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Yo tenía 29 años y era médico del
ferrocarril, en Cruz del Eje, cuando fue la revolución de Uriburu en el 30. A los pocos
días llegó el interventor de a la ciudad, y todos fueron a saludarlo y a estar cerca de
él. El médico que estaba conmigo me dijo que sería conveniente que vayamos nosotros
también a verlo, "Vaya usted -le dije-, yo no tengo interés". Parece que lo
consideraron una falta de cortesía porque al tiempito vino el interventor mismo, que se
llamaba Albariños y era teniente coronel, para conocer de cerca al "medicullo
ése", según dijo... Yo estaba atendiendo a un enfermo cuando el enfermero vino todo
asustado a decirme que estaba el interventor en el hospital. "Que lo atienda el otro
médico", le dije. "¿No ve que yo estoy ocupado ahora!" Le puse el
termómetro en la boca a mi paciente, y en ese momento entró este señor Albariños
acompañado por el otro médico. Parece que había pedido conocerme. Yo le dije
"mucho gusto" y seguí atendiendo a mi paciente, que seguía con el termómetro
en la boca. Era una situación molesta porque nadie se animaba a decir una palabra, y se
notaba que el interventor estaba inquieto porque yo no le daba corte. En una de esas por
querer decir algo, se dirige a mí y me dijo con tono autoritario "¿Qué tiene ese
paciente?" "Un termómetro", le contesté yo alzando la voz. Me miró y yo
le aguanté la mirada. Se fue. A la hora yo estaba exonerado por "razones de mejor
servicio". Cuando estaba haciendo las valijas en mi hotel vino un grupo de
ferroviarios que me pidieron que me quede en el pueblo, por eso seguí allá, pero fuera
del hospital. Fue mi primer derrocamiento... "
Se había levantado a las seis y media de la mañana. Como de costumbre, el mismo se
prepara su té con leche, a pesar de contar en su casa con varias personas de servicio
doméstico. Eran las 7.45 cuando vino a buscarlo el coche del Ministerio. A él, como
ministro de Relaciones Exteriores que era, le tocaba la chapa Nº 6. Cuando el doctor
Miguel Angel Zavala Ortiz subió al coche advirtió que el chofer no era el de todos los
días y, a pesar de no ser supersticioso, le cruzó por la mente la idea de que ese simple
hecho no auguraba nada bueno. "Pavadas", pensó. Y se lanzó de lleno a la
lectura de "La Prensa", su diario preferido, mientras el automóvil rodaba rumbo
al Ministerio aquel 27 de junio que había amanecido frío y gris.
" - Pero a mí nunca me asustó el frío; siempre pensé que es sano. Por eso me
levanté sin problemas a las siete menos cinco. Había dormido en la Quinta de Olivos.
Desayuné con té solo, como lo hago siempre; tomo poco mate en bombilla en realidad...
Los demás estaban durmiendo cuando vino a buscarme, un Rambler negro. Eran las 7.45 más
o menos. Aunque yo había ordenado, desde que empecé la presidencia, que me sacaran las
motos con sirenas, no pude evitar nunca que me custodiaran esos dos coches negros con
gente de Coordinación que me seguían a todas partes; ¡no sé con qué necesidad! A las
8.05 entré en a mi despacho y le pedí a Zubizarreta, mi ordenanza del turno mañana, que
me trajera un té. Entonces empecé a leer todos los diarios de la mañana..."
-Se había acostumbrado desde chico a no tomar desayuno. Lo que pasaba era que iba al
colegio por la mañana y siempre salía a último momento, apurado. Ahora que tenía 45
años, cinco hijos, y la responsabilidad de ser Secretario de Prensa, tampoco tomaba
desayuno, pero no salía con apuro como antes. Ese lunes se había levantado temprano,
como todos los días, y salió de la casa de Uruguay al 1300, llevando a Fernando -su hijo
menor-, mientras su esposa, Marta, aún dormía un rato más. Fernando entraba en el
Colegio Río de la Plata de la calle Laprida, a las 8.30 de la mañana; pero su padre
solía llevarlo media hora antes, y a veces más, con el mismo choche Mercedes Benz que
luego lo conduciría a él mismo hasta la Casa de Gobierno. Los choferes eran Vázques y
Filipino, y se turnaban trabajando un día cada uno. El lunes 27 de junio era Vázquez
quien conducía tarareando bajito como siempre, sin que esto molestara al doctor Luis
Caeiro. Por el contrario, lo divertía. Ni sospechaba que tiempo después Vázquez
estaría al servicio del general Repetto, y ya no se animaría más a tararear mientras
conducía.
