Muy pocos personajes del mundo
anglosajón han tenido el dudoso honor de enriquecer el inglés con palabras derivadas de
sus propios apellidos.
Ninguna puede ser comparada, sin embargo, a Joseph R. McCarthy, el senador norteamericano
que dio su apellido a la palabra maccarthysmo. En primer lugar, porque se trata de una
palabra que tiene un siniestro sentido peyorativo y evoca, como el fascismo -son muchos
los que ven en ambos términos una sinonimia-, persecuciones, arbitrariedades, abusos de
poder y hasta crímenes. Y, en segundo lugar, porque el senador Joseph R. McCarthy no
enriqueció con una fea palabra la lengua inglesa, sino todos los idiomas. McCarthy hizo
escuela. Y el "maccarthysmo" -sus otras grafías en en español son
"mccarthysmo" y "macartismo"- tiene todavía numerosas
manifestaciones, unas francas y otras más o menos veladas, en muchos lugares del llamado
"mundo libre". No únicamente en las dictaduras que en él se alinean, con
disfraces o sin ellos. También en los regímenes que se consideran democráticos.
Naturaleza del maccarthysmo
El maccarthysmo fue en Estados Unidos
una expresión delirante del temor que inspiraba a los principales beneficiarios la
posibilidad de que fueran socavados los cimientos, hasta entonces considerados
inconmovibles, de la sociedad norteamericana, del "american way of life".
Constituyó un producto de la "guerra fría", del estado de tensión
internacional que obligaba a ir, conforme a la tesis enunciada por John Foster Dulles
cuando estuvo al frente del Departamento de Estado, "hasta el mismo linde de la
conflagración nuclear". De esa misma "guerra fría" que, si bien parece
batirse en retirada, dista todavía de haberse "rendido incondicionalmente" ante
los conceptos de "coexistencia pacífica" de los diferentes regímenes y de
"no ingerencia" en los asuntos ajenos, conceptos de arraigo cada vez más hondo,
como principios de convivencia internacional que son indispensables en nuestros tiempos
nucleares. En el orden interno norteamericano el maccarthysmo fue también una especie de
régimen del terror. No llevó a la guillotina, pero no vaciló en recurrir a la silla
eléctrica y, antes de caer en el descrédito por sus propios desafueros y excesos,
destrozó muchas carreras, arruinó moral y materialmente a numerosos norteamericanos,
pobló las cárceles y motivó suicidios. Fue igualmente un choque permanente entre la
Constitución norteamericana -especialmente sus diez primeras enmiendas, las que consagran
el Bill of Rights, los derechos y garantías del ciudadano- y quienes pretendieron
reducirla a un texto exclusivamente amparador de sus propios intereses. Se basaba en una
serie de supuestos. Ser comunista y ser delincuente era la misma cosa. Porque un comunista
no podía ser un buen ciudadano norteamericano. Era un conspirador, empeñado en derrocar
al gobierno norteamericano por la fuerza. Era un traidor, como agente de una potencia
extranjera enemiga de Estados Unidos. No podía haber libertad para un enemigo de la
libertad. No podía ampararse en las garantías democráticas quien aspiraba a
destruirlas. Y todo aquél que se asociara con un comunista, fuera cual fuere la finalidad
perseguida -inclusive la de actuar en defensa de la paz-, también era culpable, también
era un "riesgo para la seguridad" de Estados Unidos. Surgía una nueva figura de
delito: la "culpa por asociación". A un comunista había que negarle el pan y
la sal. No es que el maccarthysmo naciera con McCarthy. El furibundo senador fue
únicamente su exponente más exacerbado y extremo. Su pasión anticomunista lindó con la
locura, lo llevó al suicidio político y dio origen a una reacción saludable que aplacó
algunas irracionales furias, aunque sin calmar las aguas por completo. Hizo que un
fenómeno social con muchas características siniestras quedara identificado con el
apellido, pero el fenómeno había tenido ya diversas manifestaciones antes de que
McCarthy sacudiera con su iracundia a toda la sociedad norteamericana. Porque, como
producto de la "guerra fría", el maccarthysmo se había estado gastando desde
antes de la terminación de la Segunda Guerra Mundial, había recibido un fuerte impulso
con el discurso que Winston Churchill, entonces ex primer ministro, había pronunciado en
Fulton, Missouri, en marzo de 1946 y había puesto ya a disposición de quien iba a ser su
más esforzado campeón todo un aparato legal.
