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Su cuerpo olvidó la ingenuidad de
los movimientos infantiles, toda la ternura, la gracia, la asombrada despreocupación de
que se es capaz a los cuatro años: había tenido que aprender, en un instante, el rigor
de la muerte. El martes 1º de julio, en Tafí Viejo (Tucumán), mientras la policía se
encargaba de reprimir a obreros huelguistas, algún uniformado disparó su arma en
dirección a un rancho. De esta forma, la infamia se disfrazaría una vez más -durante el
transcurso de 1969- con el ropaje de la desproporción y la arbitrariedad.
Elba Susana del Valle Guerrero pagaba así, con su vida recién iniciada, los
errores cometidos por los personeros de un grupo de argentinos. Quizá Caín ya no
recuerde su acción: qué importancia puede tener, era tan sólo una niña, él cumplía
con su deber. Pero existe una memoria que no se apaga nunca, en la cual personeros e
instigadores, con todas sus formas de violencia, se reconocen bajo el título de
injusticia. También guarda los nombres de quienes fueron asesinados impunemente, y de los
que se extenúan en las prisiones luego de haber sido torturados, por el solo delito de
soñar una Argentina mejor. Es la memoria del Pueblo,
LA CLAVE DE MAYO
En la historia nacional, el hecho
tiene su recurrencia. Es al promediar el otoño cuando gobernantes y mandados realizan un
balance de cómo andan sus asuntos. En ese sentido, mayo es el mes clave. Durante su
transcurso se dan lo que informes castrenses y oficiales llaman "picos de
violencia", cuya realidad corresponde a la justa indignación de mayorías pocas
veces consultadas.
Pero no es el único proceso cíclico que descubre la crónica. Desde 1880, época
en que se impone al país su fisonomía definitiva, cuatro asonadas militares derrocan
gobiernos civiles para detentar .el poder sin intermediarios. Esto ocurre cuando los
privilegios de la clase dirigente se ven algo disminuidos, creando a su vez dificultades
al monopolio de turno. La duración de estos regímenes de facto oscila entre un año y
meses hasta casi tres, y su imagen política responde a la extrema derecha: el desgaste,
por esa razón, es rápido, traduciéndose en la necesidad de volver a los cuarteles para
desempeñar tareas específicas, Una periodicidad que, para la Revolución Argentina, se
cumple con el correr de los primeros meses de 1969.
Ongania, líder del azulismo, fracasa ante el falaz esquema desarrollista inculcado
en las filas castrenses por la penetración, entre otros, de periodistas como Jacobo
Timerman o Mariano Grondona (este último también funcionario). Si Arturo Frondizi no lo
había podido explicitar desde el Gobierno, prefiriendo negociar vergonzosamente el poder
con su Comandante en Jefe, Federico Toranzo Montero, la Revolución Argentina pretendía
-en gesto extemporáneo- reeditar posibilidades históricas pretéritas, cuya viabilidad
necesitaba de un Wall Street, menos impaciente por acrecentar dividendos.
J. C. Onganía opta, entonces, por una solución que ya tenía antecedentes en la
triste serie de cuartelazos, y que preanuncia su derrumbe: el corporativismo. Incapaz de
entender la política, cree que esa es la mágica participación que le dará consenso
civil para gobernar. De todas maneras, las mayorías deben seguir absteniéndose de su
opinión, quedan igualmente libradas al iluminismo de los militares, no participan para
nada del poder, tampoco pueden oponerse a la legislación de entrega que confecciona -sin
pausa- el área oficial.
Los azules, por su parte, hacen responsables del fracaso económico-ideológico a
su líder natural -Ongania pierde acciones en la confianza de las FF.AA.- y al Ministro de
Economía, Adalbert Krieger Vasena. Las críticas verdeolivas serían acertadas, pero por
motivos muy diferentes a los que concebía el Estado Mayor: corporativismo y liberalismo
entreguista -aunque supuestamente antagónicos- marchaban juntos de la mano. Sus
consecuencias, es obvio, las pagaban los trabajadores.
