientras los nacionales que no
tenían las piernas gangrenadas por la nieve salían de los sótanos para seguir
resistiendo desde las montañas. Entonces ya había 18 meses de combate sin cuartel. La
guerra civil española tenía bien definidos sus perfiles: era el siniestro ensayo general
para lo que vendría después, la Segunda Guerra Mundial. Era el enfrentamiento a muerte
entre dos ideologías. Entonces ya estaban en España la Legión Cóndor de Adolfo Hitler
y los batallones de Flechas Negras de Mussolini. Y las Brigadas Internacionales.
Por eso, aquello no se olvida. No sólo porque en España sigue gobernando el bando
victorioso; con leves modificaciones, las primeras figuras del Estado son las mismas que
protagonizaron el alzamiento militar contra la República, el 18 de julio de 1936.
"Ahora se ha olvidado un poco, claro. Pero es porque estamos más viejos, nada
más; pero seguimos tan cabreros como entonces. Yo, hombre, yo estoy cabrero". Tiene
52 años y es dueño de una herrería estrecha y oscura que casi no se nota en la
callejuela de la parte vieja de Teruel, donde las casas son iguales, cuadradas, amarillas,
como 30 ó 50 años atrás, con los impactos de bala todavía visibles sobre las
mamposterías desparejas. "¿Ve esta calle? Por aquí se sale a la Cuesta del
Carrajete que desemboca en la carretera a Valencia. Pues por aquí pasaban los evacuados
que huían del infierno en que se había trasformado esto. En esa cuesta nos ametrallaron
bien, hombre, los de la Legión Cóndor. Bajaban con sus aviones que parecía que uno
podía tocarlos con la mano, y barrían la carretera. Pero eso no es nada. ¿Cuántos cree
que fusilaron los nacionales cuando recuperaron la ciudad? Pues 2.500 hombres sobre una
población de 16 mil. Todo aquello que se ve allí, pasando el acueducto, quedó pardiña
(cenizas); ahora se ha reconstruido. Y después, siete años en un campo de concentración
por haber estado en la zona roja. Eso no se olvida tan fácil, aunque hayan pasado treinta
años". Un viejo que había permanecido todo el tiempo silencioso, arrebujado en una
campera de lana gruesa, escuchando, levanta la cabeza y se separa de la pared donde estaba
apoyado. Erguido, su cuerpo parece enorme. "Aquí, hoy en día -sentencia-, nada más
que comer. Vivimos para comer y a veces ni siquiera eso. Pero en el 36, cuando la guerra,
para los hombres de cualquiera de los dos bandos, España era otra cosa: España era una
borrachera de esperanza".
EL INCENDIO Y LAS VÍSPERAS
Los primeros síntomas de esa
euforia colectiva se escanciaron en un recinto que se encuentra bajando por la Carrera de
San Jerónimo hacia el Paseo del Prado, en Madrid. Por allí se desemboca en un edificio
neoclásico con frontón de granito, columnas corintias y dos leones de bronce que guardan
la entrada, cuyo aspecto sigue siendo hoy el mismo que entonces; son las Cortes
españolas. En ese lugar, el 16 de junio de 1936, José María Gil Robles, jefe de la CEDA
(Confederación Española de Derechas Autónomas), lanzó una premonición histórica:
"Desengañaos -proclamó en medio de la baraúnda de gritos y chiflidos con que los
diputados republicanos querían acallarlo-, un país puede vivir en monarquía o en
república; en sistema parlamentario o presidencialista, en sovietismo o en fascismo; como
únicamente no puede vivir es en anarquía. Y España hoy, por desgracia, vive en
anarquía... Tenemos que decir que hoy estamos presenciando los funerales de la
democracia". La derecha acababa de anunciar su programa inmediato.
Existían fundamentos: en los últimos dos meses los anarquistas habían incendiado
160 iglesias; las bandas falangistas recorrían la ciudad en automóviles, armadas hasta
los dientes; los socialistas de la entonces poderosa UGT (Unión General de Trabajadores)
y los bien organizados grupos de comunistas hacían más o menos lo propio, dando como
resultado cerca de 300 crímenes políticos y 1.200 agresiones de diverso tipo. Pero no se
tambaleaba la República que había visto la luz, por segunda vez en la historia de
España, el 14 de abril de 1931, cuando la monarquía de Alfonso XIII cayó sin pena ni
gloria. Las causas de esa grave agitación se encontraban más bien en el triunfo del
frente Popular, una coalición de republicanos, socialistas y comunistas, en las
elecciones de febrero de aquel trágico 1936: las derechas españolas no estaban
dispuestas a acatar el veredicto de las urnas. Pero en lo que sí se mostraba impotente el
gobierno del hacendado gallego Santiago Casares Quiroga era para contener los desbordes
extremistas de izquierdas y derechas, para controlar las huelgas desatadas por la CNT
(Confederación Nacional del Trabajo), regenteada por la Federación Anarquista Ibérica,
una sociedad secreta que actuaba con las siglas FAI.
Eran los días en que la tertulia de un joven y brillante abogado, José Antonio
Primo de Rivera, a la que concurrían los intelectuales derechistas José María Pemán
(que ahora revista como cerebro gris del príncipe Juan Carlos) y su tocayo Alfaro y
Polanco (actual embajador de España en Buenos Aires), transitaba del puro intelectualismo
a las Centurias de acción directa de la Falange Española (FE). Así, el antiguo café de
Correos, ubicado a un costado de la plaza Cibeles, se había trasformado en un búnker de
conspiradores. Es que todo el país se aprestaba para una contienda que se resolvería
inevitablemente a la manera española: con fuego de metralla. Veintisiete días después
del discurso de Gil Robles en las Cortes, en la madrugada del 13 de julio de 1936, el
asesinato del jefe del partido monárquico, Calvo Sotelo, a manos de un piquete de la
Guardia de Asalto, terminó de anunciar que el baño de sangre se hallaba próximo.
De ahí que por encima de los devaneos centristas del legalismo republicano,
encarnado en las figuras del presidente Manuel Azaña y el primer ministro Casares
Quiroga, había sólo dos modelos posibles para los verdaderos contendientes: la Italia
fascista y la Rusia soviética. Tanto tos hombres que se alinearon tras el intuitivismo
joseantoniano, como los que se euforizaban con el verbo incendiario de La Pasionaria,
sonaban, cada uno a su manera, con la misma cosa: tomar el poder para hacer la
revolución.
Lo había anunciado con toda claridad el propio José Antonio en su discurso en el
cine Madrid, el 17 de noviembre de 1935, al clausurar las sesiones del Segundo Consejo
Nacional de la Falange: "Pues bien, en la revolución rusa, en la invasión de los
bárbaros a que estamos asistiendo, van ya, ocultos y hasta ahora negados, los gérmenes
de un orden futuro y mejor. Tenemos que salvar esos gérmenes y queremos salvarlos. Esa es
la labor verdadera que corresponde a España y a nuestra generación: pasar de esta
última orilla de un orden económico social que se derrumba, a la orilla fresca y
prometedora del orden que se adivina".
No extraña, por eso, que a pesar de seguir de cerca los preparativos de la
conspiración militar que estallaría en la madrugada del 18 de julio de 1936, y habiendo
adherido a ella, el joven tribuno desconfiara de quienes se perfilaban como cabecillas.
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Franco