Existía ya, en efecto, inspirada en los mencionados supuestos, una severa legislación
anticomunista: la ley Smith, la ley McCarran, otras varias. Existía ya en la Cámara de
Representantes una "Comisión de Actividades Antinorteamericanas" de la que
formaba parte un joven legislador que iba a ser llamado a más altos destinos: Richard
Nixon. Existía ya, establecido por el presidente Truman, un "Federal Employee
Loyalty Program", un programa destinado a verificar la "lealtad" de todo el
personal de la administración pública, con una junta que investigaba minuciosamente los
antecedentes de cada funcionario. Y existía ya el F. B. I., es decir, una "oficina
federal de investigaciones" que, con el famoso J. Edgar Hoover al frente y
amplísimas facultades policiales, tenía, entre otras, la misión de descubrir cualquier
actividad conspirativa o de espionaje. En sus frenéticas campañas, McCarthy utilizó
todos estos recursos que la ley ponía a su disposición. Y abusó de ellos. Se trataba de
una legislación y un aparato "represivos" que los perseguidos tacharon
inmediatamente de inconstitucionales. Pero fue inútil que denunciaran como falsos los
supuestos bajo los que se les acusaba. Fue inútil que señalaran que sus acusadores
estaban empleando el mismo lenguaje que había empleado Hitler, el personaje que,
maldecido por la humanidad entera, había dicho, con relación a los comunistas alemanes,
que "constituían una sección de un movimiento político que tiene su sede en el
extranjero y está dirigido desde el extranjero" y, con relación al comunismo en
general, que era "un peligro mundial para el que no debía haber tolerancia" y
también "la barbarie más espantosa de todos los tiempos". Fue inútil que
recordaran que el Komintern, el organismo creado en tiempos de Lenin para imprimir unidad
de acción a los partidos comunistas, había sido disuelto en 1943, con el claro
propósito de facilitar en la posguerra la convivencia de quienes habían luchado juntos
contra la regresión fascista y eran todavía aliados en muchos aspectos. Fue inútil que
se ampararan en la Constitución y sus enmiendas, especialmente las que garantizaban los
derechos individuales y políticos, la libre emisión de las ideas, las libertades de
reunión y asociación. Lo mismo se los condenaba. Lo mismo, si se trataba de comunistas
confesos o simplemente convictos, iban a parar a la cárcel. Así fueron a parar a ella
Eugene Dennis y toda la plana mayor del muy reducido Partido Comunista norteamericano.
Así fueron a parar a ella otros muchos, no únicamente comunistas. Porque en aquel
entonces el anticomunismo, con McCarthy y otros de su cuerda como definidores e
intérpretes, era la suprema ley. A pesar de que el propio Dennis había señalado, en
alusión al fin desastroso del Tercer Reich, que "la historia ha establecido que el
anticomunismo, si no es combatido y vencido a tiempo, puede devastar y destruir a la más
poderosa de las naciones modernas". Estados Unidos no fue devastado y destruido por
el anticomunismo. Su Constitución, consagratoria de una democracia liberal o burguesa, se
reveló lo bastante sólida para resistir los muchos embates e interpretaciones capciosas
a que fue sometida. Pero los norteamericanos vivieron durante algunos años en un ambiente
muy enrarecido, bajo una especie de terror ideológico. Fueron los años en que
prosperaron los confidentes de la policía, los tránsfugas, los traidores, los testigos
falsos, los fraguadores de "casos", los venales, los inescrupulosos que veían
en el anticomunismo un medio de deshacerse de un competidor molesto o de ascender en la
escala social. Existió mucho "anticomunismo rentado" y no hubo ciudadano que no
estuviera expuesto a una acusación demoledora. Fueron los "años de McCarthy".
Primero bajo Truman y luego bajo Eisenhower. ¿A qué se debió aquel ambiente de pánico
y "casa de brujas"? Recordemos un poco lo que fueron aquellos años en el mundo.