El pobre sistema de participación. permitía al tecnócrata Krieger aplicar pautas
económicas que favorecieran a sus patrones naturales: Deltec International y demás
grupos financieros del exterior. Ni Juan Carlos Ongania lograba descubrir, con su
característica falta de sutileza, que la ciencia responde a planteos ideológicos; ni los
desarrollistas querrían ver, en su utopía, la entrega del país a créditos
norteamericanos que encerraba su objetivo; ni el liberalismo estaba contento con la marcha
de la enajenación nacional, base sine qua non para que existan sus negocios.
Alguien podría aventurar que los dos primeros actuaron de buena fe; sin embargo,
cuesta creerlo. Todos representan, qué duda cabe, los caminos transitados por la
metrópoli para nutrirse de una Argentina desvalida, traicionada desde adentro.
La disconformidad azul era mero síntoma de un temor: la pérdida de ese
"tradicional estilo de vida". Su opción, por otra parte, la más lúcida del
sistema: conceder apenas unas migajas para seguir manteniendo prebendas y privilegios.
Ongania, por su parte, al acelerar demasiado el ritmo de los negocios, exponía la
"natural idiosincrasia de los argentinos" a un violento desborde popular en la
búsqueda del poder.
Así, cuando el Ejército tomó parte -durante la segunda quincena de mayo- en la
represión de acciones que tuvieron como sucesivos epicentros los territorios de Rosario y
Córdoba, no estaba defendiendo al pueblo, sino solamente justificando su propia
posición. Tenía miedo de admitir la falsa aventura y el fracaso de los rumbos impuestos
por la fuerza en junio de 1966. Lo invadía el pánico al presentir que la Argentina
estaba entrando en la etapa final de su proceso de Liberación.
Ese sería el sentido de que el Comandante del II Cuerpo, general de división
Roberto Aníbal Fonseca, no hubiera pedido permiso para actuar al Gobierno (empeñado en
su lucha santa), sino al Comandante en Jefe Alejandro Agustín Lanusse:
FONSECA: La situación es muy
peligrosa y voy a intervenir para que vuelva el orden.
LANUSSE: ¿Usted califica la situación de grave?
FONSECA: Sí, mi general.
LANUSSE: Intervenga, no más.
Esta conversación telefónica,
desarrollada el miércoles 21 de mayo del '66, constituía un claro avance del Alto Mando
sobre el Presidente. A. A. Lanusse, antiguo brazo derecho de Ongania en el '62, asume la
responsabilidad de las jugadas oficiales: daba, de esta manera, el primer paso de la larga
serie que culminaría con el derrocamiento en junio del año siguiente.
Pero, en ese momento, la actitud pretendía remediar una situación protagonizada
por ocho ciudades y una veintena de pueblos. Se estaba ante la nueva forma política que
los jóvenes argentinos -todavía intuitivamente- inauguraban contra la represión y la
injusticia. Si no les daban permiso para hablar, pues muy simple: lo tomaban por su
cuenta.
Los efectivos armados, en vez de ubicar su acción junto a las líneas del pueblo,
sólo atinaban a someterse a la verticalidad aplastando manifestaciones masivas. La
cúspide castrense, de donde partieron estas directivas, se comprometía cada vez más con
su propio esquema político: el que defiende la economía subsidiaria. Ambos sectores
militares, por una u otra razón, perderían la oportunidad de admitir la justicia de los
reclamos mayoritarios y rendirles un homenaje con sus armas. En otras palabras, usaron el
aparato bélico contra aquellos que son sus verdaderos dueños, contra quienes desde
siempre lo pagan con su trabajo.

Fonseca
LA MENTIRA SIMPLIFICADORA
Como única explicación de sus
acciones, el general Fonseca emitió un comunicado que el país conocería por los
diarios, en la mañana del jueves:
"A partir de estos momentos y ante el cariz que toman los acontecimientos
impulsados por elementos extremistas, he asumido el Gobierno Militar de la Zona de
Rosario". Paradoja: estaba asumiendo el "Gobierno Militar" del Gobierno
Militar.
Con los mismos argumentos de siempre, se le atribuía la culpa de todo a los
"elementos extremistas"; una hipótesis que es demasiado simple para comprender
la complejidad del fenómeno (el propio Lanusse debió reconocerlo, en parte, durante los
sucesos de Mendoza, en abril de este año). La venta del país al extranjero no tenia nada
que ver. La pauperización de la masa trabajadora, tampoco. Incluso, ¿quién se animaría
a proponer que esa violencia juvenil hallaba sus causas en la explícita impunidad y
arbitrariedad de la represión?