- Ni me acuerdo que comí al mediodía, lo que sé es que yo nunca como demasiado. Antes
de sentarme a almorzar, en la Casa de Gobierno, había recibido a mi primer visitante del
día por asuntos oficiales: el doctor Oñativia, que era ministro de Salud Pública...
Serían como las dos y media de la tarde cuando terminé de comer. Me fuí a descansar un
rato a mi piecita de la presidencia. Me acuerdo que un ordenanza )no sé cómo se llama,
hacía poco que estaba) me dijo: "Señor presidente, ¿le traigo una frazada más?
Está refrescando..." Le dije que no, gracias, y que no me diga "señor
presidente" cuando estábamos solos; que me diga "Dr. Illia", nada más.
Nos íbamos a llevar mejor así de ahí en adelante.
- Félix Gilberto Elizalde, el presidente del Banco Central, había llegado el día
anterior de un viaje a los Estados Unidos. Estaba algo cansado; por eso durmió más que
de costumbre. No pasó por su oficina de Diagonal Norte al 600 porque no tenía mucho
tiempo. Por la tarde habría una conferencia de prensa en el Ministerio de Economía y él
debía informar sobre las gestiones realizadas para la financiación de las obras de SEGBA
y de El Chocón. Un asunto que los tenía preocupados desde hacía un tiempo. Quizás se
solucionaría pronto, por suerte. Era ya pasado el mediodía cuando el contador público
Elizalde se reunió con el doctor Conrado Estorani, que era secretario de energía y
combustible, ara tratar los temas de la conferencia y la manera en que los expondrían.
-Serían como las cuatro menos diez cuando me levanté. Me lavé la cara en la piletita y
volví a mi despacho. Habíamos quedado de acuerdo, desde hacía tiempo ya, que se
organizaran en turnos para verme las tres personas que yo recibía indefectiblemente todos
los días: primero entraría el Jefe de la Casa Militar, el brigadier Pío Otero (que
estuvo unos 20 minutos aquel lunes=: después, el secretario de Prensa, doctor Caeiro (una
media hora) y después mi hermano Ricardo, que era secretario general de la Presidencia y
con quién estuve como veinte minutos. Calcule que serían como las cinco cuando me
avisaron que me llamaba por teléfono Leopoldo Suárez, mi ministro de Defensa, por un
asunto urgente.
-El ordenanza Zubizarreta se había ido a mediodía. Logratto, el ordenanza nuevo que
trabajaba en el turno de la tarde sólo entró una vez aquel día en el despacho del
presidente Illia. Fue para retirar una taza de té vacía. Por lo general -de acuerdo con
lo que el mismo Zubizarreta le había explicado al hablarle del Dr. Illia- el presidente
pedía una nueva taza de té a eso de las cinco y media. Pero aquel día no. Logratto
pensó que quizás había hecho algo mal. No se explicaba por qué el presidente no lo
llamaba para hacerle el pedido de siempre y temía que le reprendieran a él por algo.
Logratto era uno de esos hombres que cuando enfrentan una situación desusada, por mínima
que sea, lo primero que piensan es que les va a pasar algo a ellos. Son un poco como los
chicos. Es el temor ante lo distinto. El ordenanza nuevo -como le decían todos porque
aseguraban que su apellido era "difícil"- había visto entrar en el despacho de
Illia al jefe de la casa militar; al doctor Caeiro con muchos papeles en la mano (después
lo había oído hablar con su secretario, en el pasillo y se había enterado que eran
expedientes que el presidente debía firmar para la "radicalización" de un
grupo de computadoras o algo parecido), y por último, al profesor Ricardo Illia. Ya
había salido éste sin que el presidente pidiera su té. Y lo peor es que ya eran como
las seis menos diez.
- "¿Qué pasa?", le pregunté al ministro Suárez cuando levanté el tubo.