El ambiente de la época
Franklin Delano Roosevelt había
fallecido en 1945, poco después de la conferencia de Yalta, en la que, en unión del
reprimido imperialista Churchill y el rígido Stalin, había tratado de dar forma al mundo
de la posguerra, cuando el Tercer Reich estaba ya en la agonía y la derrota total del
Japón se hacía a todas luces inevitable, Y con Roosevelt se disipó su sueño de un
entendimiento entre el Este y el Oeste, de una competencia pacífica entre el capitalismo
y el socialismo, en beneficio de las multitudes del mundo. ¿Quien se entendería en
adelante con Stalin?
Era Harry Truman, que había ascendido automáticamente a la primera magistratura de
Estados Unidos como compañero de Roosevelt en el "binomio presidencial". Y
Truman, confirmado en el cargo en las elecciones presidenciales de 1948, tenía una
personalidad mucho menos vigorosa y una mentalidad mucho más estrecha que su predecesor.
Se mostró mucho más complaciente con los siempre influyentes poderes del dinero, a los
que aterraba la imponente Unión Soviética que surgía de las batallas y devastaciones de
la guerra. Cuando Truman ordenó la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con las dos
únicas bombas atómicas entonces disponibles, muchos vieron en aquellos holocaustos de
dos ciudades con todos sus habitantes una brutalidad innecesaria -Tokio estaba ya
gestionando desesperadamente su rendición-, sólo explicable como una severa advertencia
a Moscú. ¿Fue, en realidad, como se ha sostenido desde entonces muchas veces, el primer
acto de la "guerra fría"? Como Moscú no pareció impresionarse mucho ni cedió
un ápice en sus rígidas actitudes, la excitación en Estados Unidos aumentó
rápidamente. La Unión Soviética dejó de ser el "valiente aliado" para
convertirse en el "enemigo potencial" frente al que todas las precauciones eran
pocas. Empezaron las diatribas antisoviéticas y las recién nacidas Naciones Unidas se
convirtieron en el escenario de virulentas grescas oratorias. Aparecieron una serie de
"ideólogos" que justificaban cualquier medida que se tomara en defensa de la
"amenazada democracia" contra la "infiltración comunista". El mundo
seguía agitadísimo. En Washington se votaban uno tras otro crédito para la defensa y se
aprobaba el Plan Marshall de ayuda económica para evitar que la postrada Europa
occidental, en la que había fuertes partidos obreros, cayera en poder del comunismo. En
China se ayudaba a Chiang Kai-shek, cada vez más enzarzado en su lucha contra Mao
Tse-tung y su gente.
Seguía confiándose, sin embargo, en el "monopolio de la bomba atómica" que
Estados Unidos ejercía. Algunos hablaban inclusive de una "guerra preventiva",
que, al amparo de este monopolio, metiera en cintura a Moscú antes de que fuera tarde.
Entretanto se multiplicaban las precauciones para que ningún "secreto atómico"
llegara a los soviéticos, a los que se describía con frecuencia como incapaces de
dominar la alta tecnología atómica. De poco servía entonces que se dijera, inclusive
por el mismo Einstein, que la desintegración del átomo no era ningún secreto desde
comienzos del siglo y que cualquiera a quien se procuraran los costosos medios necesarios
podía fabricar bombas como las de Hiroshima y Nagasaki. Ser científico en Estados Unidos
comenzó a ser casi tan duro y arriesgado como ser comunista. El año 1949 fue en más de
un aspecto un año decisivo. Porque, entre otros importantes acontecimientos, presenció
la derrota final de Chiang Kai-shek y el nacimiento de la República Popular China. Y
presenció también, mientras se organizaba rápidamente la alianza militar de la NATO y
se creaba la República Federal Alemana, el estallido de la primer abomba atómica
soviética. ¡Había desaparecido el monopolio atómico de Estados Unidos!