Nada, todo eso sólo tenía que ver con la acción embozada de "activistas
profesionales", de "apátridas" .cuyas rojas banderas están prontas a
agitarse en cualquier disturbio. Pero, es justo plantear, esas rojas banderas ¿no serán
las teñidas con la sangre de estudiantes, de obreros, de jóvenes vidas inocentes? Y en
cuanto a los embozados apátridas, ¿no es la denominación que le corresponde a quienes
venden sus servicios a los monopolios, y que por un puñado de dólares y un par de
privilegios son capaces de matar o torturar? De ser así, el Ejército cometía un error
imperdonable: se equivocaba de enemigo.
Es evidente que el general Fonseca invadía la jurisdicción de Dios, o de la
Historia, cuando pretendía desautorizar la auténtica indignación de los estudiantes
rosarinos por decreto. Indignación que fue compartida por la mayoría de los habitantes
de la ciudad litoraleña.
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Una encuesta realizada para PRIMERA PLANA por la
agencia de investigaciones A & c, durante los días 22 y 23 de mayo, sindicaba como
máximo responsable de la violencia al Gobierno (el muestreo se realizó entre estudiantes
y público perteneciente a las tres clases sociales; en el primer caso, n = 100, y en el
segundo n=500). Un trabajo que el Alto Mando castrense no se tomó antes de resolver la
actitud a adoptar, sobre todo teniendo en cuenta que -discrepancias más o menos- ellos
eran ese Gobierno.
Buen equipo para los entretelones del poder

Lanusse y Bringas

Bas y Kaplan
LOS HECHOS
Viernes 16: los
estudiantes rosarinos, al enterarse de la muerte de Juan José Cabral en Corrientes, el
día anterior, se reúnen en el comedor universitario para organizar actos de protesta
(las clases habían sido suspendidas).
Sábado 17: luego de
algunos actos relámpago, los muchachos convergen hacia el comedor alrededor de las 12.10.
Tres agentes de custodia les cierran el paso; escasos instantes después los policías son
desalojados con las cartucheras vacías. Se organiza una manifestación por la calle
Córdoba, pero poco antes de las 12.20 un patrullero avanza por la arteria con sus puertas
sin cerrar. Los ocupantes disparan las Colt 45 al aire.
Público y estudiantes se refugian en la galería Melipal. El comisario Adolfo
Bagli, el oficial inspector Juan Agustín Lescano y tres agentes descienden del vehículo.
Siempre efectuando disparos hacia arriba, intiman a la dispersión.
Lescano, sin que mediara violencia alguna, descerraja un tiro sobre la frente de
Adolfo Ramón Bello, 22, alumno de Ciencias Económicas. Según testigos, el agresor
subió luego "a un jeep, acompañado por dos agentes. Su aspecto no revelaba signos
de lucha". Bello muere en la Asistencia Pública seis horas después.
Domingo 18: el juez
Domingo Rodríguez Meleandi quiere interrogar al inspector Lescano, pero la Policía
asegura que está internado "con conmoción cerebral y múltiples lesiones".
Luego de mucho insistir, el magistrado consigue que le presenten al asesino: estaba ileso,
su cuerpo no presentaba .el más mínimo rastro de violencia.
Desde la CGT, que respondía al sector Raimundo Ongaro, obreros y estudiantes
conciertan una Marcha de Protesta y Repudio para el miércoles 21, y un paro general a
efectuarse el viernes: desafían al Gobierno de Ongania.
Lunes 19: según
testimonia PRIMERA PLANA, "los rosarinos advirtieron estupefactos que habían logrado
unir rápidamente sus potencias dispersas: un plenario de la CGT, presidido por Héctor
Quagliaro e integrado por representantes de 25 gremios (incluidos vandoristas e
independientes), aprobó por unanimidad la huelga; la Universidad Católica adhirió al
duelo por Bello; los editoriales de los tres diarios rosarinos instaron a la población a
participar de la Marcha". El corresponsal Andrés Zavala, un eficiente profesional
que. no acostumbra a mentir, había descubierto algo: aquello que Fonseca definiría luego
como "elementos extremistas" no eran sino las fuerzas más representativas de la
ciudad, cansadas de la arbitrariedad del régimen.