Entonces me contó que habían detenido al general Caro. "¿No habrá sido por el
asunto de los diputados?", le dije. Y él me contestó que sí. Al general Caro lo
habían visitado un grupo de diputados peronistas entre los que estaba el propio hermano
de Caro y los diarios se habían encargado de hacer la cosa grande... El ministro Suárez
siguió hablando y me contó que Caro llamó por teléfono al Comandante en Jefe de las
Fuerzas Armadas, el general Pistarini, y que Pistarini le dijo que vaya al ministerio de
guerra para aclarar la situación. Cuando el general Caro fue, Pistarini le comunicó que
quedaba detenido. El secretario de Guerra de mi gobierno, el general Castro Sánchez,
quiso intervenir, pero Pistarini le contestó que desconocía su autoridad. Lo único que
atiné a decirle a Suárez cuando terminó de contarme todo eso fue:"Esto es una
rebelión". Después cortamos la comunicación y llamé en seguida a Estados Unidos
para hablar con mi hijo mayor y decirle que cuidara a su madre, que acababan de operar y
que era probable que yo tuviera que vivir momentos muy difíciles; pero esperaba que él
supiera estar a la altura de las cosas, como siempre lo había estado. Cuando corté me
quedé sosteniendo el tubo un buen rato sin hacer nada, pensando. Lo levanté en seguida
otra vez y pedí que vinieran a mi despacho los secretarios de Marina y Aeronáutica, el
contraalmirante Varela y el brigadier mayor Alvarez.
-El doctor Caeiro había almorzado en su casa como lo hacía siempre: bife a medio cocer,
puré, tarta de manzanas y café. El doctor Caeiro nunca fumó. Cuando sonó el teléfono
-ya en su despacho- eran las cinco y cuarto poco más o menos. Alguien de la Agencia Telam
de Noticias le comunicaba extraoficialmente que el general Caro había sido detenido. A
las cinco y media entró el doctor Caeiro por segunda vez en el despacho del presidente.
"Doctor" (acostumbraba a decirle así "doctor" a secas) "... le
acaban de detener a Caro. Creo que ahora esta gente se larga..." El doctor Illia ni
siquiera levantó la cabeza de los papeles que observaba con detenimiento. Ya conocía de
sobra el acento cordobés de Caeiro y no hacía falta mirar para saber quién le hablaba.
Hacía 20 años que conocía a su secretario de prensa. Todo lo que dijo fue: "Está
bien".
- Les dije a Varela y Alvarez que habían detenido a Caro y que las cosas se ponían feas.
También les expliqué que como Pistarini desconocía la autoridad de Castro Sánchez, mi
secretario de Guerra, debían ir ellos y pedirle que deponga su actitud para no llegar a
mayores. Ellos se fueron y yo me reuní con la mayoría de la gente de mi gabinete.
Quería que estuvieran enterados de todo y no que supieran lo que estaba pasando por otras
bocas. Era mejor así. Las cosas no se iban a distorsionar, ¿no cree?
-Estaba vestido con traje oscuro porque tenía una recepción en una embajada. A veces
pensaba que era uno de los trabajos más pesados de un ministro de Relaciones Exteriores.
Fue por eso, para cambiarse de traje, que volvió a su casa aquel mediodía,
contradiciendo su costumbre de comer sólo un emparedado en el Ministerio. Su esposa
Lydia, le dijo que estaba contenta de poder almorzar un día con él, al fin. Por eso
estaba con traje oscuro. Un llamado al Ministerio lo alertó sobre la detención del
general Caro y fue en seguida para la Casa de Gobierno. Entró en el despacho del
presidente a las seis y cinco. El ordenanza Logratto no entendía nada: tanta gente
entrando y saliendo y ni siquiera un café le pedían. El doctor Zavala Ortiz salió en
pocos minutos del despacho presidencial y se dirigió a la sala de audiencias. A esa hora
el doctor Illia tenía pendientes dos entrevistas aún: una con los miembros de la
Sociedad Rural, que lo invitaban a la inauguración de la exposición anual, y otra con el
embajador de Colombia, que traía un industrial poderoso de su país que quería conocer
al presidente, cosa común en el mundo de la diplomacia. |

Walter Kugler, ministro de agricultura y ganadería, Luis
Caeiro, secretario de prensa de la presidencia, Wulf de la fuente, edecán marino del
presidente Onganía, Miguel A. Zavala Ortiz, ministro de relaciones exteriores, Leandro
Illia, hijo del presidente, Ricardo Illia, hermano y secretario privado, Carlos Alconada
Aramburú, ministro de educación y justicia



El doctor Illia
había atendido a los de la Sociedad Rural a pesar de todo, pero pidió a Zabala Ortiz que
atendiera él al embajador de Colombia. Por eso era que el ministro de Relaciones
Exteriores se dirigía a la sala de audiencias. Después de todo estaba dentro del
reglamente: vestía traje oscuro.