Comenzó una frenética carrera nuclear. No había tiempo que perder. Porque al año
siguiente comenzó la guerra de Corea. Washington, entonces dominante en la organización
mundial, consiguió, al amparo de un error táctico de Moscú -se había retirado del
Consejo de Seguridad como protesta contra los obstáculos que se ponían al reconocimiento
del Pekín comunista como representación de China-, llevar la bandera de las Naciones
Unidas a la península asiática. Pekín era un "agresor". La guerra de Corea
-1950-1953-, muy cruenta, de muchos vaivenes y terminada en una especie de empate, supuso
para Estados Unidos, lanzado a un nuevo esfuerzo bélico, un periodo de prosperidad
económica, pero también puso de manifiesto que el "peligro comunista" se
acentuaba. Perdido el monopolio atómico, había que ganar a los soviéticos en la carrera
nuclear. Tenía que producirse la bomba H, infinitamente más poderosa que la bomba A. A
la bomba atómica, producto de la "fisión" del átomo, sucedería la bomba de
hidrógeno, producto de su "fusión", con una bomba atómica como detonante. A
los kilotones sucederían los megatones. Y, al mismo tiempo, se desarrollarían,
utilizando los servicios del ex nazi Wernher von Braun, el creador de la V-2, los
proyectiles balísticos intercontinentales, capaces de arrojar las bombas en cualquier
lugar del planeta. Pero ¿quiénes habían facilitado a los soviéticos, considerados tan
primitivos, los secretos de la bomba atómica? Y
¿no resultaba sospechoso todo aquel que, amparándose en un falaz pacifismo, se opusiera
a la carrera nuclear y propugnara un entendimiento con Moscú que la evitara? Hubo dos
casos dramáticos que contestaron a estas preguntas y pusieron al mismo tiempo de relieve
el ambiente de histeria en el que ya la voz tronitonante de Joseph R. McCarthy parecía
dominarlo todo.
Uno de estos casos fue el matrimonio formado por Ethel y Julius Rosenberg. Eran judíos, y
no faltaban quienes recordaran las prevenciones de Hitler sobre la "conspiración
judeo-marxista". Estos Rosenberg tenían algunos amigos entre el personal de la
embajada soviética en Washington y de la delegación soviética ante las Naciones Unidas
en Nueva York. El FBI investigó sigilosamente. Finalmente se detuvo al matrimonio. Se le
acusó de espionaje, de haber entregado a sus amigos soviéticos documentos relacionados
con la bomba atómica. Poco importaba que los documentos base del proceso fueran de escasa
importancia y estuvieran a fácil alcance de muchos. Aunque siempre protestaron de su
inocencia, Ethel y Julius fueron condenados a muerte. Ocurrió luego algo que sacudió a
todas las conciencias. Se comunicó a los condenados, ya entre rejas inmediatas a la
cámara de ejecución, que, si admitían su culpabilidad, el presidente Eisenhower
estaría dispuesto a hacer uso de sus facultades de clemencia. Transcurrieron varios días
muy tensos. Con temple impresionante, los Rosenberg resistieron todas las presiones e
insistieron en su inocencia. Fueron electrocutados el 20 de junio de 1953. A su entierro
apenas se atrevieron a asistir una docena de personas.
El segundo de estos casos fue el de J. Robert Oppenheimer, uno de los físicos más
destacados de Estados Unidos y uno de "los padres de la bomba A". Había sido
profesor de la Universidad de California y director del laboratorio de Los Alamos, donde
se habían perfeccionado los artefactos que habían destruido a Hiroshima y Nagasaki.
Estaba al frente del grupo de científicos que asesoraban a la Comisión de Energía
Atómica de Estados Unidos. Se declaró contrario a la fabricación de la bomba H.
Insistió en que debía negociarse con Moscú para poner término a una carrera que, a su
juicio, llevaba a la humanidad a su perdición. Discutió ásperamente con su colega
Edward Teller, para quien la bomba H debía constituir la prioridad máxima. En el
ambiente imperante, el pacifista Oppenheimer se hizo más que sospechoso. El 13 de abril
de 1952, fue separado de todos sus cargos. Al margen de todos los equipos científicos
dedicados a las aplicaciones prácticas de la física nuclear, quedó condenado a vegetar
hasta su muerte. El maccarthysmo estaba triunfando en toda la línea.
En 1952, como una nueva advertencia a Moscú, Truman, ya en las postrimerías de su
mandato, anunció que Estados Unidos estaba en posesión de la bomba H. El correspondiente estallido de produjo, después de una serie de
preparativos espectaculares, en el atolón de Eniwetok, en el Pacífico, el 1° de
noviembre. Fue imponente.
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Richard Nixon, uno de los principales lugar-teniente de McCarthy
McCarthy
Winston Churchill y D. Eisenhower
1951, el "peligro comunista" representado por la guerra de Corea dio alas a la persecución
El monopolio de armas atómicas ejercido por Estados Unidos terminó en 1949 con la primer
arma nuclear de la U.R.S.S.