Zavala anotaría, además, que "la mayoría de las versiones coinciden en que
el propio Comandante del II Cuerpo trató de evitar que el acto se reprimiera, y que fue
el Gobernador Eladio Vázquez quien dio orden de frenarlo a toda costa". Es
significativo que el Jefe militar no deseara intervenir: ¿estaba jugando a propiciar un
golpe? Una táctica que, con el tiempo, se haría popular entre algunos responsables de
las Regiones castrenses.
Miércoles 21: desde las
cuatro de la tarde, policías ocupan esquinas estratégicas del casco de la ciudad. Aunque
los comercios habían cerrado sus puertas, el público colma las aceras.
A las 18, más de cien jóvenes toman asiento en la calle Córdoba: fuerzas de
seguridad intiman a la desconcentración. Durante más de dos horas, en 37 manifestaciones
diferentes, diez mil personas pusieron en jaque al dispositivo represor. Tres mil más,
alejadas del centro, esperan que los agentes agoten granadas de gases y sus propias
energías.
A las 22, 1.800 policías ya eran objeto de las más despiadadas burlas. Eso ocurre
cuando el Pueblo increpa sin violencia a quienes, perteneciendo a sus filas, por un magro
sueldo pasan a formar las huestes de la minoría privilegiada.
En el ínterin, un balazo disparado por la espalda ponía fin a la vida de Luis
Norberto Blanco, 15, estudiante secundario y obrero metalúrgico. Quienes intentaron
auxiliarlo sufrieron la carga policial; el propio Blanco, ya cadáver, debió afrontar la
valiente acometida de palos y sables que los uniformados propinaron al único cuerpo que
estaba a su alcance: se deshacían en su impotencia. Daniel Laoz, 27, muere bajo las
ruedas de un colectivo: quería escapar del humo lacrimógeno. Nilda Vilma Martínez, 21,
mucama, fallece a causa del impacto en plena cara de una granada de gases.
Un trofeo del que la Policía no podrá desprenderse, como tampoco quienes con su
acción entre bambalinas se estaban beneficiando con las espontáneas manifestaciones de
los jóvenes: la tragedia, por mínima que sea, no puede ser usada por quienes pugnan en
el poder.
Poco después de las 22, luego de dar la orden de prepararse a los efectivos, el
general Fonseca solicitaba telefónicamente al Comandante en Jefe autorización para
actuar. Así, Gobierno y Justicia quedan en manos de las fuerzas verdeolivas.
Jueves 22: los matutinos
dan cuenta de un parte que intentaría convertir en mártir de la policía al cabo primero
Miguel Fernández: había sido herido en la espalda. Pero la memoria popular también
podía poner cifras al despilfarro de energía uniformada: ya iban cinco muertos (contando
a Bello y Cabral), más de doscientos heridos. Esa misma madrugada, los estudiantes
detenidos por efectivos del Ejército ascendían a 23. No era necesario ser un experto en
contabilidad para hacer una interpretación de los resultados.
Viernes 23: el paro
dispuesto por la CGT local es acatado en forma unánime. Más de seis mil personas se
movilizan a pie hasta el cementerio de La Piedad, para brindarle su póstumo homenaje al
estudiante Blanco. Desconocían, de esta manera, las estrictas disposiciones emanadas del
Comando del II Cuerpo con asiento en Rosario.
Mientras toda esta historia se
desarrolla, lapidarias palabras de monseñor Devoto recaían sobre las espaldas de los
responsables: "Este es un conflicto -clarificó el obispo de Goya- entre quienes
detentan el poder y los que quieren hacer uso de sus legítimos derechos a la libre
expresión. Cuando un pueblo no puede canalizar sus aspiraciones por los medios
habituales, es normal que busque otros para elevar sus reclamos". Juan Domingo Perón
(que un mes antes había dicho: "Cuando se viven épocas tranquilas, luchar es un
derecho. Cuando se ha perdido esa tranquilidad, luchar es un deber") daba su
respuesta a quienes viajaron a Madrid para buscar la autorización de un apoyo
condicionado al Presidente Ongania. El Líder justicialista les aconsejó, únicamente,
intensificar la campaña en pro de elecciones que reflejaran la voluntad de las mayorías.
En cuanto a Fonseca, insistía aún en la tesis de los activistas.

Sanchez Lahoz
(sigue)
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