-Cuando volvieron Varela y Alvarez y me dijeron que no había nada que hacer,
terminaron por confirmar que aquello era un golpe de estado liso y llano. Quise hablar por
radio y televisión, pero no pude, ya estaban tomadas las líneas de la Central Cuyo. Nos
reunimos otra vez con los ministros y les pregunté qué opinaban de aquello y si veían
alguna solución. Acepté una sugerencia y quise trasladar todo el gobierno a otra
provincia para luchar desde allí. Llamé a Córdoba, a Entre Ríos, a Santa Fe. Pero no
había nada que hacer: la revolución era en todo el país. Ya eran las ocho y media de la
noche. Estuvimos una hora y media más en reunión y a las diez llamé al coronel de Elia,
que era jefe del regimiento de Granaderos para pedirle que venga con tropas a la Casa de
Gobierno. De Elía me contestó que era imposible porque ya estaba cercada totalmente la
manzana de la Casa de Gobierno y no podría pasar. Cuando a las doce de la noche firmé un
decreto destituyendo a Pistarini ya no me quedaban esperanzas de que las cosas cambiaran.
Fue sólo una fórmula, casi...
-El presidente del Banco Central y el secretario de Energía y Combustible, Elizalde y
Estorani, se reunieron en la salita que quedaba junto al gran salón donde estaban dando
la conferencia de prensa. Les habían avisado por teléfono lo que estaba sucediendo y
comentaban los hechos resolviendo qué debían hacer. Al fin decidieron abandonar la
conferencia de prensa que había comenzado cuarenta minutos después de lo previsto y se
dirigieron a la Casa de Gobierno. Allí estuvieron junto a los demás, hasta que el
presidente les encargó la tarea de ir a buscar al vicepresidente, Perette. Por eso fueron
hasta el Hotel Savoy, donde aquél se hospedaba. Por eso volvían ahora a la Casa de
Gobierno en el coche de Elizalde mientras escuchaban a Perette repetir continuamente:
"¡Qué barbaridad, qué barbaridad"!. Por eso todo lo que pudieron comer
después del almuerzo de ese día fue un sandwich frío a las diez y media de la noche en
el despacho de Caeiro, el secretario de Prensa.
- A partir de la medianoche lo único que hice fue esperar que llegara esta gente a
buscarme. Le pedí a Perette, que había venido con Elizalde y Estorani, que trate de
conseguir algún contacto. No quiso irse de mi lado, y casi llegué a rogarle que vaya.
- Logratto, el ordenanza, había terminado su turno a las siete de la tarde y llegó a su
casa con bastante dificultad. Le dijo a su señora que algo estaba pasando en el gobierno,
porque vio a muchos militares entrar y salir durante el día. Su señora le contestó que
era lo de siempre, que al final nunca pasa nada, que siempre se arreglan entre ellos y
asunto terminado. Se llama Silvia. Después le preguntó qué quería comer para la cena.
-Creí que vendrían en seguida pero recién apareció el general Alsogaray a las cuatro
de la mañana. Venía de uniforme, pero no llevaba armas de ningún tipo. Yo estaba
rodeado de gente amiga, y justo cuando iba a firmar una foto a pedido del secretario de
Caeiro, de apellido López, entraron sin pedir permiso, y Alsogaray me dijo de dejar lo
que estaba haciendo. Terminé de firmar y le pregunté quién era. Me dijo: "Soy el
general Julio Alsogaray y vengo a cumplir órdenes del comandante en jefe". Le
contesté que el comandante en jefe de todas las fuerzas era yo por ser presidente de la
República, pero él pareció no escucharme; dijo que en representación de las Fuerzas
Armadas me pedía que abandone ese despacho y me garantizaba una custodia de granaderos.
Al lado de Alsogaray había un señor de civil que yo no conocía y se metía a hablar a
cada momento. Al final le pregunté quién era, y me dijo que era el coronel Perlinger.
Alsogaray seguía insistiendo en que abandonara el despacho, y la gente que me rodeaba se
estaba poniendo nerviosa y gritaban cosas que yo no alcanzaba a entender. Le dije a
Alsogaray una vez más que no iba a irme. Me contestó que yo estaba llevando las cosas a
un terreno que no correspondía. Fue entonces cuando mi hijo menor, Leandro, quiso
agredirlo. Pero lo detuvieron entre todos. Yo le recriminé lo que hizo, más tarde.
Alsogaray se dio media vuelta y se fue. Con él se fueron los que lo acompañaban.
