Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

avión espía
Espionaje aéreo
Agente Secreto SR-71

Las altas jerarquías del ministerio de Defensa estadounidense lo presentan como un novísimo avión de combate apto para la interceptación de bombarderos portacohetes. Sin embargo, el aparato que pulveriza records de velocidad y altura sería un insólito espía, apostado a 21 km de la Tierra

La orden estallo como un pistoletazo, hizo trepidar los altoparlantes con su sonido metálico, impersonal: “OK, OK, pájaros al Ala!...” Era una invocación casi enigmática para cualquiera que no estuviera al tanto de la inquietud que corroía, esa tarde de mediados de febrero pasado, al grupo de hombres apostados en los puestos de control de la base aérea de Edwards, mítico aeropuerto experimental de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos escondido en pleno desierto de California.
Pocos segundos después dos hombres abandonaban a la carrera una sala amurallada en cristal, dentro del pabellón de descanso para los pilotos en misión reservada. Por sus descomunales trajes de fibra sintética, y las escafandras que llevaban en la mano, semejaban astronautas prontos a despegar en un vuelo cósmico. Sin embargo, cuando concluyeron su fuga —toda una hazaña para quien se enfunde en esos pesados equipos— no se instalaron a bordo de ningún cohete lunar. Claro que el avión que abrió su escotilla para alojarlos no era, tampoco, un modelo convencional; se trataba de un aparato destinado a revolucionar la aeronáutica en todo el mundo, y cuyos más íntimos detalles constructivos permanecen sepultados en el secreto militar: el Lockheed YF-12 A, más conocido en el Estado Mayor estadounidense por las siglas SR-71. Y que en la jerga utilizada durante las pruebas de pilotaje pasó a ser bautizado, lacónicamente, como el Ala.
Aquella vez el ensayo excedió todas las expectativas, derribó los límites del asombro. Al regresar de su raid ultrasónico, luego de haber extendido sus alerones plegables para ascender en una parábola vertiginosa con ayuda del aguijón de proa, el SR-71 había batido un alud de records —velocidad, altura, autonomía de vuelo— capaces de justificar con creces la acotación del jefe de base: “Misión cumplida". De paso, el operativo sirvió para empinar al tope las sospechas de algunos observadores persuadidos de que el bólido no es, como aseguran sus promotores, “un nuevo caza de combate para intercepción de bombarderos portacohetes”. Sus singulares características alientan, en cambio, la certidumbre de que fue concebido para tareas menos nítidas y confesables; las mismas que sugiere su otro nombre, encabezado por las letras S R, un claro apócope de la frase inglesa que alude al reconocimiento estratégico, eufemismo que designa al espionaje cumplido a miles de metros de altitud.

SORPRESA EN LA PLAZA ROJA
Como en las mejores tramas jamesbondianas, el misterio se quebró en Japón. A fines de noviembre se extendía allí como una mancha de aceite el rumor de que aparatos norteamericanos, con base en Tokio, estaban enhebrando vuelos “confidenciales” sobre territorio de China comunista. Pese a las fulminantes desmentidas de la CIA. —Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos—, la versión resultó más que verosímil para los desconfiados comentaristas europeos. En su opinión, el fracaso de los aviones U-2, abatidos por los proyectiles antiaéreos chinos, exigía un reemplazante apto para fotografiar con total impunidad las instalaciones maoístas que —como la usina atómica de Lan Chow— desvelan a los altos funcionarios del Pentágono.
El YF-12 A parece satisfacer con idoneidad tales exigencias: puede transitar, sin reabastecerse, desde una supuesta cabeza de puente en Japón, hasta China y Siberia, para aterrizar por fin en territorio amigo de Noruega. Su tan mentada autonomía de vuelo lo garantiza hasta un punto jamás alcanzado con anterioridad. “Es un aparato que se obstina en realizar performances imposibles”, pudo ufanarse entonces, hace pocas semanas, el general John K. Gerhaert, jefe del NORAD. (Comando Aéreo Defensivo de América del Norte).
Porque, pese a ser el avión secreto por excelencia, sus responsables no vacilan en publicitario dentro de los exactos límites en que ello pueda inquietar al Kremlin y a Pekín: así ocurrió, por ejemplo, el primero de mayo de 1968, en el momento de desatarse el clásico desfile militar anual que tiene por escenario a la Plaza Roja de Moscú; en ese minuto comenzaron a sonar los teléfonos de las más encumbradas jerarquías moscovitas, advertidas de que al día siguiente habría de producirse un acontecimiento significativo sobre las pistas de la Fuerza Aérea de EE. UU. en Edwards.
No era ésa la primera, pero sí una de las principales demostraciones de fuerza que brindaría el insólito espía con alas: las precisiones aportadas por ese vuelo bastaron para conocer que el SR-71 traspasa con creces los 21 mil metros de altura y que su velocidad de crucero excede los 3.250 kilómetros por hora. Dos registros apabullantes pero previstos ya en 1966 por la Lockheed al equipar su criatura con poderosos motores J-58 de reacción, que ocupan la extensión total de las alas en forma de murciélago.

LA HAZAÑA DEL 007
Estaban allí Irving Branch, comandante de la base; Herbert B. Thatcher, capitán de la defensa antiaérea, y Bernard Lebailly, director de los servicios informativos de la United States Air Force. También Kelly Johnson, afamado diseñador del avión 007, como se ha dado en llamar a este aerovehículo.
Mientras la estepa californiana se abrasaba bajo el sol —el jueves 26 de febrero—, un seleccionado grupo de periodistas compartía, con esos ejecutivos de la aeronáutica, el más reciente vuelo del aparato; al menos, de los dados a publicidad. Pudieron de este modo fotografiar por primera vez el recorrido inicial de la nave, un despegue similar al que ejecutó algunos días atrás, cuando al abrir el sobre reservado con las instrucciones de vuelo el piloto se enteró de que debía dirigirse desde la base de Okinawa, en Japón, a la de Thule, en el Polo Norte, a diez mil kilómetros de distancia. El periplo — según lo sugerido por fuentes semi-oficiales europeas— habría tenido la finalidad de fotografiar las centrales chinas en donde se fabrica un gas esencial para las armas nucleares.
En esa oportunidad, en cambio, las rampas de cemento de Edwards —las más largas del planeta— fueron el teatro de un viaje mucho más sucinto y pacífico. Apenas echó a carretear el SR-71, los privilegiados espectadores comprendieron por qué razón la pista tiene dimensiones desusadas: el aparato rodó interminablemente, mientras en el interior de la torre de control un enjambre de cerebros electrónicos, teodolitos y servomecanismos de computación se disponían a vigilar cada uno de sus desplazamientos.
Bruscamente la metamorfosis fue completa: la punta del avión-espía se alzó, conquistó una vertical casi absoluta y segundos más tarde adoptó una línea horizontal; en esas condiciones hizo caer todos los registros existentes para vuelo en línea recta, alcanzando una velocidad de 3.309 kilómetros por hora sobre un segmento de 25 kilómetros de longitud.
Otras hazañas fueron homologadas por el raudo espía: cubrió las máximas marcas posibles para los cien kilómetros de distancia con una carga útil de 2 mil kilogramos y arañó los 25 mil metros de altura, cifras nunca logradas hasta ese instante. Algo como para desalentar a los presuntos rivales que, encaramados en las torretas chinas de artillería, quieran abatir en pleno vuelo a estos fascinantes 007 del cosmos.

Revista Siete Días Ilustrados
30.03.1970
SR-71

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