Ethel y Julius Rosenberg
La persecución anticomunista puso en la picota a los principales integrantes del
departamento de Estado
J. R. McCarthy
Pero ¿quién pudo
imaginarse que los soviéticos harían estallar su primera bomba H, sin espectacularidad
alguna, apenas transcurridos ocho meses desde Eniwetok, exactamente el 12 de agosto de
1953? McCarthy tronitó como nunca. La witchhunt, la "caza de brujas", se hizo
furiosa. Pasó el tiempo. Terminó la guerra de Corea. Eisenhower proporcionó la paz, no
totalmente satisfactoria, que había prometido para alcanzar la Casa Blanca. No era la
victoria a la que, según el general Mac Arthur, nada podía reemplazar. Y en seguida
sobrevinieron la derrota de los colonialistas franceses en Dien Bien Phu y los acuerdos de
Ginebra de 1954. Washington se sintió obligado a llenar el hueco que Francia dejaba en el
Sudeste de Asia. Iba a comenzar otra "guerra local", tan desastrosa en tantos
aspectos, tan larga que todavía dura: la de Vietnam. McCarthy seguía lanzando
acusaciones a diestro y siniestro. Estaba ya en vísperas de su caída. Llegó el año
1957 y el mundo se vio sacudido por el primer Sputnik. Había comenzado la era espacial.
¡Y eran los soviéticos quienes la habían inaugurado! Se había pasado de los
proyectiles balísticos intercontinentales a los satélites artificiales de la Tierra.
Había que comenzar otra carrera. Y que acostumbrarse a vivir en el incómodo
"equilibrio del terror". Para entonces, sin embargo, Joseph R. McCarthy ya
había desaparecido del escenario político norteamericano y el maccarthysmo, con su
frenesí persecutorio, había caído en el descrédito. Pero no sin dejar sus huellas.
Subsisten aún. No únicamente en Estados Unidos.
Ideólogos del maccarthysmo
El fenómeno maccarthysta no nació por
generación espontánea. Tuvo muchos inspiradores que le prepararon el terreno en que pudo
desarrollarse y poner en peligro cuanto de democrático había en la sociedad
norteamericana. No eran, desde luego, los "ideólogos" del fascismo. La
filosofía fascista había perdido toda vigencia después de la Segunda Guerra Mundial.
Eran "ideólogos" que presuponían la democracia liberal representativa y la
interpretaban a su modo, en forma que resultara grata a los poderes del dinero.
Uno de estos "ideólogos", muy destacado, fue Walter Lippman, el famoso
comentarista político cuyos pronunciamientos eran leídos atentamente, no sólo en su
propio país, sino en el mundo entero. Era un hombre muy preparado, autor de numerosos
libros. Muchos llegaron a considerarlo una especie de voz extraoficial del gobierno
norteamericano. Había sido en su juventud un "radical", un socialista
revolucionario, pero pronto adquirió -es una evolución ideológica frecuente- una
mentalidad muy conservadora. Defender a los poderes del dinero resulta por lo general más
lucrativo y menos arriesgado que combatirlos.
En sus libros y artículos, Lippman previno con insistencia contra lo que denominaba la
"herejía jacobina". La "democracia" no debía dejarse arrollar por la
masa, por esa "soberanía popular" que ha incurrido en lo pasado en tantos
"errores". "El desgobierno del pueblo -llegó a decir en sus 'Essays in
Public Philosophy'- explica la declinación de Occidente". En realidad, la
desorientada masa proletarizada pedía únicamente tradición, estabilidad y orden.
¿Cómo procurárselos? No había que suprimir, claro está, el sufragio universal, esa
expresión de un pueblo emancipado, pero había que buscar el modo de que la
representación fuera "virtual", como lo había sido en la Inglaterra del siglo
XVIII. O sea -esto Lippman no lo decía-, en la Inglaterra de los rotten boroughs, de los
"burgos podridos", aquellos que vendían su representación en los Comunes al
mejor postor. En 1954 el ya veterano Lippman estuvo de visita en Italia. Le asustó la
fuerza que mostraban allí los comunistas. Pero le tranquilizó lo que le dijo un
"eminente italiano". Fue esto: "Hemos decidido no entregar el Estado a los
comunistas, no permitirles asumir el poder aunque las circunstancias les den la mayoría
de los votos. . . Así, pues, evitaremos el peligro comunista, aunque cabe que el precio
sea la pérdida de nuestra democracia y nuestras libertades". Lippman comentó que,
"en principio, ésta parece la decisión justa".