Dos sacerdotes antes de ser fusilados, durante la Guerra Civil.

En Toledo durante la guerra los milicianos tiran contra la
Academia Militar

el mismo lugar en marzo de 1969

1938: los republicanos disparan contra posiciones nacionalistas
en las afueras de Madrid

1969: un pastor en el mismo lugar

Una pareja de milicianos baila en un descanso del asedio a
Madrid

La juventud no conoció los horrores de la guerra y se europeíza
Encarcelado en la prisión de Alicante, como
rehén cobrado por la república para frenar la campaña de asesinatos desatada por la
Falange, Primo de Rivera envió una circular "confidencial y urgente" a todos
los jefes territoriales de la FE. Faltaban diez días para la hora de la sublevación:
"La participación de la Falange en un movimiento prematuro -escribió- constituiría
gravísima responsabilidad y arrastraría a su total desaparición aun en el caso del
triunfo, porque los que cuentan con FE para tal género dé empresas no la consideran como
una fuerza para asumir por entero la dirección del Estado, sino como un contingente de
choque destinado el día de mañana a desfilar, para mayor escarnio, con el
acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules, ante los fantasmones encaramados
en el poder". La historia convirtió estas palabras en una advertencia profética.
Pero llegaron tarde. Por entonces, la guerra civil era un absoluto presente. Cuando el
incendio comenzó a propagarse, José Antonio murió fusilado en esa misma cárcel que
mira al Mediterráneo y al paisaje morisco del mediodía español. Sus huestes,
organizadas en las famosas Centurias, ya estaban junto a los Tercios de Roquetes
(monárquicos carlistas) y las tropas regulares, a las órdenes del general Francisco
Franco Bahamonde, un militar de carrera que había oscilado durante meses entre la defensa
de la república y el alzamiento. Con su victoria, proclamada el 19 de abril de 1939,
triunfaron las derechas, pero se hundió la Falange: sobre las cenizas de la España
revolucionaria lo único que se realizó del ideal joseantoniano fue la trágica profecía
de Alicante. |