-No sabía muy bien por qué, pero Caeiro sintió que de alguna manera cumplí con su
deber cuando redactó su último comunicado de prensa contando la entrevista de Illia con
el general Alsogaray. Eran las cinco de la mañana del martes 28 de junio. Elizalde y
Estorani se asomaron a la ventana de la Secretaría de Prensa y pudieron ver mucha gente
reunida en grupitos y varios carros de asalto de la Policía. Casi no había soldados. El
doctor Zavala Ortiz seguía junto a Illia. Mucha gente entraba y salía. Todavía no
había aclarado. En esa época del año suele aclarar muy tarde. "Ese que está allá
abajo, ¿no es Mancera, el de la tele?". El soldado se levantó un poco el casco y
achicó los ojos para distinguir el hombre que señalaba su compañero. Estaban en el
techo de la Casa de Gobierno y tenían las solapas del capote levantadas porque hacía
frío. "Sí, che, es Mancera..."
-Perlinger apareció otra vez a las seis de la mañana y volvió a pedirme que me fuera.
Alsogaray no venía con él esta vez. Le dije que no me iría, y entonces hizo entrar a
una docena de policías con casco y lanzagases. Me dijo que yo podía irme con todas las
garantías, pero nadie se haría responsable de lo que sucediera a los que me estaban
acompañando. "Andate", le dije a Palmero, mi ministro del Interior. A él y a
Rabanal eran a los únicos que yo tuteaba de mi gobierno; nos conocíamos desde hacía
mucho tiempo. "No. Me quedo", dijo él, y los demás también, y empezaron a
gritar. Los policías se pusieron en línea con los fusiles lanzagases en las manos. A
todo esto se habían hecho ya las siete y cuarto más o menos. Yo pensé que no era bueno
exponer a todos los demás. Cuando esos dos oficiales de policía vinieron hacia mí, por
orden de Perlinger, les dije que no era necesario; me levanté y comencé a caminar hacia
la puerta... Había un griterío bárbaro. No sé que decían...
-Zavala Ortiz salió de la Casa de Gobierno y unos amigos lo llevaron en coche hasta su
departamento de Callao al 2400. Lydia, su esposa lo estaba esperando levantada. Eran las
ocho de la mañana. Zavala Ortiz dio un beso en la mejilla a su mujer y no dijo nada. Se
preparó un té con leche, que bebió sin hablar ni una palabra, y después se fue a
dormir.
-A los policías que entraron en mi despacho les dije antes de salir que lamentaba mucho
que obedecieran sin saber a quién lo hacían, me daban lástima. Cuando pude llegar a la
puerta de salida de la Casa de Gobierno rodeado por un montón de gente que seguía
gritando, vi a un muchacho que reconocí como el vendedor de diarios de Plaza Mayo, con el
que yo solía charlar de vez en cuando. Estaba subido a una columna y me decía algo con
los ojos llenos de lágrimas. Estaba gritando, pero yo no podía entender lo que decía en
medio de esa gritería. Quisiera ahora volver a verlo. Me ofrecieron un choche de la
presidencia, pero lo rechacé. Yo quería un coche de alquiler. Pero un minuto después me
dí cuenta de que sería algo tonto ponerme a esperar un choche de alquiler ahí, delante
de todos. En eso vi que se acercaba entre la gente el que había sido mi ministro de
Educación, Alconada Aramburú, y me decía que vaya con él. Yo lo seguí y nos metimos
en el coche de él. Adentro íbamos siete personas. Me acuerdo que mi hermano Ricardo iba
sentado en las rodillas del subsecretario Vesco... Así llegamos hasta Martinez, hasta la
casa de Ricardo...
-"Ya debe haber terminado todo, ¿no?" Mas que una pregunta era un ferviente
deseo del soldado Luciano Rizzo desde el techo de la Casa de Gobierno. El otro, Rubén
Grispe, a su lado, apartó la metralleta que los separaba y le contestó con otra
pregunta: "¿Tenés miedo al final?" "No, qué miedo ni miedo. Estoy
cansado. ¿Qué habrá pasado allá abajo?". Luciano sacó un cigarrillo y lo
encendió debajo del capote para que el sargento no lo viera. Aunque el sargento estaba
abajo, tratando de averiguar lo que ellos se preguntaban. Rubén le pidió una pitada
antes de decir: "Mi viejo dice que en este país lo que se necesita es tener los
pantalones bien puestos y además hacer cosas. Yo me estaba amargando, nunca pasaba
nada..." El del cigarrillo era uno de esos que no pueden dejar al otro con la última
palabra. Por eso quizás agregó:"El que tiene razón es mi viejo. Dice que en todas
las cosas que pasan hay una razón, que todo tiene sus etapas y nosotros estamos para
superarlas. Tiene razón, después de todo, la historia no se va a escribir sola,
¿no?" |