"Con un gobierno democrático débil -agregó en su artículo fechado el 21 de
octubre-, existe el serio peligro de que los demócratas sean apartados a un lado,
renuncien a sus responsabilidades y dejen que el trabajo sucio sea hecho por una minoría.
Si esto es así, se plantea la gran cuestión de si la decisión básica no debe ser
sacada a la superficie, declarada y discutida públicamente y vindicada abiertamente en
sus principios".
En otros términos, e! "trabajo sucio" no debía ser dejado en manos de una
minoría de militares, policías y gente más o menos afín de los fascistas. Debía ser
obra de los mismos "demócratas" y consistir en la proclamación de que eran
"ilegales" la "herejía jacobina", la "subversión" del
orden existente, la "agresión interna". Hasta con el arma del voto. McCarthy
acababa de ser censurado por sus colegas del Senado. Se había decretado su muerte
política. Pero Lippman, uno de sus inspiradores ideológicos, se mantenía en sus trece.
En realidad, actitudes así fueron muy corrientes entre los escritores y periodistas
norteamericanos de aquellos tiempos. Un ejemplo típico de los entonces muy frecuentes
cambios bruscos de posición lo ofreció Louis Fischer, un periodista "liberal"
-en el sentido moderadamente izquierdista que la palabra tiene en Estados Unidos- que
había luchado como voluntario en Palestina y España, había sido corresponsal durante
largos años en Alemania y Rusia y era amigo de muchos políticos, norteamericanos y
extranjeros. Había dedicado durante la Segunda Guerra Mundial grandes alabanzas a la
Unión Soviética y Stalin. En 1946, sin embargo, publicó "The Great
Challenge", sosteniendo que este "gran desafío" se planteaba entre la
"dictadura soviética" y la democracia. "La nueva política de los partidos
comunistas, posterior a la disolución del Komintern -se lee en este libro-, tiende a
servir los intereses nacionales de Rusia en mayor medida que a servir al Socialismo. . . .
'Izquierdista' y 'rojo' ya no son términos que puedan aplicarse a los comunistas; son
paneslavos y sostenedores del imperialismo ruso.
"En países como Estados Unidos, donde los comunistas no son numerosos o no tienen la
fuerza suficiente para entrar en el gabinete del Presidente, la nueva política comunista
consiste en adquirir el máximo de influencia sobre los miembros del gabinete e
introducirse en los departamentos del gobierno, los grandes partidos políticos, los
diarios capitalistas, las radioemisoras, los sindicatos obreros y -durante el reinado del
depuesto EarI Browder- en la Asociación Nacional de Industriales. La antigua política
comunista de 'estorbar desde dentro' se aplicó especialmente en el campo obrero y en los
grupos izquierdistas. Hoy, el objetivo es adquirir influencia en todas las instituciones
que tienen prestigio y poder."Cuando esta estrategia triunfa, lo menos que se logra
es una suspensión de las criticas contra el gobierno soviético. Las organizaciones en
las que tienen influencia los comunistas se deleitan en atacar al gobierno británico y,
desde luego, a su propio gobierno. Pero de Moscú no se dice nada. Moscú es la vaca
sagrada de los comunistas.
"Si la estrategia de la 'penetración' falla, el Partido Comunista norteamericano
siempre está en condiciones de arrojar unas cuantas de sus inocentes máscaras y lanzarse
al ataque o, por lo menos, arrojar barro contra el perverso Goliat del capitalismo
norteamericano, el peor enemigo de Rusia.
"Como consecuencia, mediante una ingeniosa maniobra, Stalin se ha visto libre de un
estorbo. Oficialmente, el Komintern está disuelto; los gobiernos ya no pueden atribuir la
acción comunista a las autoridades soviéticas. Por otra parte, los partidos comunistas
son ahora más útiles a Moscú que cuando reconocían que estaban relacionados con
Moscú. Los partidos comunistas extranjeros son un activo muy apreciable para el fomento
de las finalidades mundiales de Rusia."
¿No están ya aquí (expuestas en 1946), todas las razones en que se basó Joseph R.
McCarthy para sus furibundas campañas, con el estímulo que le procuraba una
"legislación anticomunista" fundada en consideraciones parecidas?
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